Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Qué dice ese niño? -gritó el Mallorquí al llegar al deambulatorio.

– Te acusa de haber robado la caja de los bastaixos -contestó el padre Albert.

– ¡Miente!

El sacerdote buscó la mirada de Ramon, quien asintió con un leve movimiento de cabeza.

– ¡Yo también te acuso! -gritó señalándolo.

– También miente.

– Eso tendrás oportunidad de demostrarlo en el caldero, en el monasterio de Santes Creus.

Se había cometido un delito en una iglesia y las constituciones de Paz y Tregua establecían que la inocencia debería demostrarse mediante la prueba del agua caliente.

El Mallorquí empalideció. Los dos oficiales y los soldados miraron extrañados al cura, pero éste les indicó que guardasen silencio. Ya no se utilizaba la prueba del agua caliente, pero todavía, en muchas ocasiones, los clérigos recurrían a la amenaza de sumergir los miembros del sospechoso en un caldero de agua hirviendo.

El padre Albert entrecerró los ojos y miró al Mallorquí.

– Si el niño y yo mentimos, seguro que aguantarás el agua hirviendo en tus brazos y en tus piernas sin confesar tu delito.

– Soy inocente -farfulló el Mallorquí.

– Ya te he dicho que tendrás oportunidad de demostrarlo -reiteró el cura.

– Si eres inocente -intervino Ramon-, explícanos qué hace tu puñal en el interior de la capilla.

El Mallorquí se volvió hacia Ramon.

– ¡Es una trampa! -respondió con rapidez-. Alguien lo habrá colocado allí para inculparme. ¡El muchacho! ¡Seguro que ha sido él!

El padre Albert volvió a abrir las rejas de la capilla del Santísimo y apareció con un puñal.

– ¿Es éste tu puñal? -le preguntó aproximándoselo al rostro.

– No…, no.

Los prohombres de la cofradía y varios bastaixos se acercaron al cura y le pidieron el puñal para examinarlo.

– Sí que es el suyo -dijo uno de los prohombres, sosteniéndolo en la mano.

Seis años atrás y debido a los muchos altercados que se producían en el puerto, el rey Alfonso prohibió llevar machete o armas parecidas a los bastaixos y demás personas no cautivas que trabajasen en él. La única arma permitida eran los puñales romos. El Mallorquí se había negado a acatar la orden real alardeando de su magnífico puñal con punta, que había enseñado una y otra vez para excusar su desobediencia. Sólo ante la amenaza de expulsión de la cofradía había accedido a llevarlo a casa del herrero para que lo limara.

– Mentiroso -estalló uno de los bastaixos .

– Ladrón -gritó otro.

– ¡Alguien me lo habrá robado para inculparme! -protestó mientras forcejeaba con los dos hombres que lo retenían.

Entonces hizo su aparición el tercero de los bastaixos que había ido con Ramon en busca del Mallorquí y que había registrado su casa para encontrar el dinero robado.

– Aquí está -gritó levantando una bolsa y entregándosela al cura, quien a su vez se la dio al oficial.

– Setenta y cuatro dineros y cinco sueldos -cantó el oficial tras contar su contenido.

A medida que el oficial contaba, los bastaixos habían ido cerrando el círculo en torno al Mallorquí. ¡Ninguno de ellos podía tener tanto dinero! Cuando terminó la cuenta, se echaron encima del ladrón. Hubo insultos, patadas, puñetazos, escupitajos. Los soldados se mantuvieron al margen y el oficial se encogió de hombros mirando al padre Albert.

– ¡Estamos en la casa de Dios! -gritó entonces el sacerdote tratando de apartar a los bastaixos -. ¡Estamos en la casa de Dios! -continuó gritando hasta que logró acercarse al Mallorquí, hecho un ovillo en el suelo-. Este hombre es un ladrón, cierto, y además un cobarde, pero merece un juicio. No podéis actuar como delincuentes. Llevádselo al obispo -ordenó al oficial.

Cuando el cura se dirigió al oficial, alguien volvió a patear al Mallorquí. Muchos le escupieron mientras los soldados lo levantaban y se lo llevaban.

Cuando los soldados abandonaron Santa María llevándose al Mallorquí, los bastaixos se acercaron a Arnau sonriéndole y pidiéndole disculpas. Luego, empezaron a retirarse hacia sus casas. Al final, frente a la capilla del Santísimo, otra vez abierta, sólo quedaron el padre Albert, Arnau, los tres prohombres de la cofradía y los diez testigos que exigían las ordenanzas cuando se trataba de la caja de los bastaixos .

El cura introdujo los dineros en la caja y anotó en el libro la incidencia sucedida durante la noche. Había amanecido y ya se había ido a avisar a un cerrajero para que recompusiera las tres cerraduras; todos tenían que esperar hasta que se volviera a cerrar la caja.

El padre Albert apoyó un brazo en el hombro de Arnau. Sólo entonces lo recordó sentado bajo el cadáver de Bernat, que colgaba de una soga. Apartó de su mente el fuego. ¡Sólo era un niño! Miró hacia la Virgen. «Se hubiera podrido en la puerta de la ciudad -le dijo en silencio-; ¡qué más da, pues! Sólo es un muchacho que ahora no tiene nada; ni padre, ni trabajo con el que alimentarse…»

– Creo -decidió de repente- que deberíais admitir a Arnau Estanyol en vuestra cofradía.

Ramon sonrió. También él, una vez que volvió la tranquilidad, había estado pensando en la confesión de Arnau. Los demás, incluido Arnau, miraron al cura con sorpresa.

– Es sólo un muchacho -dijo uno de los prohombres.

– Es débil. ¿Cómo podrá cargar fardos o piedras sobre la nuca? -preguntó otro.

– Es muy joven -afirmó un tercero.

Arnau los miraba a todos con los ojos abiertos de par en par.

– Todo lo que decís es cierto -contestó el cura-, pero ni su tamaño ni su fuerza ni su juventud le han impedido defender vuestros dineros. De no ser por él, la caja estaría vacía.

Los bastaixos permanecieron un rato escrutando a Arnau.

– Yo creo que podríamos probar -dijo al final Ramon-, y si no sirve…

Alguien del grupo asintió.

– De acuerdo -dijo al final uno de los prohombres de la cofradía mirando a sus dos compañeros, ninguno de los cuales se opuso-, lo admitiremos a prueba. Si durante los próximos tres meses demuestra su vaha, lo confirmaremos como bastaix . Cobrará en proporción a su trabajo.Toma -añadió entregándole el puñal del Mallorquí, que todavía conservaba en su poder-; éste es tu puñal de bastaix . Padre, anotadlo en el libro para que el chico no tenga problemas de ningún tipo.

Arnau notó el apretón del cura en su hombro. Sin saber qué decir, sonriendo, mostró su agradecimiento a los bastaixos . ¡Él, un bastaix l ¡Si lo viera su padre!

18

– ¿Quién era? ¿Lo conoces, muchacho?

Todavía sonaban en la plaza las carreras y los gritos de alto de los soldados que perseguían a Arnau, pero Joan no los escuchaba: el crepitar del cadáver de Bernat retumbaba en sus oídos.

El oficial de noche que había permanecido junto al cadalso zarandeó a Joan y repitió la pregunta:

– ¿Lo conoces?

Pero Joan no separó los ojos de la tea en la que se estaba convirtiendo quien se había prestado a ser su padre.

El oficial volvió a zarandearlo hasta que logró que el niño se volviese hacia él, con la mirada perdida y los dientes castañeteando.

– ¿Quién era? ¿Por qué ha quemado a tu padre?

Joan ni siquiera escuchó la pregunta. Empezó a temblar.

– No puede hablar -intervino la mujer que había instado a huir a Arnau, la misma que había logrado separar de las llamas a Joan, que estaba paralizado, la misma que había reconocido en Arnau al muchacho que había velado al ahorcado durante toda la tarde. «Si yo me atreviera a hacer lo mismo -pensó-, el cuerpo de mi marido no se pudriría en las murallas, devorado por los pájaros.» Sí, aquel muchacho había hecho algo que cualquiera de los que estaban allí querría hacer, y el oficial… Era el oficial de noche, de modo que no podía haber reconocido a Arnau; para él, el hijo era el otro, el que estaba bajo el padre. La mujer abrazó a Joan y lo arrulló.

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