Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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La Hija Del Canibal: краткое содержание, описание и аннотация

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Permíteme que te hable de los pingüinos, esas aves patosas que habitan a millones en la desierta Antártida. Cuando las crías de los pingüinos salen de sus huevos, los padres han de dejarlas solas para irse al mar en busca de comida. Esto plantea un grave problema, porque los pequeños pingüinos se encuentran recubiertos de un plumón tan ligero que resultaría insuficiente para mantenerlos vivos en las temperaturas extremadamente frías del Polo Sur. Entonces lo que hacen los pollos es quedarse todos juntos sobre sus islotes de hielo, miles de pingüinos recién nacidos apretujados los unos contra los otros para darse calor. Pero para que los que se encuentran en la parte exterior del grupo no se congelen, los pollitos permanecen en constante movimiento rotatorio, de manera que ninguna cría tenga que estar a la intemperie más de unos segundos. De haber sido llevada a cabo por hombres y mujeres, esta ingeniosa artimaña colectiva se habría entendido como una muestra de la solidaridad humana; pero los pollos de los pingüinos, al contrario que nosotros, no entienden de palabras, y si se protegen los unos a los otros es porque así tienen más esperanzas de sobrevivir: es una generosidad dictada por la memoria genética, por la sabiduría bruta de las células. Lo que te quiero decir con todo esto, Lucía, es que lo que llamamos el Bien está ya presente en la entraña misma de las cosas, en los animales irracionales, en la materia ciega. El mundo no es sólo furor y violencia y caos, sino también esos pingüinos ordenados y fraternales. No hay que tener tanto miedo a la realidad, porque no es sólo terrible, sino también hermosa.

Te voy a contar algo que jamás le he contado a nadie. Sucedió hace siete años, pocos meses después de la muerte de Margarita. Por entonces se me caía la casa encima y me pasaba los días en la calle. Era invierno, hacía frío y tomé por costumbre irme por las tardes a la estación de Atocha, a la gran sala de las palmeras. Me instalaba en un banco y dejaba morir las horas dentro de esa cálida atmósfera de invernadero. Un día se sentó junto a mí un muchacho de unos veinte años; iba vestido con traje y corbata, y llevaba una cartera que colocó sobre sus rodillas. Empezó a revolver dentro de la cartera con evidente desasosiego; luego sacó un cuaderno de notas escrito con letra diminuta y se puso a pasar las hojas furiosamente. Parecía claro que buscaba algo que no encontraba, y que esa pesquisa infructuosa le estaba poniendo muy nervioso. Al cabo se rindió y quedó inmóvil, con los ojos vidriosos y la mirada fija: sudaba de manera copiosa y tuvo que aflojarse el cuello de la corbata. Yo no sabía por qué me llamaba tanto la atención ese muchacho, pero me encontraba atrapado en su peripecia. Le estudié detenidamente y sin disimulos, porque el joven estaba tan absorto en su desesperación que ni reparaba en mí. Se trataba de un tipo delgado, moreno, de ojos negros, y su rostro no me sonaba en absoluto; y sin embargo, y al mismo tiempo, me resultaba muy cercano, como si fuera un viejo conocido. Hasta el punto de que no pude resistir el impulso de hablar con él y le dije: «No te preocupes.»

El chico dio un respingo y me miró extrañado.

«¿Cómo dice?»

«Digo que no te preocupes. Todos nos hemos sentido alguna vez así, como tú ahora. Hay momentos negros en los que parece que la vida se cierra. Y entonces tememos no ser capaces de soportar lo que nos espera.»

Las palabras venían a mi boca como si alguien las hubiera escrito previamente. El muchacho me contemplaba atónito, pero también interesado. Empecé a sentirme inquieto: yo conocía esa situación, esto que estaba pasando ya había sucedido antes.

«Te voy a decir algo que lo sé porque lo he vivido: esos momentos se pasan, te lo aseguro. La vida es mucho más grande que nuestros miedos. Y somos capaces de soportar incluso mucho más de lo que querríamos. Así es que quédate tranquilo. Algún día, dentro de muchos años, te acordarás de la angustia de hoy y te parecerá mentira. Y aún te diré más: es incluso posible que añores este momento.»

Estas obviedades le dije o algo así, y ahora que repito en voz alta mis frases me parecen paternalistas y bastante tópicas. Pero el chico me escuchó; y lo más sorprendente es que observé que mis palabras le servían. Su rostro desencajado se recompuso un poco y su respiración se hizo más tranquila.

«Suena sensato», dijo, y suspiró. Luego sonrió algo ruborizado: «¿Se me nota tanto?»

«¿El qué?», pregunté.

«Que estoy hecho polvo. ¿Se me nota tanto?»

«Un poco. A lo mejor sólo lo noto yo.»

El muchacho volvió a sonreír. Cerró el maletín, se puso de pie y me tendió la mano.

«Gracias.»

Fue cuando se alejaba camino de los trenes cuando advertí el detalle: su mano izquierda, la mano con la que sujetaba la cartera, estaba mutilada. Le faltaban por lo menos un par de dedos.

Entonces todo cayó súbitamente sobre mí, la comprensión, el recuerdo, el deslumbramiento. Yo había vivido esa misma escena, pero del otro lado, Lucía, del otro lado. No me tomes por loco, no creas que soy un viejo chocho. Hace muchos años, cuando yo era joven, me encontré en una situación semejante a la de ese muchacho. Fue en 1933: Durruti acababa de levantar en armas Aragón y el Gobierno de la República había emprendido una feroz represión. Yo me sentía muy mal: no había estado junto a Durruti, no había hecho nada por la causa, pensé que me estaba comportando como un maldito burgués. Ignoro por qué estaba angustiado el chico de la estación, pero creo que en esos momentos no se quería nada a sí mismo, y eso era lo mismo que me sucedía a mí en aquella tarde de 1933. Yo también estaba sentado en un banco y sumido en mi angustia, cuando se acercó un viejo y me habló con palabras prudentes. Con las mismas palabras, más o menos, que yo le dije años después a ese muchacho. Las mismas palabras, las mismas edades, incluso parecidas palmeras a nuestro alrededor: aquel encuentro sucedió en la explanada de Alicante, ciudad a la que yo había ido para torear. ¿Te das cuenta de lo que te quiero decir? Ni yo mismo me atrevo a expresarlo claramente; pero tengo el íntimo convencimiento de que todos nos cruzamos en algún momento de nuestras vidas con nuestro yo futuro. O con aquel que fuimos. Entiéndeme, no estoy hablando de reencarnaciones ni de fantasmas. Estoy hablando de una realidad que va más allá del tiempo y del espacio, de una continuidad armónica que es infinitamente más grande que nosotros. Hay un todo que nos engloba, un mapa gigante e indescifrable del que formamos parte. No creo que haya Dios, ni Cielo, ni Infierno; pero tal vez exista una especie de ritmo universal que nos acoja. Pertenecer a algo, esa es la gran ambición de los humanos: y así, los creyentes se inventaron las religiones, y los libertarios recurrimos a la Revolución, para darle a esta fugacidad algún sentido. Hoy, sin embargo, creo más en el sosiego sordo y ciego de la materia, en una serenidad sobrehumana que es la raíz de toda la belleza.

Para mí esa continuidad se manifiesta en el interminable rumor de las conversaciones. En todo lo que nos decimos unos a otros los humanos, de generaciones en generaciones. Todas esas palabras que flotan en el éter desde que alguien pronunció la primera sílaba. Por eso, porque sólo somos palabras, es por lo que te he estado contando mi historia a lo largo de estos últimos meses. Soy Félix el feliz, Fortuna el afortunado: he sobrevivido y tengo ochenta años, aunque llegar hasta aquí me ha llevado mucho tiempo y esfuerzo. Tantísimas horas, tantos días, tantas, penalidades y emociones. Y todo eso se reduce ahora, al final de mi vida, a un montoncito de palabras que he dejado en el aire. Para no morir del todo, en fin, me he puesto en tus oídos. Que es como decir que me he puesto en tus manos.

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