– Le malcriaste. Recuerda que le malcriabas, mamá. Así ha terminado…
– Siempre fue usted injusta, mamá. Siempre prefirió usted a sus hijos varones. ¿Se da usted cuenta de que tiene usted la culpa de este final?
– A nosotras no nos has querido nunca, mamá. Nos has despreciado. Nos has humillado. Siempre te hemos visto quejarte de tus hijas, que, sin embargo, no te han dado más que satisfacciones…; ahí, ahí tienes el pago de los varones, de los que tú mimabas…
– Señora, deberá dar usted mucha cuenta a Dios por esa alma que ha mandado al infierno.
No creía yo a mis oídos. No creía yo tampoco las extrañas visiones de mis ojos. Poco a poco las caras se iban perfilando, ganchudas o aplastadas, como en un capricho de Goya. Aquellos enlutados parecían celebrar un extraño aquelarre.
– Hijos, ¡yo os he querido a todos!
Yo no podía ver desde allí a la viejecilla, pero la imaginaba hundida en su mísera butaca. Hubo un largo silencio y por fin escuché otro suspiro tembloroso.
– ¡Ay, Señor!
– No hay más que ver la miseria de esta casa. Te han robado, te han despojado, y tú, ciega por ellos. Nunca nos has querido ayudar a nosotras cuando te lo hemos pedido. Ahora nuestra herencia se la ha llevado la trampa… Y para colmo, un suicidio en la familia…
– He acudido a los más desgraciados… A los que me necesitaban más.
– Y con este procedimiento los has acabado de hundir en la miseria. Pero ¿no te das cuenta del resultado? ¡Si al menos fueran ellos felices, aunque estuviéramos nosotras despojadas; pero, ya ves, lo que ha sucedido aquí prueba que tenemos razón!…
– Y ese desgraciado Juan que nos escucha: ¡casado con una perdida, sin saber hacer nada de provecho, muerto de hambre!
(Yo estaba mirando a Juan. Deseando una de las cóleras de Juan. Él parecía no oír. Miraba por detrás de los cristales la raya de luz de la calle.)
– Juan, hijo mío -dijo la abuela-. Dime tú si tienen razón. Dime tú si crees también que eso es verdad… Juan se volvió enloquecido.
– Sí, mamá, tienen razón… ¡Maldita seas! Y ¡malditos sean ellos todos!
Entonces todo el cuarto se removió con batir de alas, graznidos. Chillidos histéricos.
Me acuerdo de que yo no llegué a creer verdaderamente en el hecho físico de la muerte de Román hasta mucho tiempo después. Hasta que el verano se fue poniendo dorado y rojizo en septiembre, a mí me pareció que todavía, arriba, en su cuarto, Román tenía que estar tumbado, fumando cigarrillos sin parar, o acariciando las orejas de Trueno, aquel perro negro y reluciente a quien la criada había raptado como un novio a su prometida.
A veces, estando yo sentada en el suelo de mi cuarto, caliente como toda la casa, medio desnuda para recoger cualquier resto de frescor y escuchando crujidos de madera, crujidos como si la luz que se volvía encarnada en las rendijas de las ventanas crepitara al quemarse… En esas tardes, así, angustiosas, yo empezaba a recordar el violín de Román y su caliente gemido. Si miraba en el espejo, frente a mí, aquel cortejo de formas que se reflejaban…, las sillas de un color tostado, el verde-gris papel de las paredes, una esquina monstruosa de la cama y un trozo de mi propio cuerpo, sentado a la usanza mora sobre el suelo de ladrillos, bajo toda esta sinfonía, y oprimido por el calor… En estas horas empezaba a sospechar de qué rincones él había trasladado su música al violín. Y no me parecía ya tan malo aquel hombre que sabía coger sus propios sollozos y comprimirlos en una belleza tan espesa como el oro antiguo… Entonces me acometía una nostalgia de Román, un deseo de su presencia, que no había sentido nunca cuando él vivía. Una atroz añoranza de sus manos sobre el violín o sobre las teclas manchadas del viejo piano.
Un día subí arriba, al cuartito de la buhardilla. Un día en que no pude aguantar el peso de este sentimiento, vi que lo habían despojado todo miserablemente. Habían desaparecido los libros y las bibliotecas. La cama turca, sin colchón, estaba apoyada de pie contra la pared, con las patas al aire. Ni una graciosa chuchería, de aquellas que Román tenía allí, le había sobrevivido. El armario del violín aparecía abierto y vacío. Hacía un calor insufrible allí. La ventanita que daba a la azotea dejaba pasar un chorro de sol de fuego. Se me hizo demasiado extraño no poder escuchar los cristalinos tictac tictac de los relojes…
Entonces supe ya, sin duda, que Román se había muerto y que su cuerpo se estaba deshaciendo y se estaba pudriendo en cualquier lado, bajo aquel sol que castigaba despiadadamente su antigua covacha, tan miserable ahora, desguarnecida de su antigua alma.
Entonces empezaron para mí las pesadillas que mi debilidad convertía en constantes y horrendas. Comencé a pensar en Román envuelto en su sudario, deshechas aquellas nerviosas manos que sabían recoger la armonía y la materialidad de las cosas. Aquellas manos a las que la vida hacía duras y elásticas a la vez, que tenían un color oscuro y amarillento por las manchas de tabaco, pero que sólo con alzarse sabían hablar tanto. Sabían dar la elocuencia justa de un momento. Aquellas manos hábiles -manos de ladrón, curiosas y ávidas- se me representaban torpemente hinchadas y blandas primero, tumefactas. Luego, convertidas en dos racimos de pelados huesos.
Estas visiones espantosas me persiguieron aquel fin de verano con monótona crueldad. En los atardeceres sofocantes, en las noches larguísimas cargadas de lánguida pesadez, mi corazón aterrado recibía las imágenes que mi razón no era suficiente para desterrar.
Para ahuyentar a los fantasmas, salía mucho a la calle. Corría por la ciudad debilitándome inútilmente. Iba vestida con mi traje negro encogido por el tinte y que cada vez se me quedaba más ancho. Corría instintivamente, con el pudor de mi atavío demasiado miserable, huyendo de los barrios lujosos y bien tenidos de la ciudad. Conocí los suburbios con su tristeza de cosa mal acabada y polvorienta. Me atraían más las calles viejas.
Un atardecer oí en los alrededores de la catedral el lento caer de unas campanadas que hacían la ciudad más antigua. Levanté los ojos al cielo, que se ponía de un color más suave y más azul con las primeras estrellas y me vino una impresión de belleza casi mística. Como un deseo de morirme allí, a un lado, mirando hacia arriba, debajo de la gran dulzura de la noche que empezaba a llegar. Y me dolió el pecho de hambre y de deseos inconfesables al respirar. Era como si estuviese oliendo un aroma de muerte y me pareciera bueno por primera vez, después de haberme causado terror… Cuando se levantó una fuerte ráfaga de brisa, yo estaba aún allí, apoyada contra una pared, entontecida y medio estática. Del viejo balcón de una casa ruinosa salió una sábana tendida, que al agitarse me sacó de mi marasmo. Yo no tenía la cabeza buena aquel día. La tela blanca me pareció un gran sudario y eché a correr… Llegué a la casa de la calle de Aribau medio loca.
Así de esta manera yo empecé a sentir la presencia de la muerte en la casa cuando casi habían pasado dos meses de aquella tragedia.
Al pronto la vida me había parecido completamente igual. Los mismos gritos lo alborotaron todo. Juan le seguía pegando a Gloria. Tal vez ahora había tomado la costumbre de pegarle por cualquier cosa y quizá su brutalidad se había redoblado… La diferencia, sin embargo, no era mucha a mis ojos. El calor nos ahogaba a todos y, sin embargo, la abuela, cada vez más arrugada, temblaba de frío. Pero no había mucha diferencia de esta abuela con la viejecita de antes. Ni siquiera parecía más triste. Yo seguía recibiendo su sonrisa y sus regalos, y en las mañanas en que Gloria llamaba al drapaire ella seguía rezando a la virgen de su alcoba.
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