Me acuerdo que un día Gloria vendió el piano. La venta fue más lucrativa que las que hacía de costumbre y mis narices notaron pronto que ella se permitía aquel día el lujo de poner carne en la comida. Ahora que ya no estaba Antonia para fiscalizar los guisos y volverlos puercos con su sola presencia, Gloria parecía esforzarse en que las cosas fueran mejor.
Yo me estaba vistiendo para salir a la calle cuando oí un gran escándalo en la cocina. Juan tiraba, poseído de cólera, todas las cacerolas de los guisos que hacía un momento habían excitado mi gula y pateaba en el suelo a Gloria, que se retorcía.
– ¡Miserable! ¡Has vendido el piano de Román! ¡El piano de Román, miserable! ¡Cochina!
La abuela temblaba, como de costumbre, tapando contra ella la carita del niño para que no viera a su padre así.
La boca de Juan echaba espuma y sus ojos eran de esos que sólo se suelen ver en los manicomios. Cuando se cansó de pegar, se llevó las manos al pecho, como una persona que se ahoga, y luego le volvió a poseer una furia irracional contra las sillas de pino, la mesa, los cacharros… Gloria, medio muerta, se escabulló de allí y todos nos fuimos, dejándole solo con sus gritos. Cuando se calmó -según me contaron-, estuvo con la cabeza entre las manos, llorando silenciosamente.
Al día siguiente vino Gloria despacio y cuchicheante a mi cuarto y me habló de traer un médico y de meter en el manicomio a Juan.
– Me parece bien -dije (pero estaba segura de que jamás pasaría esta idea de proyecto).
Ella estaba sentada en el fondo de la habitación. Me miró y me dijo:
– Tú no sabes, Andrea, el miedo que tengo. Tenía su cara inexpresiva de siempre, pero le asomaban a los ojos lágrimas de terror.
– Yo no me merezco esto, Andrea, porque soy una muchacha muy buena…
Se quedó un momento callada y parecía sumida en sus pensamientos. Se acercó al espejo.
– Y bonita… ¿Verdad que soy bonita?
Se palpaba el cuerpo, olvidándose de su angustia, con cierta complacencia. Se volvió a mí.
– ¿Te ríes?
Suspiró. Volvió a estar asustada inmediatamente…
– Ninguna mujer sufriría lo que yo sufro, Andrea… Desde la muerte de Román, Juan no quiere que yo duerma. Dice que soy una bestia que no hago más que dormir, mientras su hermano aulla de dolor. Esto, dicho así, chica, da risa… ¡Pero si te lo dicen a medianoche, en la cama!… No, Andrea, no es cosa de risa despertarse medio ahogada, con las manos de un hombre en la garganta. Dice que soy un cerdo, que no hago más que dormir día y noche. ¿Cómo no voy a dormir de día si de noche no puedo?… Vuelvo de casa de mi hermana muy tarde y a veces ya lo encuentro esperándome en la calle. Un día me enseñó una navaja grande que, según dijo, llevaba por si tardaba yo media hora más cortarme el cuello… Tú piensas que no se atreverá a hacerlo, pero con un loco así, ¡quién sabe!… Dice que Román se le aparece todas las noches para aconsejarle que me mate… ¿Qué harías tú, Andrea? ¿Tú huirías, no?
No esperó a que yo le respondiera.
– ¿Y cómo se puede huir cuando el hombre tiene una navaja y unas piernas para seguirte hasta el fin del mundo? ¡Ay, chica, tú no sabes lo que es tener miedo!… Acostarte a las tantas de la madrugada, rendido todo el cuerpo, como yo me acuesto, al lado de un hombre que está loco…
»… Estoy en la cama acechando el momento en que él se duerma para dejar la cabeza hundida en la almohada y descansar al fin. Y veo que él no se duerme nunca. Siento sus ojos abiertos a mi lado. Él está destapado todo, tendido de espaldas y sus grandes costillas laten. A cada momento pregunta: "¿Estás dormida?".
»Y yo tengo que hablarle para que se tranquilice. Al fin, no puedo más, el sueño me va entrando como un dolor negro detrás de los ojos y me voy aflojando, rendida… Inmediatamente siento su respiración cerca, su cuerpo tocando el mío. Y me tengo que despabilar, sudando de miedo, porque sus manos me pasan muy suavemente por la garganta y me vuelven a pasar…
»… Y si siempre fuera malo, chica, yo le podría aborrecer y sería mejor. Pero a veces me acaricia, me pide perdón y se pone a llorar como un niño pequeño… Y yo, ¿qué voy a hacer? Me pongo también a llorar y también me entran los remordimientos…, porque todos tenemos nuestros remordimientos, hasta yo, no creas… Y le acaricio también… Luego, por la mañana, si le recuerdo estos instantes, me quiere matar… ¡Mira!
Rápidamente se quitó la blusa y me enseñó un gran cardenal sanguinolento en la espalda.
Estaba yo contemplando la terrible cicatriz cuando nos dimos cuenta de que había otra persona en la habitación. Al volverme vi a la abuela moviendo con enfado su cabecita arrugada.
¡Ah, la cólera de la abuela! La única cólera que yo le recuerdo… Ella venía con una carta en la mano que le acababan de entregar. Y la sacudía en su despecho.
– ¡Malas! ¡Malas! -nos dijo-. ¿Qué estáis tramando ahí, pequeñas malvadas? ¡El manicomio!… ¡Para un hombre bueno, que viste y que da de comer a su niño y que por las noches le pasea para que su mujer duerma tranquila!… ¡Locas! ¡A vosotras, a vosotras dos y a mí nos encerrarían juntas antes de que tocaran un pelo de su cabeza!
Con un gesto vengativo tiró la carta al suelo y se fue, moviendo la cabeza, gimoteando y charlando sola.
La carta que estaba allí tirada era para mí. Me la escribía Ena desde Madrid. Iba a cambiar el rumbo de mi vida.
Acabé de arreglar mi maleta y de atarla fuertemente con la cuerda, para asegurar las cerraduras rotas. Estaba cansada. Gloria me dijo que la cena estaba ya en la mesa. Me había invitado a cenar con ellos aquella última noche. Por la mañana se había inclinado a mi oído:
– He vendido todas las cornucopias. No sabía que por esos trastos tan viejos y feos dieran tanto dinero, chica…
Aquella noche hubo pan en abundancia. Se sirvió pescado blanco. Juan parecía de buen humor. El niño charloteaba en su silla alta y me di cuenta con asombro de que había crecido mucho en aquel año. La lámpara familiar daba sus reflejos en los oscuros cristales del balcón. La abuela dijo:
– ¡Picarona! A ver si vuelves pronto a vernos… Gloria puso su pequeña mano sobre la que yo tenía en el mantel.
– Sí, vuelve pronto, Andrea, ya sabes que yo te quiero mucho…
Juan intervino:
– No importunéis a Andrea. Hace bien en marcharse. Por fin se le presenta la ocasión de trabajar y de hacer algo… Hasta ahora no se puede decir que no haya sido holgazana.
Terminamos de cenar. Yo no sabía qué decirles. Gloria amontonó los platos sucios en el fregadero y después fue a pintarse los labios y a ponerse el abrigo.
– Bueno, dame un abrazo, chica, por si no te veo… Porque tú te marcharás muy temprano, ¿no?
– A las siete.
La abracé, y, cosa extraña, sentí que la quería. Luego la vi marcharse.
Juan estaba en medio del recibidor, mirando, sin decir una palabra, mis manipulaciones con la maleta para dejarla colocada cerca de la puerta de la calle. Quería hacer el menor ruido y molestar lo menos posible al marcharme. Mi tío me puso la mano en el hombro con una torpe amabilidad y me contempló así, separada por la distancia de su brazo.
– Bueno, ¡que te vaya bien, sobrina! Ya verás cómo, de todas maneras, vivir en una casa extraña no es lo mismo que estar con tu familia, pero conviene que te vayas espabilando. Que aprendas a conocer lo que es la vida…
Entré en el cuarto de Angustias por última vez. Hacía calor y la ventana estaba abierta; el conocido reflejo del farol de la calle se extendía sobre los baldosines en tristes riadas amarillentas.
No quise pensar más en lo que me rodeaba y me metí en la cama. La carta de Ena me había abierto, y esta vez de una manera real, los horizontes de la salvación.
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