Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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– ¿Quién te ha dicho que quiero serlo? -me devolvió la risa.
Pasé por alto la impertinencia. Félix merecía un sentimiento de triunfo que me permitiera pasar, sin brusquedad, a un tema neutro. No soltaba la pistola, pero la mantenía como un juguete en la mano.
– Es una técnica diabólicamente ingeniosa -le expliqué y le invité a que pasara conmigo a la capilla.
41
Caminé hasta un estante de libros y apreté el lomo quebradizo de mi edición in folio de Timón of Athens; el estante giró sobre sus goznes, abriéndonos el paso hacia la antigua capilla de la casona colonial. Félix me siguió sin soltar la pistola; cerré la falsa puerta detrás de mí y encendí las luces del pequeño oratorio, totalmente enjalbegado y desnudo de muebles, con la excepción de un atril de fierro.
El piso de tezontle se detenía al pie de un altar de madera blanca con filetes dorados. Allí había un cofre de hostias y un sagrado; encima de ellos, un cuadro de la Virgen de Guadalupe.
Abrí el cofre y saqué la piedra blanca del anillo de Bernstein. Se la mostré, sostenida entre el pulgar y el índice, a Félix.
– Dentro de esta piedra hay doscientas imágenes reducidas a la dimensión de otras tantas puntas de alfiler. Cada una está impresa sobre una película finísima de alto contraste y alta resolución fotosensitiva. Pero no se trata de fotografías que sólo imprimen las diferentes intensidades de luz del objeto, sino de holografías que también retienen la información de todas las fases de las ondas de luz que emanan del objeto. Al contrario de la película normal, el holograma retiene, si se quiebra o se corta, la totalidad de la imagen en cada una de sus porciones. La razón es muy simple: la luz del objeto no está ubicada en un solo punto de la película, sino que está diseminada a través del espacio entre el objeto y el holograma.
Coloqué el anillo de Bernstein en la cabeza giratoria del atril y apagué las luces. Regresé al altar y le pedí a Félix que se colocara junto a mí. Extraje del sagrado un estuche electronico pulsátil, sensible al apoyo de mis dedos y le pedí a Félix que no mirara la luz que se proyectaría desde atrás de nosotros para chocar contra los puntos precisos del anillo en rotación determinada por mis impulsos.
– La maravilla de este objeto es que, impreso por rayos láser, sólo funciona si su fuente de luz, al proyectarse, es otro laser. Verás.
Oprimí mi estuche electrónico y desde el ojo izquierdo de la Virgen de Guadalupe un rayo de luz delgado y preciso como una navaja punzó la superficie del anillo. Oprimí mi comando de velocidades.
Frente a nosotros, sobre el muro encalado, comenzaron a proyectarse las imágenes virtuales, dotadas de movimiento, color y efecto estereoscópico, de extensiones de territorio fotografiadas desde el aire. Cada una llevaba sobreimpuesto el nombre de la región de la cual se trataba. En seguida, se proyectaban, con una realidad alucinante, presente, al alcance de la mano, las imágenes de la roca caliza correspondientes a la región fotografiada, las reproducciones en vivo de los registros eléctricos, magnéticos, gravitacionales y sismológicos del subsuelo, las lecturas refractarias de las capas impermeables, inferencias, presiones y temperaturas, hologramas de la conificación de los yacimientos y el cálculo matemático de la cantidad de fluido que contenían: un espléndido y espantoso retrato subterráneo de México, el descenso tecnológico de Laser al infierno mitológico de Mictlan, la fotografía en ebullición de las arterias, los intestinos, el tejido nervioso de un territorio cuadriculado, explorado metro por metro como por una sonda con la mirada atroz de Argos.
Cactus, Reforma, La Venta, Pajaritos, Cotaxtla, Minatitlán, Poza Rica, Atún, Naranjos en la vertiente del Golfo y de Rosarito en la Baja California a los llanos entre Monterrey y Matamoros en el Norte, de Salamanca en el Centro a Salina Cruz en el Pacífico, la red completa de oleoductos, gasoductos, propanoductos, poliductos y ductos petroquímicos, las plataformas de perforación submarina, las plantas de absorción, lubricantes y criogénicas, las baterías de separadores, las refinerías y los campos en operación.
Ni un solo lugar, ni un solo dato, ni una sola estimación, ni una sola certeza, ni una sola válvula de control del complejo petrolero mexicano escapaba a la mirada de piedra fluida del anillo de Bernstein; quien lo poseyera y descifrara tendría a la mano toda la información necesaria para interrumpir, ocupar o aprovechar, según las circunstancias, el funcionamiento de esa maquinaría, la hidra fértil a la que se refirió el Director General, que la piedra del anillo de Bernstein proyectaba en la pared como las sombras de la realidad en la cueva platónica.
Apoyé los dedos sobre el tablero de mano. La luz del ojo de la Virgen se extinguió. La cabeza del atril cesó de girar. Encendí las luces. Retiré la piedra blanca del aparato giratorio y la devolví al cofre de las hostias.
Regresamos sin decir palabra a la biblioteca. Oprimí el lomo de Timon of Athens y el estante recobró su posición acostumbrada.
42
– ¿Quieres saber algo más? -le pregunté arqueando las cejas mientras le ofrecía una copa de coñac.
Rechazó la copa; tenía la mano ocupada jugueteando con la pistola. Pero contestó mi pregunta con otra:
– ¿Quién mató a Sara Klein?
Miró mis ojos grises con la misma frialdad con que yo miré sus ojos negros.
– Ah, eso es lo único que no sé.
– Entonces lo tendré que averiguar yo. ¿Sabes quién es la monja?
Suspiré hondo, negué con la cabeza y bebí rápidamente un sorbo de coñac.
– Te pedí con Emiliano y Rosita que averiguaras el número de placas del convertible en el que iban los niños bien que llevaron serenata esa noche…
Saqué un pedazo de papel de la bolsa y se lo entregué.
– ¿De quién es el automóvil? -insistió.
Metí las manos en las bolsas del saco cruzado.
– No sé. Las placas corresponden a un taxi de ruleteo.
– ¿Cómo se llama el propietario de las placas?
– Un tal Guillermo López.
– Don Memo -murmuró Félix y me miró por primera vez con desconfianza.
Caminé fingiendo indiferencia hasta la chimenea, tomé unas tenazas negras y aticé el fuego moribundo. Dejé que Félix mirase largamente mi espalda, el corte de mi traje azul de finísimas rayas blancas.
– ¿Algo más, Félix? -dije dándole siempre la espalda.
– Ruth -dijo Félix con una voz de sonámbulo-, necesito ver a Ruth, ¿cómo voy a explicarle?
– No dejes de verla. Te aseguro que no tendrás problemas. Se alegrará de saber que estás vivo. Créeme. Y cuando hayas visto a Ruth, ¿qué piensas hacer?
– El Director General dijo que me llamo Velázquez, que tengo mi oficina, mi secretaria, mi sueldo -dijo Félix con ese humor forzado que reclama su propia negación.
– Acepta su oferta. Nos conviene.
– ¿Nos conviene?
– Naturalmente. Félix Maldonado está muerto y enterrado. Diego Velázquez es su sustituto ideal. Nadie lo busca. Nadie lo reconoce. No tiene pasado. No tiene cuentas pendientes.
Escuché el paso de Félix detrás de mí, amortiguado por el espeso tapete persa. Luego sus tacones chocaron sobre el piso de tezontle alrededor de la chimenea. Me tomó de los hombros y me obligó a mirarle. Su mirada era muerta; también era mortal.
– Me estás repitiendo lo que me dijo el Director General…
Solté las tenazas; cayeron con estrépito sobre la piedra ardiente del hogar.
– Tenía razón. Suéltame, Félix.
Me libré de sus manos pero no me alejé de él.
– Ahora nos eres más valioso que nunca -le dije con los labios tiesos-. A todos nos interesa que no vuelvas a ser quien eres, sino que sigas siendo otro. El espía perfecto no tiene vida personal, ni mujer, ni hijos, ni casa, ni pasado.
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