La sombra blanca tembló y pareció levantarse y deshacerse de nuevo delante de sus ojos.
Espantado, tardó unos segundos en empezar a andar hacia la casa. Furioso con él mismo se detuvo a los pocos pasos. Se limpió el sudor de la frente. Tenía la sensación de que alguien le estaba mirando, con una mirada que traspasaba su ser entero hasta lo hondo y oculto de su corazón. Aquella mirada escocía ardientemente en su pecho como la picadura de un tábano. Rápidamente, enloquecidamente, empezaba a hablarse a sí mismo en alta voz:
– ¡Este miedo es ridículo! Jamás hice nada de lo que tenga que arrepentirme. He ahorrado para comprar esto. Pero si me asusté al ver a Marta esta noche bien sabe Dios que fue por miedo de que ella pudiese pensar lo que no hay. No le deseo ningún mal. No quiero meterla interna, ni mortificarla. A ella la finca no le importa. Quiere irse; esa es la prueba de que no le importa. Tampoco quiere casarse. Ese tipo era un idiota que sólo buscaba su dinero. Yo lo sabía bien. Yo no soy inhumano.
Se dio cuenta de que en realidad estaba hablando con Teresa. Sus nervios le traicionaban siempre.
La soledad, el silencio le envolvían. Ni los perros ladraban en esta noche demasiado calurosa. Aquella picadura interna escocía. Apretó el paso hasta tropezar con los geranios que bordeaban el jardín separándolo de la finca. Allí sintió que se tranquilizaba. No comprendía siquiera lo que le había pasado. Soltó a media voz una palabra fea mirando hacia la luna.
– Una noche así es capaz de enloquecer a un hombre.
Oyó el gotear de la fuente entre la sombra del jardín, y aquel ruido de agua le refrescó la garganta seca. La luna en su declive enrojecía. Dicen que la luna roja trae viento. Quizá quedaran pocas horas del angustioso tiempo de Levante.
Volvía a ser él mismo. Allí, en la casa tan cercana, Teresa no era nada. Un cuerpo pudriéndose entre el calor y las flores. Allá arriba estaba Pino en su cama, con los ojos abiertos, asustada, esperándole. ¡Qué miedo tenía! ¡Qué miedo! Bien sabía él que ella no era capaz de ningún crimen. Pero vivía horas espantada de la majorera, espantada de que él creyese… La sintió tan próxima como si la estuviera abrazando, respirando su olor, rozando sus mejillas contra los cabellos ásperos. Siempre la deseaba mucho. Casi con desesperación.
Se enfrió repentinamente al recordar que al lado de Pino estaba su gruesa madre. Tuvo hasta un rasgo de humor pensando en que en un caso semejante Luis Camino no se hubiera andado con chiquitas. Hubiese mandado al ama de llaves del médico a dormir con el viejo señor en el cuarto de huéspedes.
– "Todos sabemos que se acuesta usted con el viejo. Pues, ¡hale, no estorbe!"
Pero él no era Luis Camino. Daniel estaba solo en el cuarto de música, adormilado en el diván. Se despabiló muy de prisa cuando José apareció mirando desde la puerta ventana. Tartajeó:
– ¿Nos buscabas? Matilde se durmió en el banco del jardín, la pobre.
Miró a su alrededor, como si esperase encontrar más gente, muy apurado de estar solo y dormido delante de la severa mirada de su sobrino. Este hombre en otros tiempos había humillado a José con su despectiva voz aflautada. Pero ahora las cosas tenían otro aspecto y era él quien desde que llegó a la isla se sentía desconcertado por José. Él era el ridículo, el que quedaba en inferioridad. José cruzó la habitación y se sentó frente a su tío, mirándole con una media sonrisa, disfrutando de la expectación del otro hombre.
A José la presencia de Daniel le sugirió una idea, y según iba hablando, llegó a parecerle que esta idea había estado latente en él toda la noche desde que escuchó la salida de tono de la majorera. Quizás era de eso de lo que había querido hablar con don Juan un rato antes, cuando enfocó tan mal la conversación.
– Quería hablarte a ti, Daniel. Tengo que decirte que no se van a marchar ustedes el día doce.
– ¿Eh? ¿Cómo? ¡Hijo! ¿Qué van a decir las damas? ¿Por qué?
Todo aquel cuarto donde estaban tenía un aire de cansancio, de abandono, que parecía rechazar la protesta como una cara fatigada. Daniel no se atrevía a levantar la voz.
A la luz de la pantalla verde cerca de la que se había sentado, José le daba a Daniel la impresión de un cadáver. Sus dientes eran horribles al sonreír. Mucho mejor que si estuviese serio.
– Ya has oído las magníficas barbaridades que ha soltado nuestra Vicenta junto al cadáver de Teresa. La gente hablará. Si después de esto yo retengo a mi hermana conmigo, y por casualidad le diera a la chica por enfermar y morir, la vida se me haría imposible.
– ¿No estaba antes en un convento? Aún es muy joven.
José se revolvió, molesto:
– Ya he pensado… No es tan joven. Ahora termina el Bachillerato. Las gentes hablarían también. Por mí, no me importa, pero tengo que pensar en mi mujer…, y en los hijos que más adelante tendremos.
– Bien, sí. Pero nuestro viaje… No veo… Matilde está impaciente por abrazar a su madre.
– Ahora voy a eso. Marta se marchará con ustedes. Me lo ha pedido mil veces… Antes yo no lo consideraba conveniente. Ahora creo que será lo mejor. Ella se llevará una alegría cuando se entere mañana.
José se enderezó en su asiento. La lámpara verde iluminaba un trozo de pared enteramente cubierto por fotografías antiguas. En ellas aparecían los abuelos de Marta, numerosos parientes desaparecidos, y quizá Teresa de niña. José continuó:
– Las cosas hay que hacerlas bien. Tampoco quiero que se marche a los cinco días de morir su madre. Eso despertaría habladurías, y con razón. Sin contar con que le conviene examinarse aquí de su último curso. A ustedes les da igual un mes más en la isla. Dentro de un mes o mes y medio, será buena fecha para la marcha. ¿Qué dices?
Evidentemente no esperaba una negativa. Su tono no era de consulta, sino de afirmación. Daniel frunció su boca. Miró con aquellas bolas azules apagadas de sus ojos al sobrino. Todo él expresaba un cansancio absoluto.
– Eres admirable, hijo. Parece imposible que en una noche como ésta, con tantas preocupaciones, puedas pensar en este asunto y resolver hasta sus menores detalles. Te confieso que yo en tu lugar estaría aturdido.
En verdad, sin ponerse en lugar de José, Daniel esttaba aturdido. Seguía sentado en el borde de la cama turca sin mucha seguridad de no estar durmiendo aún.
José se levantó con un gesto cansado y satisfecho al mismo tiempo, como quien cierra una carpeta al terminar el trabajo del día.
– Voy con mi mujer.
Se detuvo un momento después de esta afirmación. Vaciló, frunciendo el ceño en la puerta; y Daniel, que estaba impaciente por volverse a echar en el diván, sintió cierto pánico. Quizá José quisiera hacerle nuevas recomendaciones. Carraspeó. Él no podía saber que José estaba detenido por una extraña aprensión al pensar en aquel largo camino que le esperaba pasando por delante del féretro, hasta llegar a la alcoba oscura, empapada de nerviosismo y de angustia, custodiada por aquella mole charlatana a la que de alguna manera iba a sacar de allí.
Dio una ojeada a la salita, tan desordenada y vacía. Dijo con acritud:
– ¿Qué es del amigo pintor? ¿Dónde puede estar durmiendo?
Daniel movió la cabeza.
– No lo sé. Tal vez esté en el jardín. Tal vez las criadas le hayan buscado algún acomodo.
José dio unos golpecitos en el hombro de Daniel.
– Tú procura descansar. En cuanto a lo que hemos hablado, es cosa absolutamente decidida. Mañana me darás los pasajes para devolverlos.
Se acercó a la puerta que conducía al interior de la casa, y Daniel vio cómo la abría y cómo desaparecía luego tragado por la oscuridad del pasillo.
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