Rosa Montero - La Hija Del Canibal

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Lucía y Ramón llevan juntos diez años, unidos más por la costumbre que por el amor. Deciden pasar el Fin de Año en Viena, pero en el aeropuerto, minutos antes de que salga el vuelo, Ramón desaparece. Lucía emprende la búsqueda por su cuenta.

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– ¿Así que tienes cuarenta y un años? Vaya, qué gracia. Mi madre acaba de cumplir cuarenta y dos.

Yo no le veía la gracia por ninguna parte. Como mucho, veía el despropósito, la inquietud de que me resultara atractivo ese mocoso. Yo no soy una estrecha. Tuve, siendo joven, mis más y mis menos amatorios. Pero Adrián era veinte años más pequeño; y yo me teñía las canas de la cabeza, y me daba cremas reafirmantes en el pecho, y tenía celulitis en las nalgas, y por las noches, encerrada a cal y canto en el cuarto de baño, me quitaba los malditos dientes para lavarlos. ¿Alguna miseria más? Pues sí: manchitas en el dorso de las manos, el interior de los brazos pendulante, arrugas insufribles en el morro, las mejillas alicaídas y apagadas. Quiero decir que creo que no estaba preparada psicológicamente para coquetear con un muchacho como Adrián.

Era una situación exasperante. Una vez le puse la mano en el pecho en un gesto casual, o quizá no tan casual, mientras hablaba, y descubrí debajo de la punta de mis dedos, al otro lado del levísimo lienzo de la camisa, una carne de caucho contundente y tibia que me erizó el cabello. Y cuando él me tocaba casualmente, o quizá no tan casualmente; por ejemplo, cuando me rozaba la espalda con un brazo al cruzar una puerta, en el punto de contacto entre ambos se hubiera podido encender una astilla. Sin embargo, tanto él como yo nos comportábamos con total compostura y representábamos con pulcritud nuestros papeles; y así, él me hablaba con fruición de su madre y de las chicas que le gustaban, de modo alternativo, y yo le aconsejaba y reprendía cordialmente, como si fuera mi hijo. Pero no lo era, porque yo no tengo hijos. Y donde las madres ven carne infantil, culitos empolvados retroactivos, reminiscencias del candido pataleo en el baño o del dodotis (ellas, que hicieron el milagro de crear cuerpos de varón en sus entrañas, son capaces de imaginarles siendo niños), yo sólo veía carne masculina, turbadora e intensa carne de hombre, el enigma del otro que te completa.

Por lo demás, Adrián era imprevisible y un poco loco. Tenía visiones, barruntos, fantasías. Una mañana, al principio de conocernos, bajó a desayunar a casa; y estábamos los tres, Félix, él y yo, sentados a la mesa de la cocina masticando tostadas, cuando Adrián comenzó a hablar:

– Os voy a contar algo. Veréis, están dos montañeros subiendo a una cima remota de los Alpes cuando…

– ¿Es un chiste?

– No, no es un chiste. Decía que están subiendo a una cima remota de los Alpes cuando de repente cede la nieve y queda al descubierto un bloque de hielo. Y resulta que dentro del hielo están atrapados los cadáveres desnudos de un hombre y una mujer. Los montañeros, asombrados, rompen el hielo y sacan los cuerpos a la superficie. Los miran y remiran bien y entonces uno de los escaladores se excita muchísimo y dice: «¡Son Adán y Eva! ¡Hemos descubierto la primera pareja de la Humanidad!» ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– Por qué está tan seguro el tipo ese de que los cadáveres son de Adán y Eva.

Me encogí de hombros.

– Ni idea. ¿Por qué?

– No, si yo tampoco lo sé. De vez en cuando sueño acertijos de este tipo, adivinanzas. Y luego a veces me obsesiono durante horas o durante días hasta que descubro la respuesta. Lo de Adán y Eva lo acabo de soñar esta misma noche.

Adrián no era un genio, pero tenía un encanto especial. Claro que los hombres y mujeres guapos suelen parecer criaturas especiales con una frecuencia sorprendente, mientras que los feos tienen que sudar tinta para demostrar sus cualidades. Tendemos a atribuir a la belleza virtudes ajenas a lo meramente físico, como si los seres hermosos en la carne tuvieran que serlo también en el espíritu. Y así, del guapo no solemos decir que es guapo, sino justamente todo lo demás: qué inteligente, qué elegante, qué estilo, qué serenidad, qué simpatía, qué bondad. Luego puede ser un asesino en serie, como ese psicópata de Milwaukee que descuartizó a una veintena de adolescentes; pero qué perfil de ángel poseía, qué ojos azules tan inocentes, qué labios tan perfectos para besar bebés. Cuántas mujeres debieron de suspirar por él, cuántas vecinas le considerarían sensible y tiernísimo, ignorantes de que en ese mismo momento el celestial muchacho andaba despellejando niños en el sótano.

Yo temía que a mí me estuviera sucediendo lo mismo con Adrián. Que a lo peor me hubiera cegado su guapeza, haciéndome confiar en él de modo prematuro. No podía apartar de mi memoria la imagen del chico arrebatando la maleta y corriendo como una exhalación hacia la salida. En realidad, no tenía ni idea de quién era ese Adrián. Había salido de la nada apenas una semana antes. Por lo que yo sabía, el chico podía ser un y o nqui, o un ladrón. O incluso, ahora que lo pensaba, incluso podía estar compinchado con los de Orgullo Obrero. ¿No había irrumpido en mi vida justamente después del secuestro de Ramón? Félix, por lo menos, había sido mi vecino desde siempre; no le trataba, pero le conocía de vista. Pero Adrián se había instalado en el ático, qué casualidad, apenas un mes antes de la desaparición de mi marido. Y los grupos terroristas eran así: contaban siempre con apoyos sociales, con militantes legales camuflados.

Me obsesioné de tal modo con estos pensamientos que hablé con Félix del asunto al regreso de nuestra frustrada expedición a los grandes almacenes.

– ¿Adrián un ladrón? Nooooo, no creo -respondió el vecino-. Si hubiera querido robarnos los doscientos millones podría haberlo hecho antes. Recuerda que sabía dónde los guardábamos.

– Pero date cuenta de que en mi casa nunca estuvo solo -repuse, dando por no escuchada esa primera persona del plural con la que Félix se adueñaba del dinero-. Aquí hubiera sido más difícil para él, habría tenido que sacar los billetes del escondite y guardarlos en algún lado; no sé, supongo que era más sencillo agarrar la maleta y salir corriendo en mitad del barullo de Mad amp; Spender.

– Tonterías. Si hubiera querido robar la maleta en la tienda, ¿por qué esperar hasta que el secuestrador y tú la tuvierais agarrada? Y si pertenece, como dices, a Orgullo Obrero, ¿para qué le iba a arrebatar el rescate a su compañero? Piensa un poco: si Adrián quería llevarse los millones, pudo cogerlos cien veces antes, en casa, de una manera más discreta y más cómoda. Por ejemplo, pudo drogarnos y dormirnos. Pudo sacar copia de la llave de la puerta y entrar por la noche. O simplemente pudo aprovechar algún descuido nuestro. En realidad, era fácil. No, yo creo que esta tarde Adrián ha salido corriendo porque es un chico muy nervioso. Cuando dijiste que había que abortar la operación, se le disparó la cabeza. Hizo lo primero que pensó, y lo hizo incluso antes de acabar de pensarlo. Adrián es un tocino, o sea, un novato. Pero, en fin, tampoco lo ha hecho tan mal. Ahora ya nunca podremos saber si el secuestrador se las habría apañado para llevarse la maleta, pero es probable que el inspector García hubiera interrumpido la entrega. Así es que la intervención de Adrián puede haber sido providencial.

Las palabras de Félix me tranquilizaron considerablemente, pero no por completo. Porque había visto las miradas de todos cuando sacamos el dinero del saco de pienso: la expresión de increíble avidez con que Adrián y Félix contemplaron el montón de fajos alineados. Y el fascinado Adrián llegó incluso a exclamar:

– ¡Qué espectáculo!

Pongamos que Adrián fuera un buen chico. Pongamos que nunca hubiera pensado con anterioridad en robar nada a nadie. Pero pongamos también que fuera un tipo lo suficientemente débil. Que no hubiera podido soportar el deslumbramiento de la tentación; esto es, que la visión material del dinero le hubiese emborrachado hasta el punto de salir al galope con la maleta. La vida es justamente eso, un camino azaroso entre tentaciones; y la probidad no depende únicamente de la virtud de cada cual, sino también, y en cierta medida, de la suerte. De cómo, cuándo y dónde te han tentado. Tengo para mí que en el mundo hay una minoría irremediable de malvados, gente dura, cruel y desfachatada que vive instalada en la perfidia; y también una sólida minoría de personas honestas y maduras, capaces de mantener la dignidad hasta en el peor de los momentos. Y entre estos dos extremos se extienden los demás, la masa viva, criaturas bien intencionadas pero débiles; seres normales, esto es, dubitativos y confusos, que serán buenos si el entorno es favorable, y malos si el medio en el que viven se pervierte. En esa pulsión entre lo mejor y lo peor que somos vamos construyendo o tal vez destruyendo nuestro camino.

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