Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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Luego, con el tiempo, me sucedieron dos cosas inevitables. Una, que aquel muerto inocente no se resignó a ser olvidado y se fue convirtiendo más y más en mi propio muerto, hasta el punto de que su rostro picado de viruelas me persigue ahora, cuando cierro los ojos, con mayor claridad que en mis primeros años juveniles. Y dos, que fui aprendiendo de verdad lo que es la pérdida. Cómo no aprenderlo, si vivir es perder, precisamente. Desde entonces, desde mis doce años, lo he ido perdiendo todo. La vista, el oído, la agilidad, la memoria. También perdí la guerra; y a Margarita, mi querida compañera de la madurez. A Manitas de Plata, que fue mi ruina y mi locura; y a mi hermano. No quiero seguir hablando. Las pérdidas, después, llegan a ser imposibles de nombrar. Insoportables. De niño uno cree que la vida es una acumulación de cosas, que con los años vas conquistando y ganando y coleccionando y atesorando, cuando en realidad vivir es irte despojando inexorablemente. Y así, creí que mi mano manca no era sino el comienzo del acopio, cuando en realidad era el comienzo, sí, pero de la infinita decadencia. Era tan ignorante que pensé que, al volarme tres dedos, estaba haciendo una suma y no una resta.

A veces me pregunto si la Perra-Foca tendrá conciencia de su finitud. Si le dará miedo morirse, como a mí. Tiene doce años, que equivalen a ochenta y cuatro en un humano. De manera que viene a ser de una edad parecida a la de Félix Roble, aunque me parece que su estado general es bastante peor. Está gorda y torpe, y a veces le fallan las patas traseras; además, se ha quedado sorda como una piedra, y como no hay sonotones para perros hay que hablar con ella por medio de gestos. Vente para acá, siéntate, vete, mira en tu cacharro de comida: todo se lo tengo que decir con vaivenes de manos. Con vaivenes muy amplios, porque además padece cataratas. Yo no sé si en su obstinado cerebro de mosquito la Perra-Foca sabe que se está muriendo, o si esa percepción de la fatalidad nos pertenece sólo a los humanos, egocéntricos como somos, atosigados por el yo, empeñados en tener recuerdos y futuro.

Sí, ya sé que los animales no poseen, o eso se supone, la prerrogativa y el tormento de la autoconciencia. Pero a veces miro a la Perra-Foca y se me ocurre que sí, que ella conoce que el fin está cercano, que la negrura acecha. En el mundo salvaje, los animales viejos saben bien de su indefensión; saben que serán desbancados por el próximo competidor, o devorados por el próximo tigre. La Perra-Foca carece de tigres enemigos, pero no carece de miedo. De hecho, no hay criatura viviente que no tenga miedo: se diría que la sustancia misma de la vida es el temor.

Y así, la Perra-Foca teme evidentemente su propio desamparo. Teme no escuchar a quien llega y no oler a quien ama. Teme no enterarse y no controlar. Desde que está así, achacosa y atontada, se pega mucho más a mí, para no perderse; y se tumba en mitad de las puertas, para que quien entre tenga que chocar inevitablemente con su cuerpo; y suspira melancólica, porque el perro es el único animal, además del ser humano, capaz de suspirar; y pone la cabezota entre sus patas y me mira con cara de vieja y de tristeza. Claro que sí: ella también lo sabe. Ella también barrunta la pérdida, como Félix diría; y el desconsuelo.

Claro que, para pérdidas apoteósicas, las mías en aquellos días del secuestro. Porque no sólo había perdido a mi marido, sino que además había estropeado la oportunidad de pagar el rescate y de acabar con la pesadilla. A la mañana siguiente de la fallida operación en los grandes almacenes yo me encontraba histérica.

– ¿Y ahora qué va a pasar? ¿Le harán daño a Ramón? ¿Tú qué crees que deberíamos hacer? -le pregunté a Félix a la hora del desayuno.

– Pues ahora no tenemos más remedio que esperar -respondió él-. Se volverán a poner en contacto con nosotros, estoy seguro.

– Pero los secuestradores no deben de entender nada -sostuve, cada vez más agitada-. ¡Ellos no conocen al inspector! Y si le reconocieron, todavía peor: creerán que fuimos nosotros quienes avisamos a la policía.

– No, mujer, tranquila -dijo Félix-. Estoy seguro de que no vieron a García, de otro modo no se hubieran atrevido a coger la maleta.

– ¡Pues entonces, peor! Porque pensarán que les hemos traicionado, que estamos locos. ¡Imagínate! -gemí-. Justo cuando el tipo agarra el dinero, ¡hala!, aparece Adrián como un poseso y se lo arranca de las manos.

– Yo no aparecí como un poseso -se picó Adrián-. Yo te oí decir que había que abortar la entrega y la aborté.

– Sí, sí, sí. Perdona, hombre -me disculpé-. No he querido criticarte. Es que estoy… ¡estoy angustiada! Pero sí, tienes razón, a lo mejor si no te llevas la maleta el inspector hubiera detenido al tipo aquel, y entonces sí que se nos hubiera caído el pelo.

– En efecto -intervino Félix-. Lo mejor es aceptar la vida como viene. Porque las cosas son como son, y siempre hubieran podido ser mucho peores. De hecho tuvimos la increíble suerte de que García no detuviera a Adrián. Eso es algo que todavía no acabo de entender…

– A lo mejor quiere atraparnos justo cuando le demos el dinero al secuestrador. Para pillarnos a todos, quiero decir ¾aventuré.

– Supongo que sí, debe de ser eso. Pero de todas formas tuvirnos mucha suerte. Quizá Adrián actuó un poco atolondradamente, pero su reacción…

– Puede que yo actuara atolondradamente, pero actué -le cortó Adrián-. Mientras que tú, tan listo como eres y tan veterano y tan acostumbrado a los atracos y todo eso, ahí estabas tirado en el suelo como una momia.

– Bueno, el caso es que estamos otra vez como al principio -intervine para abortar la naciente discusión-. O peor. Porque ahora sabemos que la policía nos vigila. ¿Tú crees que debo llamar al inspector García, Félix?

El vecino calló, muy digno, mientras se servía otra taza de café con la cafetera colocada a una altura innecesaria y excesiva. Me había dado cuenta de que a veces hacía cosas así; en ocasiones, cuando creía puesta en cuestión su capacidad física y mental, cuando se sentía tachado de viejo, Félix ejecutaba ciertos alardes juveniles, pequeñas pruebas de potencia y pericia. Por ejemplo, intentaba saltar de una sola zancada los tres escalones del portal; o se empeñaba en abrir inabribles tarros de mermelada. O, como ahora mismo, lanzaba el chorro de café desde la estratosfera, para demostrar que conservaba aún un pulso magnífico. Pero no lo conservaba. La mitad del líquido inundó el platillo y le salpicó generosamente la pechera.

– Pues sí, creo que deberíamos llamar al inspector -dijo, ignorando con elegancia el café vertido y utilizando su fastidiosa primera persona del plural-. Hazte la inocente. A ver qué nos dice. No sabemos nada de él desde ayer, y conviene tenerlo controlado. Además, tal vez hayan descubierto algo de utilidad. Aunque lo dudo.

– ¿A que no sabes cómo se hace el nudo de una horca? -me preguntó de repente Adrián lleno de animación.

– Ni lo sé ni me importa -contesté sin prestar mucha atención a su pregunta. Luego proseguí, dirigiéndome de nuevo a Félix-. Tienes razón. Ahora que lo pienso, es extraño que el inspector no haya llamado hoy.

Desde la desaparición de Ramón, García telefoneaba todas las mañanas.

– Pues sí. Y es doblemente raro si pensamos que el inspector sospechaba algo sobre la entrega. Quiero decir que, si yo estuviera en el lugar de García, y me hubiera enterado de lo del pago del rescate, bien porque nos haya intervenido el teléfono, o por medio de un chivatazo, o como haya sido, pues hubiera llamado inmediatamente para intentar sonsacarte alguna información -reflexionó Félix.

Mientras tanto, Adrián se había quitado una de sus zapatillas deportivas, la había puesto el muy cerdo sobre la mesa del desayuno y estaba muy entretenido sacando afanosamente el cordón de sus ojales. Una súbita sospecha iluminó mi mente con claridad diáfana:

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