Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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15

Barcelona

15 de abril de 1334

Bernat contó los dineros que le había pagado Grau y los echó en la bolsa mascullando. Deberían ser suficientes pero… ¡malditos genoveses! ¿Cuándo terminaría el cerco al que estaban sometiendo al principado? Barcelona tenía hambre. Bernat se colgó la bolsa al cinto y fue en busca de Arnau. El muchacho estaba desnutrido. Bernat lo miró con preocupación. Duro invierno. Aunque al menos habían pasado el invierno. ¿Cuántos podrían decir lo mismo? Bernat contrajo los labios y revolvió el cabello de su hijo antes de apoyar la mano sobre su hombro. ¿Cuántos debían de haber muerto por el frío, el hambre y las enfermedades? ¿Cuántos padres podían apoyar ahora la mano sobre el hombro de su hijo? «Por lo menos estás vivo», pensó.

Ese día arribó un barco de cereales al puerto de Barcelona, uno de los pocos que logró sortear el bloqueo genovès. Los cereales fueron comprados por la propia ciudad a precios astronómicos para revenderlos entre sus habitantes a precios asequibles. Ese viernes había trigo en la plaza del Blat, y la gente, desde primeras horas de la mañana, se fue congregando en ella, enzarzándose en peleas por comprobar cómo preparaban el grano los medidores oficiales.

Desde hacía algunos meses y pese a los esfuerzos de los consejeros de la ciudad por acallarlo, un fraile carmelita predicaba contra los poderosos, les achacaba los males de la hambruna y los acusaba de tener trigo escondido. Las filípicas del fraile habían hecho mella en la feligresía y los rumores se extendían por toda la ciudad; por eso, aquel viernes, la gente, cada vez en mayor número, se movía intranquila por la plaza del Blat, discutía y se acercaba a empellones hasta las mesas en que los funcionarios municipales trajinaban con el grano.

Las autoridades calcularon la cantidad de trigo que correspondía a cada barcelonés y ordenaron al comerciante en telas Pere Juyol, veedor oficial de la plaza del Blat, el control de la venta.

– ¡Mestre no tiene familia! -se oyó gritar a los pocos minutos de iniciada la venta a un hombre harapiento que iba acompañado de un niño más harapiento todavía-. Murieron todos durante el invierno -añadió.

Los medidores retiraron el grano de Mestre, pero las acusaciones se multiplicaron: aquél tiene un hijo en la otra mesa; ya ha comprado; no tiene familia; no es su hijo, sólo lo trae para pedir más…

La plaza se convirtió en un hervidero de rumores. La gente abandonó las colas, comenzaron las discusiones y las razones degeneraron en insultos. Alguien exigió a gritos que las autoridades pusieran a la venta el trigo que tenían escondido y el pueblo, furioso, se sumó al requerimiento. Los medidores oficiales se vieron superados por la masa, que se amontonó atropelladamente frente a las mesas de venta; los alguaciles del rey empezaron a enfrentarse a la gente hambrienta y sólo una rápida decisión de Pere Juyol logró salvar la situación. Ordenó que se llevara el trigo al palacio del veguer, en el extremo oriental de la plaza, y suspendió la venta durante la mañana.

Bernat y Arnau regresaron a casa de Grau para continuar con su trabajo, decepcionados por no haber conseguido el preciado alimento, y en el mismo patio de entrada, frente a las cuadras, le contaron al caballerizo mayor y a quien quiso escucharlos lo que había sucedido en la plaza del Blat; ninguno de los dos se contuvo a la hora de lanzar invectivas contra las autoridades y de quejarse del hambre que pasaban.

Desde una de las ventanas que daban al patio, atraída por los gritos, la baronesa se regodeó en las penurias del siervo fugitivo y de su descarado hijo. Mientras los observaba, una sonrisa acudió a sus labios al recordar las órdenes que le había dado Grau antes de partir de viaje. ¿No deseaba que sus deudores comieran?

La baronesa cogió la bolsa con el dinero destinado a la alimentación de los presos, encarcelados por deudas a su marido, llamó al mayordomo y le ordenó que encargase aquella tarea a Bernat Estanyol, a quien debía acompañarlo su hijo Arnau por si surgía algún problema.

– Recuérdales -le dijo ante la sonrisa de complicidad del siervo- que este dinero es para comprar trigo para los presos de mi marido.

El mayordomo cumplió las instrucciones de su dueña y se recreó en la expresión de incredulidad de padre e hijo, que aumentó en aquél cuando cogió la bolsa y sopesó las monedas que contenía.

– ¿Para los presos? -preguntó Arnau a su padre, ya fuera del palacio de los Puig.

– Sí.

– ¿Por qué para los presos, padre?

– Están presos por deberle dinero a Grau y éste tiene la obligación de pagar su alimentación.

– ¿Y si no lo hiciera?

Seguían caminando en dirección a la playa.

– Los liberarían, y Grau no quiere qut lo hagan. Paga los aranceles reales, paga al alcaide y paga la comida de los presos. Es la ley.

– Pero…

– Déjalo, hijo, déjalo.

Ambos continuaron en silencio camino de su casa.

Aquella tarde, Arnau y Bernat se encaminaron hacia la cárcel para cumplir su extraño cometido. Por boca de Joan, que en su trayecto desde la escuela de la catedral hasta la casa de Pere tenía que cruzar la plaza, sabían que los ánimos no se habían calmado y, ya en la calle de la Mar, que desembocaba en la plaza viniendo desde Santa María, empezaron a oír los gritos de la muchedumbre. El gentío se había congregado alrededor del palacio del veguer, donde se encontraba almacenado el trigo que se había retirado por la mañana y donde, también, estaban encarcelados los deudores de Grau.

La gente quería el trigo y las autoridades de Barcelona no disponían de los efectivos necesarios para un ordenado suministro. Los cinco consejeros, reunidos con el veguer, intentaban dar con una solución.

– Que juren -dijo uno-. Sin juramento no hay trigo. Cada comprador deberá jurar que la cantidad que solicita es la necesaria para el sustento de su familia y que no solicita más que aquella que según el reparto puede corresponderle.

– ¿Será suficiente? -dudó otro.

– ¡El juramento es sagrado! -le contestó el primero-. ¿Acaso no juran los contratos, la inocencia o las obligaciones? ¿Acaso no acuden al altar de san Félix para jurar los testamentos sacramentales?

Así se anunció desde un balcón del palacio del veguer. La gente corrió la voz hasta aquellos que no habían podido escuchar la solución propuesta, y los devotos cristianos que se apelotonaban reclamando el cereal se dispusieron a jurar… una vez más en su vida.

El trigo volvió a la plaza, donde el hambre no había desaparecido. Unos juraron. Otros sospecharon, y se repitieron las acusaciones, los gritos y las reyertas. El pueblo volvió a enardecerse y a reclamar el trigo que según el fraile carmelita tenían escondido las autoridades.

Arnau y Bernat se hallaban todavía en la desembocadura de la calle de la Mar, en el extremo opuesto al palacio del veguer, donde se había iniciado la venta del trigo. La gente gritaba a su alrededor desaforadamente.

– Padre -preguntó Arnau-, ¿quedará trigo para nosotros?

– Confío en que sí, hijo. -Bernat trató de no mirar a su hijo. ¿Cómo iba a quedar trigo para ellos? No habría trigo ni para una cuarta parte de los ciudadanos.

– Padre -le dijo Arnau-, ¿por qué los presos tienen el trigo asegurado y nosotros no?

Escudándose en el griterío, Bernat hizo como si no hubiera oído la pregunta; con todo no pudo dejar de mirar a su hijo: estaba famélico, sus brazos y sus piernas se habían convertido en delgadas extremidades, y en su enjuto rostro destacaban unos ojos saltones que en otras épocas sonreían despreocupadamente. -Padre, ¿me habéis oído?

«Sí -pensó Bernat-, pero ¿qué puedo contestarte? ¿Que los pobres estamos unidos al hambre?, ¿que sólo los ricos pueden comer?, ¿que sólo los ricos pueden permitirse mantener a sus deudores?, ¿que los pobres no valemos nada para ellos?, ¿que los hijos de los pobres valen menos que uno de los presos encarcelados en el palacio del veguer?» Bernat no le contestó.

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