Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Tengo que saber quién le ha prendido fuego -adujo el oficial.

Los dos se sumaron a la gente que miraba el cadáver de Bernat.

– ¿Qué más da? -murmuró la mujer notando las convulsiones de Joan-. Este niño está muerto de miedo y de hambre.

El soldado entornó los ojos; luego asintió con la cabeza, lentamente. ¡Hambre! Él mismo había perdido a un hijo de corta edad: el niño empezó a perder peso hasta que unas simples fiebres se lo llevaron. Su esposa lo abrazaba igual que aquella mujer hacía con el muchacho. Y él los veía a los dos, ella llorando, el pequeño buscando cobijo en sus pechos, igual…

– Llévalo a su casa -le dijo el oficial a la mujer.

«Hambre -murmuró volviendo a mirar hacia el cadáver en llamas de Bernat-. ¡Malditos genoveses!»

Había amanecido en Barcelona.

– ¡Joan! -gritó Arnau nada más abrir la puerta.

Pere y Mariona, en la planta baja, sentados junto al hogar, le indicaron que guardase silencio.

– Duerme -le dijo Mariona.

La mujer lo había llevado a casa y les había contado lo sucedido. Los dos ancianos lo cuidaron hasta que el muchacho logró conciliar el sueño; después, se sentaron al calor del hogar.

– ¿Qué será de ellos? -le preguntó Mariona a su esposo-; sin Bernat, el muchacho no aguantará en las cuadras.

«Y nosotros no podemos mantenerlos», pensó Pere. No podían permitirse dejarles la habitación sin cobrar, ni darles de comer. Pere se extrañó del brillo que había en los ojos de Arnau. ¡Acababan de ejecutar a su padre! Incluso le había prendido fuego; se lo contó la mujer. ¿A qué venía aquel brillo?

– ¡Soy un bastaix l -anunció Arnau dirigiéndose a los escasos restos de la cena de la noche anterior, fríos en la olla.

Los dos ancianos se miraron y después miraron al muchacho, que comía directamente del cucharón, de espaldas a ellos. ¡Estaba famélico! La falta de grano le había afectado, como a toda Barcelona. ¿Cómo iba aquel niño delgado a cargar nada?

Mariona negó con la cabeza, mirando a su esposo.

– Dios dirá -le contestó Pere.

– ¿Decíais? -preguntó Arnau volviéndose, con la boca llena.

– Nada, hijo, nada.

– Tengo que irme -dijo Arnau, que cogió un pedazo de pan duro y le dio un bocado. Los deseos de preguntarle lo que había sucedido en la plaza chocaban con una ilusión nueva: unirse a sus nuevos compañeros. Se decidió-: Cuando Joan despierte, contádselo.

En abril se iniciaba la época de navegación, interrumpida desde octubre. Los días se alargaban, los grandes barcos empezaban a arribar a puerto o a salir de él y nadie, ni patronos, ni armadores, ni pilotos, deseaba estar más tiempo del estrictamente necesario en el peligroso puerto de Barcelona.

Desde la playa, antes de unirse al grupo de bastaixos que esperaban en ella, Arnau contempló el mar. Siempre lo había tenido ahí, pero cuando salía con su padre le daba la espalda a los pocos pasos. Aquel día lo miró de modo distinto: iba a vivir de él. En el puerto, además de un sinfín de pequeñas embarcaciones, estaban ancladas dos naves grandes que acababan de arribar y una escuadra formada por seis inmensas galeras de guerra, con doscientos sesenta botes y veintiséis bancos de remeros cada una de ellas.

Arnau había oído hablar de aquella escuadra; la había armado la propia ciudad para ayudar al rey en la guerra contra Genova y estaba bajo el mando del consejero cuarto de Barcelona, Galcerà Marquet. Sólo la victoria sobre los genoveses volvería a abrir las vías de comercio y sustento de la capital del principado; por eso Barcelona había sido generosa con el rey Alfonso.

– ¿No te echarás atrás, verdad, muchacho? -dijo alguien a su espalda. Arnau se volvió y se encontró con uno de los prohombres de la cofradía-.Vamos -lo instó éste sin dejar de caminar hacia el lugar de reunión de los demás cofrades.

Arnau lo siguió. Cuando llegó al grupo, los bastaixos lo recibieron con sonrisas.

– Esto no será como dar agua, Arnau -le dijo uno, provocando las risas de los demás.

– Toma -le ofreció Ramon-. Es la más pequeña que hemos encontrado en la cofradía.

Arnau cogió con cuidado la capçana .

– ¡No se rompe! -rió uno de los bastaixos viendo el mimo con el que Arnau la sostenía.

«¡Claro que no! -pensó Arnau sonriendo al bastaix -, ¿cómo va a romperse?» Se colocó el cojín sobre el cogote, en la frente la correa de cuero que lo sujetaba, y volvió a sonreír.

Ramon comprobó que el cojín quedase en el sitio adecuado.

– Vale -dijo dándole una palmada-. Sólo te falta el callo.

– ¿Qué callo…? -empezó a preguntar Arnau, pero la llegada de los prohombres desvió la atención de todos los cofrades.

– No se ponen de acuerdo -explicó uno de ellos.Todos los bastaixos , Arnau incluido, miraron hacia un poco más allá de la playa, donde varias personas lujosamente vestidas discutían-. Galcerà Marquet quiere que primero se carguen las galeras; los comerciantes, en cambio, que se descarguen los dos barcos que acaban de arribar. Hay que esperar -anunció.

Los hombres murmuraron y la mayoría de ellos se sentó sobre la arena. Arnau lo hizo junto a Ramon, con la capçana todavía agarrada a la frente.

– No se romperá, Arnau -le dijo éste señalándola-; pero no permitas que entre arena: te molestaría cuando cargues.

El muchacho se quitó la capçana y la guardó cuidadosamente, sin que tocase la arena.

– ¿Cuál es el problema? -le preguntó a Ramon-. Se puede descargar o cargar primero unos y después otros.

– Nadie quiere estar en el puerto de Barcelona más tiempo del necesario. Si se levantara temporal, las naves estarían en peligro, sin defensa alguna.

Arnau recorrió el puerto con la mirada, desde el Puig de les Falsies hasta Santa Clara; después, fijó la vista en el grupo, que seguía discutiendo.

– El consejero de la ciudad manda, ¿no?

Ramon rió y le revolvió el cabello.

– En Barcelona mandan los comerciantes. Son los que han pagado las galeras reales.

Al fin, la disputa se saldó con un pacto: los bastaixos irían a recoger los pertrechos de las galeras a la ciudad y, mientras, los barqueros empezarían a descargar los mercantes. Los bastaixos deberían estar de vuelta antes de que los barqueros hubieran arribado a la playa con las mercaderías, que se dejarían a resguardo en un lugar apropiado en vez de repartirlas por los almacenes de sus dueños. Los barqueros llevarían los pertrechos a las galeras mientras los bastaixos irían a por más y, desde éstas, se dirigirían a los mercantes para recoger las mercaderías. Así una y otra vez hasta que galeras y mercantes estuvieran unas cargadas y los otros descargados. Después ya distribuirían la mercancía por los correspondientes almacenes y, si el tiempo lo seguía permitiendo, volverían a cargar los mercantes.

Cuando los prohombres estuvieron de acuerdo, todos los operarios del puerto se pusieron en movimiento. Los bastaixos , por grupos, se adentraron en Barcelona en dirección a los almacenes municipales, donde se hallaban los pertrechos de los tripulantes de las galeras, incluidos los de los numerosos remeros de cada una, y los barqueros se dirigieron a los mercantes que acababan de arribar a puerto para descargar las mercaderías, las cuales, por falta de muelles, no se podían descargar sino a través de aquellas cofradías afectas a la organización portuaria.

La tripulación de cada barcaza, leño, laúd o barca de ribera estaba compuesta por tres o cuatro hombres: el barquero y, dependiendo de la cofradía, esclavos u hombres libres asalariados. Los barqueros agrupados en la cofradía de Sant Pere, la más antigua y rica de la ciudad, utilizaban esclavos, no más de dos por barca, como establecían las ordenanzas; los de la cofradía joven de Santa María, sin tantos recursos económicos, utilizaban hombres libres, a sueldo. En cualquier caso, la carga y descarga de las mercaderías, una vez que las barcas se habían acostado a los mercantes, eran operaciones lentas y delicadas incluso con la mar tranquila, puesto que los barqueros eran responsables frente al propietario de cualquier merma o avería que sufriesen las mercancías, e incluso podían ser condenados a prisión en el supuesto de que no pudiesen hacer frente a las indemnizaciones debidas a los mercaderes.

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