Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Qué quieres decir? -preguntó ella.

– Que no encontrará trabajo. Barcelona está sufriendo las consecuencias de la falta de previsión. -La baronesa lo instó a continuar; Grau nunca se equivocaba en sus apreciaciones-. Las cosechas de los últimos años han sido desastrosas -continuó explicándole su marido-; el campo está demasiado poblado y lo poco que recolectan no llega a las ciudades. Se lo comen ellos.

– Pero Cataluña es muy grande -intervino la baronesa.

– No te equivoques, querida. Cataluña es muy grande, es cierto, pero desde hace bastantes años los campesinos ya no se dedican a cultivar cereales, que es de lo que se come. Ahora cultivan lino, uva, aceitunas o frutos secos, pero no cereales. El cambio ha enriquecido a los señores de los campesinos y nos ha ido muy bien a nosotros, los mercaderes, pero la situación empieza a ser insostenible. Hasta ahora comíamos los cereales de Sicilia y Cerdeña, pero la guerra con Genova impide que podamos abastecernos de esos productos. Bernat no encontrará trabajo, pero todos, incluidos nosotros, tendremos problemas, y todo por culpa de cuatro nobles ineptos…

– ¿Cómo hablas así? -lo interrumpió la baronesa sintiéndose aludida.

– Verás, querida -contestó Grau con seriedad-. Nosotros nos dedicamos al comercio y ganamos mucho dinero. Parte de lo que ganamos lo dedicamos a invertir en nuestro propio negocio. Hoy no navegamos con los mismos barcos de hace diez años; por eso seguimos ganando dinero. Pero los nobles terratenientes no han invertido un solo sueldo en sus tierras o en sus métodos de trabajo; de hecho, siguen utilizando los mismos aperos de labranza y las mismas técnicas que utilizaban los romanos, ¡los romanos!; las tierras deben quedarse en barbecho cada dos o tres años, cuando bien cultivadas podrían aguantar el doble o hasta el triple. A esos nobles propietarios que tanto defiendes poco les importa el futuro; lo único que quieren es el dinero fácil y llevarán al principado a la ruina.

– No será para tanto -insistió la baronesa.

– ¿Sabes a cuánto está la cuartera de trigo? -Su mujer no contestó, y Grau negó con la cabeza antes de proseguir-: Está rondando los cien sueldos. ¿Sabes cuál es su precio normal? -En esta ocasión no esperó respuesta-. Diez sueldos sin moler y dieciséis molida. ¡La cuartera ha multiplicado por diez su valor!

– Pero nosotros ¿podremos comer? -preguntó la baronesa sin esconder la preocupación que la había asaltado.

– No quieres entenderlo, mujer. Podremos pagar el trigo… si lo hay, porque puede llegar un momento en que no lo haya… si es que no ha llegado ya. El problema es que pese a que el trigo ha aumentado diez veces su valor, el pueblo sigue cobrando lo mismo…

– Entonces no nos faltará trigo -lo interrumpió su mujer.

– No, pero…

– Y Bernat no encontrará trabajo.

– No creo, pero…

– Pues es lo único que me importa -le dijo ella antes de darle la espalda, cansada de tanta explicación.

– … pero algo terrible se avecina -terminó Grau cuando ya la baronesa no podía oír lo que decía.

Un mal año. Bernat estaba cansado de escuchar aquella excusa una y otra vez. El mal año aparecía allí adonde fuese a pedir trabajo. «He tenido que despedir a la mitad de mis aprendices, ¿cómo quieres que te dé trabajo?», le dijo uno. «Estamos en un mal año, no tengo para dar de comer a mis hijos», le dijo otro. «¿No te has enterado? -espetó un tercero-, estamos en un mal año; he gastado más de la mitad de mis ahorros para alimentar a mis niños cuando antes me hubiera bastado con una vigésima parte.» «¿Cómo no voy a enterarme?», pensó Bernat. Pero siguió buscando hasta que el invierno y el frío hicieron su aparición. Entonces hubo lugares en los que siquiera se atrevió a preguntar. Los niños tenían hambre, los padres ayunaban para alimentar a sus hijos, y la viruela, el tifus o la difteria empezaron a hacer su mortífera aparición.

Arnau revisaba la bolsa de su padre cuando éste se encontraba fuera de casa. Al principio lo hizo cada semana pero ahora lo hacía cada día; algunos días revisaba la bolsa en varias ocasiones, consciente de que su seguridad mermaba a pasos agigantados.

– ¿Cuál es el precio de la libertad? -le preguntó un día a Joan cuando los dos estaban rezando a la Virgen.

– Dice san Gregorio que en un principio todos los hombres nacieron iguales y por lo tanto todos eran libres. -Joan habló en voz queda, tranquila, como si repitiera una lección-. Fueron los hombres nacidos libres los que por su propio bien se sometieron a un señor para que cuidase de ellos. Perdieron parte de su libertad pero ganaron un señor que cuidase de ellos.

Arnau escuchó las palabras de su hermano mirando a la Virgen. «¿Por qué no me sonríes? San Gregorio… ¿Acaso san Gregorio tenía una bolsa vacía como la de mi padre?»

– Joan.

– Dime.

– ¿Tú qué crees que debo hacer?

– Tienes que ser tú el que tome la decisión.

– Pero ¿tú qué crees?

– Ya te lo he dicho. Fueron los hombres libres los que tomaron la decisión de que un señor cuidase de ellos.

Ese mismo día, sin que su padre lo supiera, Arnau se presentó en casa de Grau Puig. Entró por la cocina para no ser visto desde las cuadras. Allí encontró a Estranya, gorda como siempre, como si no la afectara el hambre, plantada como un pato frente a un caldero sobre el fuego.

– Diles a tus amos que he venido a verlos -le dijo cuando la cocinera advirtió su presencia.

Una estúpida sonrisa se dibujó en los labios de la esclava. Estranya avisó al mayordomo de Grau y éste a su vez a su señor. Lo hicieron esperar de pie durante horas. Mientras, todo el personal de la casa desfiló por la cocina para observar a Arnau, unos sonreían; otros, los menos, dejaban entrever cierta tristeza por la capitulación. Arnau les sostuvo la mirada a todos y contestó con altivez a los que sonreían, pero no logró borrar la burla de sus rostros.

Sólo faltó Bernat, aunque Tomàs el palafrenero no dudó en avisarlo de que su hijo había acudido a disculparse. «Lo siento, Arnau, lo siento», masculló Bernat una y otra vez, mientras cepillaba uno de los caballos.

Tras la espera, con las piernas doloridas por la obligada inmovilidad -había intentado sentarse, pero Estranya se lo había prohibido-, Arnau fue conducido al salón principal de la casa de Grau. No prestó atención al lujo con que estaba decorada la estancia. Nada más entrar sus ojos se posaron en los cinco miembros de la familia, que lo esperaban al fondo: los barones sentados y sus tres primos en pie a su lado, los hombres ataviados con vistosas calzas de seda de diferentes colores, y jubones por encima de las rodillas y ceñidos por cinturones dorados; las mujeres con vestidos adornados con perlas y pedrería.

El mayordomo condujo a Arnau hasta el centro de la estancia, a algunos pasos de la familia. Luego, volvió a la puerta, junto a la que, por órdenes de Grau, esperó.

– Tú dirás -espetó Grau, hierático como siempre. -Vengo a pediros perdón. -Pues hazlo -le ordenó Grau.

Arnau quiso tomar la palabra, pero la baronesa se lo impidió.

– ¿Así es como te propones pedir perdón? ¿De pie? Arnau dudó unos segundos, pero al final hincó una rodilla en tierra. La tonta risilla de Margarida resonó en el salón.

– Os pido perdón a todos -recitó Arnau mirando directamente a la baronesa.

La mujer le traspasó con los ojos.

«Sólo lo hago por mi padre -le contestó Arnau con la mirada-. Furcia.»

– ¡Los pies! -chilló la baronesa-. ¡Bésanos los pies! -Arnau hizo ademán de levantarse pero la baronesa volvió a impedírselo-. ¡De rodillas! -se oyó en todo el salón.

Arnau obedeció y se arrastró hasta ellos de rodillas. «Sólo por mi padre. Sólo por mi padre. Sólo por mi padre…» La baronesa le mostró sus zapatillas de seda y Arnau las besó, primero la izquierda y después la derecha. Sin levantar la mirada se desplazó hasta Grau, que vaciló cuando tuvo al niño delante de sí, arrodillado, con la vista fija en sus pies, pero su mujer lo miró, fuera de sí, y los levantó hasta la altura de la boca del muchacho, uno tras otro. Los primos de Arnau imitaron a sus padres. Arnau intentó besar la zapatilla de seda que le mostraba Margarida, pero justo cuando sus labios la iban a rozar, ella la apartó y volvió a sonar su risita. Arnau lo intentó de nuevo y otra vez su prima se rió de él. Al final esperó a que la muchacha llegase a tocar su boca con la zapatilla…, una… y otra.

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