Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Voy a buscar una manta -dijo.

Uno de ellos lo miró de reojo.

Cruzó la plaza del Blat hasta la esquina de la calle de la Mar y se quedó allí durante unos instantes, preguntándose dónde estaría Joan. Ya era la hora convenida, debería haber llegado. Arnau chistó. El silencio continuó acompañándolo.

– ¿Joan? -se atrevió a llamar.

Del quicio de la puerta de una casa surgió una sombra.

– ¿Arnau? -se oyó en la noche.

– Claro que soy yo. -El suspiro de Joan se oyó a varios metros-. ¿Quién pensabas que era? ¿Por qué no has contestado?

– Está muy oscuro -se limitó a responder Joan.

– ¿Has traído la manta? -La sombra levantó un bulto-. Bien, ya les he dicho que iba a buscar una. Quiero que te tapes con ella y que ocupes mi lugar. Anda de puntillas para que parezca que eres más alto.

– ¿Qué te propones?

– Voy a quemarlo -le contestó cuando Joan ya se encontraba a su lado-. Quiero que ocupes mi lugar. Quiero que los soldados crean que tú eres yo. Limítate a sentarte bajo…, limítate a sentarte donde yo estaba y no hagas nada; simplemente, tápate la cara. No te muevas. No hagas nada veas lo que veas o pase lo que pase, ¿me has entendido? -Arnau no esperó a que Joan le contestase-. Cuando todo haya terminado, tú serás yo, tú serás Arnau Estanyol y tu padre no tenía ningún otro hijo. ¿Has entendido? Si los soldados te preguntasen…

– Arnau.

– ¿Qué?

– No me atrevo.

– ¿Có…, cómo?

– Que no me atrevo. Me descubrirán. Cuando vea a padre…

– ¿Prefieres ver cómo se pudre? ¿Prefieres verlo colgado a las puertas de la ciudad mientras los cuervos y los gusanos devoran su cadáver?

Arnau esperó unos instantes a que su hermano imaginara semejante escena.

– ¿Acaso quieres que la baronesa siga burlándose de nuestro padre… incluso muerto?

– ¿No será pecado? -preguntó de repente Joan.

Arnau trató de ver a su hermano en la noche, pero tan sólo vislumbró una sombra.

– ¡Sólo tenía hambre! No sé si será pecado, pero no estoy dispuesto a que nuestro padre se pudra colgado de una soga. Yo voy a hacerlo. Si quieres ayudarme ponte esa manta por encima y limítate a no hacer nada. Si no quieres hacerlo…

Sin más, Arnau partió calle de la Mar abajo mientras Joan se dirigía hacia la plaza del Blat cubierto con la manta y con 1 a vista fija en Bernat: un fantasma entre los diez que colgaban de los carros, tenuemente alumbrado por el resplandor de la hoguera de los soldados. Joan no quería ver su rostro, no quería enfrentarse a su lengua morada colgando, pero sus ojos traicionaban su voluntad y caminaba con la vista fija en Bernat. Los soldados le vieron acercarse. Mientras, Arnau corrió a casa de Pere; cogió su pellejo y lo vació de agua; después lo llenó con el aceite de los candiles. Pere y su mujer, sentados alrededor del hogar, lo miraron hacer.

– Yo no existo -les dijo Arnau con un hilo de voz arrodillándose frente a ellos y tomando la mano de la anciana, que lo miró con cariño-.Joan será yo. Mi padre sólo tiene un hijo… Cuidad de él si sucediese algo.

– Pero Arnau… -empezó a decir Pere.

– Chist -siseó Arnau.

– ¿Qué vas a hacer, hijo? -insistió el anciano.

– Tengo que hacerlo -le contestó Arnau levantándose.

Yo no existo. Soy Arnau Estanyol. Los soldados seguían observándolo. «Quemar un cadáver debe de ser pecado», pensaba Joan. ¡Bernat lo miraba! Joan se quedó parado a unos metros del ahorcado. ¡Lo miraba! «Es idea de Arnau.»

– ¿Te sucede algo, muchacho? -Uno de los soldados hizo ademán de levantarse.

– Nada -contestó Joan antes de seguir andando hacia los ojos muertos que lo interrogaban.

Arnau cogió un candil y salió corriendo. Buscó barro y se embadurnó la cara. Cuántas veces le había hablado su padre de su llegada a aquella ciudad que ahora lo había asesinado. Rodeó la plaza del Blat por la de la Llet y la de la Corretgeria hasta llegar a la calle Tapineria, justo al lado de la fila de carretas de ahorcados. Joan estaba sentado bajo su padre, intentando controlar el temblor que lo delataba.

Arnau dejó el candil escondido en la calle, se colgó el pellejo a la espalda y a rastras empezó a avanzar hacia la parte posterior de las carretas, pegadas a los muros del palacio del veguer. Bernat estaba en la cuarta carreta y los soldados continuaban charlando alrededor del fuego, en el extremo opuesto. Se arrastró tras las primeras carretas. Cuando llegó a la segunda, una mujer lo vio; tenía los ojos hinchados por el llanto. Arnau se detuvo, pero la mujer desvió la mirada y continuó con su dolor. El muchacho se encaramó a la carreta en la que colgaba su padre. Joan lo oyó y se volvió.

– ¡No mires! -Su hermano dejó de escrutar la oscuridad-. Y procura no temblar tanto -le susurró Arnau.

Se irguió para alcanzar el cuerpo de Bernat, pero un ruido lo obligó a tumbarse de nuevo. Esperó unos segundos y repitió la operación; otro ruido lo sobresaltó pero Arnau aguantó en pie. Los soldados seguían con su tertulia. Arnau levantó el pellejo y empezó a verter aceite sobre el cadáver de su padre. La cabeza quedaba bastante alta, de modo que se estiró cuanto pudo y apretó el pellejo con fuerza para que el aceite saliera disparado a presión. Un chorro viscoso empezó a empapar el cabello de Bernat. Cuando se quedó sin aceite rehízo el camino hasta la calle Tapineria.

Sólo tendría una oportunidad. Arnau mantenía el candil a su espalda para esconder la débil llama. «Tengo que acertar a la primera.» Miró hacia los soldados. Ahora era él quien temblaba. Respiró hondo y sin pensarlo entró en la plaza. Bernat y Joan estaban a unos diez pasos. Avivó la llama, con lo que se puso al descubierto. El resplandor del candil en la plaza del Blat se le antojó un amanecer despejado. Los soldados lo miraron. Arnau iba a echar a correr cuando se dio cuenta de que ninguno de ellos hacía ademán de moverse. «¿Por qué iban a hacerlo? ¿Acaso pueden saber que voy a quemar a mi padre? ¡Quemar a mi padre!» El candil tembló en su mano. Seguido por la mirada de los soldados, llegó hasta donde estaba Joan. Nadie hizo nada. Arnau se detuvo bajo el cadáver de su padre y lo miró por última vez. Los destellos del aceite sobre su rostro escondían el terror y el dolor que antes reflejaban.

Arnau arrojó el candil contra el cadáver y Bernat empezó a, arder. Los soldados se levantaron de un salto, se volvieron hacia las llamas y corrieron detrás de Arnau. Los restos del candil cayeron sobre la carreta, en la que se había acumulado el aceite que resbalaba del cuerpo de Bernat, y también empezó a arder. -¡Eh! -oyó que le gritaban los soldados. Arnau iba a salir corriendo cuando reparó en que Joan seguía sentado junto a la carreta, con la manta tapándolo por enterúi paralizado. El resto de dolientes observaba en silencio las llamaSi absortos en su propio dolor.

– ¡Alto! ¡Alto, en nombre del rey!

– Muévete, Joan. -Arnau se volvió hacia los soldados, que ya corrían hacia él-. ¡Muévete! ¡Te abrasarás!

No podía dejar a Joan allí. El aceite derramado por el suelo se acercaba a la temblorosa figura de su hermano. Arnau iba a sacarlo de allí cuando la mujer que antes lo había visto se interpuso entre los dos.

– Corre -lo apremió.

Arnau tuvo que zafarse de la mano del primer soldado y salió huyendo. Corrió por la calle Bòria hacia el portal Nou con los gritos de los soldados tras él. Cuanto más lo persiguieran, más tardarían en volver junto a su padre y apagar el fuego, pensó mientras corría. Los soldados, veteranos y cargados con su equipo, nunca podrían alcanzar a un muchacho cuyas piernas movía el mismo fuego.

– ¡En nombre del rey! -oyó a sus espaldas.

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