Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Qué le pasa al muchacho? -le preguntó Josep, prohombre de la cofradía, a Ramon.

– Pues no lo sé -le contestó éste con sinceridad.

Los dos hombres miraron hacia los barqueros, donde se encontraba Arnau exigiendo con aspavientos que le cargaran uno de los fardos más pesados. Cuando lo consiguió, Josep, Ramon y sus demás compañeros lo vieron partir con paso titubeante, los labios apretados y el rostro congestionado.

– No aguantará mucho este ritmo -sentenció Josep.

– Es joven -intentó defenderlo Ramon.

– No aguantará.

Todos lo habían notado. Arnau exigía los fardos y las piedras más pesadas y los transportaba como si le fuera la vida en ello. Volvía al lugar de carga casi corriendo, y reclamaba de nuevo más peso del que le convenía. Al acabar la jornada, se arrastraba derrengado hasta la casa de Pere.

– ¿Qué pasa, muchacho? -se interesó Ramon al día siguiente, mientras ambos cargaban fardos hasta los depósitos municipales.

Arnau no contestó. Ramon dudó si su silencio se debía a que no quería hablar o que, por algún motivo, no podía hacerlo.Volvía a tener el rostro congestionado a causa del peso que cargaba sobre sus espaldas.

– Si tienes algún problema, yo podría… -No, no -logró articular Arnau. ¿Cómo contarle que su cuerpo ardía de deseo por Aledis? ¿Cómo contarle que sólo encontraba calma cargando más y más peso sobre sus espaldas hasta que su mente, obsesionada por llegar, lograba olvidar sus ojos, su sonrisa, sus pechos, su cuerpo entero? ¿Cómo contarle que, cada vez que Aledis jugaba con él, perdía el dominio de sus pensamientos y la veía desnuda, a su lado, acariciándolo? Entonces recordaba las palabras del cura sobre las relaciones prohibidas: «¡Pecado! ¡Pecado!», advertía con voz firme a sus feligreses. ¿Cómo contarle que deseaba llegar a su casa roto para caer rendido en el jergón y poder conciliar el sueño pese a la cercanía de aquella muchacha?-. No, no -repitió-. Gracias…, Ramon.

– Reventará -insistió Josep al final de aquella jornada. En esa ocasión Ramon no se atrevió a llevarle la contraria.

– ¿No crees que te estás excediendo? -le preguntó una noche Alesta a su hermana.

– ¿Por qué?

– Si padre se enterase…

– ¿De qué tendría que enterarse?

– De que quieres a Arnau.

– ¡Yo no quiero a Arnau! Solamente…, solamente… Me siento bien, Alesta. Me gusta. Cuando me mira… -Lo quieres -insistió la pequeña.

– No. ¿Cómo explicártelo? Cuando veo que él me mira, cuando se sonroja, es como si un gusanillo me recorriera todo el cuerpo.

– Lo quieres.

– No. Duérmete. ¿Qué sabrás tú? Duérmete.

– Lo quieres, lo quieres, lo quieres.

Aledis decidió no contestar, pero ¿lo quería? Sólo disfrutaba sabiéndose mirada y deseada. Le complacía que los ojos de Arnau no pudieran apartarse de su cuerpo; la satisfacía su evidente desazón cuando ella dejaba de tentarlo: ¿era eso querer? Aledis intentó encontrar respuesta, pero no transcurrió mucho tiempo antes de que su mente volviera a vagar por aquella satisfacción antes de caer dormida.

Una mañana, Ramon abandonó la playa en cuanto vio salir a Joan de casa de Pere.

– ¿Qué le sucede a tu hermano? -le preguntó aun antes de saludarlo.

Joan pensó unos segundos.

– Creo que se ha enamorado de Aledis, la hija de Gastó el curtidor.

Ramon soltó una carcajada.

– Pues ese amor lo está volviendo loco -le advirtió-. Como siga así reventará. No se puede trabajar a ese ritmo. No está preparado para ese esfuerzo. No sería el primer bastaix que se rompiese…, y tu hermano es muy joven para quedar tullido. Haz algo, Joan.

Esa misma noche Joan intentó hablar con su hermano.

– ¿Qué te sucede, Arnau? -le preguntó desde su jergón.

Éste guardó silencio.

– Debes contármelo. Soy tu hermano y quiero…, deseo ayudarte. Tú siempre has hecho lo mismo conmigo. Permíteme compartir tus problemas.

Joan dejó que su hermano pensase en sus palabras.

– Es…, es por Aledis -reconoció. Joan no quiso interrumpirlo-. No sé qué me pasa con esa muchacha, Joan. Desde el paseo por la playa… algo ha cambiado entre nosotros. Me mira como si quisiera…, no sé.También…

– También ¿qué? -le preguntó Joan al ver que su hermano callaba.

«¡No pienso contarle nada aparte de las miradas», decidió al momento Arnau con los pechos de Aledis en su memoria.

– Nada.

– Entonces, ¿cuál es el problema?

– Pues que tengo malos pensamientos, la veo desnuda. Bueno, me gustaría verla desnuda. Me gustaría…

Joan había instado a sus maestros a profundizar en el asunto y ellos, sin saber que su interés respondía a la preocupación que le causaba su hermano y al temor de que el muchacho pudiera caer en la tentación y salirse del camino que tan decididamente había iniciado, se extendieron en explicaciones acerca de las teorías sobre el carácter y la perniciosa naturaleza de la mujer. -No es culpa tuya -sentenció Joan.

– ¿No?

– No. La malicia -le explicó susurrando a través de la chimenea a cuyos lados dormían- es una de las cuatro enfermedades naturales del hombre que nacen con nosotros por culpa del pecado original, y la malicia de la mujer es mayor que cualquiera de las malicias que existen en el mundo. -Joan repetía de memoria las explicaciones de sus maestros.

– ¿Cuáles son las otras tres enfermedades?

– La avaricia, la ignorancia y la apatía o incapacidad para hacer el bien.

– Y ¿qué tiene que ver la malicia con Aledis?

– Las mujeres son maliciosas por naturaleza y disfrutan tentando al hombre hacia los caminos del mal -recitó Joan.

– ¿Por qué?

– Pues porque las mujeres son como aire en movimiento, vaporosas. No cesan de ir de un lado para otro como si fueran corrientes de aire. -Joan recordó al sacerdote que había hecho aquella comparación: sus brazos, con las manos extendidas y los dedos vibrando sin cesar, revolotearon alrededor de su cabeza-. En segundo lugar -recitó-, porque las mujeres, por naturaleza, por creación, tienen poco sentido común y en consecuencia no existe freno a su malicia natural.

Joan había leído todo esto y mucho más, pero no era capaz de expresarlo con palabras. Los sabios afirmaban que la mujer era, también por naturaleza, fría y flemática, y es sabido que cuando algo frío llega a encenderse, arde con mucha fuerza. Según los entendidos, la mujer era, en definitiva, la antítesis del hombre y por lo tanto incoherente y absurda. Sólo había que fijarse en que incluso su cuerpo era opuesto al del hombre: ancho por abajo y delgado por arriba, mientras que el cuerpo de un hombre bien hecho debe ser lo contrario, delgado desde el pecho hacia abajo, ancho de pecho y espaldas, con el cuello corto y grueso y la cabeza grande. Cuando una mujer nace, la primera letra que dice es la «e», que es una letra para regañar, mientras que la primera letra que dice un hombre al nacer es la «a», la primera letra del abecedario y enfrentada con la «e».

– No es posible. Aledis no es así -contradijo Arnau al fin.

– No te engañes. A excepción de la Virgen, que concibió a Jesús sin pecado, todas las mujeres son iguales. ¡Hasta las ordenanzas de tu cofradía así lo entienden! ¿Acaso no prohiben las relaciones adúlteras? ¿Acaso no ordenan la expulsión de quien tenga una amiga o conviva con una mujer deshonesta?

Arnau no podía enfrentarse a aquel argumento. Desconocía las razones de sabios y filósofos y, por más que Joan se empeñara, podía hacer caso omiso de ellas, pero de las enseñanzas de la cofradía no. Esas reglas sí que las conocía. Los prohombres de la cofradía lo habían puesto al corriente de ellas y le habían advertido que si las incumplía sería expulsado. ¡Y la cofradía no podía estar equivocada!

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