Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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Recargado contra la columna de fierro de una bodega de depósito y oculto por el celaje de otras columnas idénticas Félix vio de lejos a un hombre alto, elegante, vestido de blanco, caminar por el muelle hacia la escalerilla. Era Mauricio Rossetti, el secretario privado del Director General. Se detuvo y esperó a que terminara la maniobra.

La falsa Sara Klein bajó ayudada por el marinero pecoso. Vio a Rossetti y se dirigió con alegría hacia él. Tuvo el impulso de besarlo pero el funcionario se lo impidió discretamente, la tomó del brazo con decisión y los dos caminaron hacia la salida. Félix vio a la mujer más de cerca; la imitación, si de imitación se trataba, era bien burda y sólo apta para engañar a zonzos como él, que se andaban enamorando de mujeres imposiblemente alejadas por la vida o por la muerte. Pero no cabía duda de la intención: el corte de pelo a la Louise Brooks, la cara pambazeada como Machiko Kyo, el traje sastre veraniego, azul pizarra y corte militar.

Angélica Rossetti había estudiado bien a Sara durante la cena que ofreció la semana pasada en su casa de San Ángel llena de cuadros de Ricardo Martínez. Todo esto era falso; lo único verdadero era el anillo de piedra clara en el dedo de Angélica, un combate de alfileres luminosos en este atardecer de luces negras. Sólo la montura de la piedra era distinta. Félix acarició el anillo sin piedra que traía en su propio bolsillo. Siguió de lejos a la pareja. Caminó junto al costado del tanquero y lo rozó con la mano. La herida del machetazo sobre la pintura fresca estaba allí, flagrante. Félix, sin dejar de mirar a los Rossetti, levantó el brazo en alto y Harding atendió la señal y avanzó hacia la escalerilla del barco con tres policías del puerto. El marinero pecoso los miró desde el escotillón, dejó caer la cuerda que tenía entre las manos y desapareció dentro del buque. Harding y los policías subieron. Ese chato pecoso acabaría sin un gramo de mierda en el cuerpo, se dijo Félix.

Angélica viajaba sólo con un nécessaire en la mano y subió con su marido a una limousine Cadillac manejada por un chofer sudoroso bajo la gorra de lana gris. Félix subió al Pinto y los siguió. Tomaron directamente hacia la supercarretera en dirección de Houston.

La limousine se detuvo frente a la blanca elegancia del Hotel Warwick y los Rossetti descendieron. Félix fue hasta el lote vecino a estacionarse. Caminó con la maleta en la mano y entró a la suavidad refrigerada del hotel. Los Rossetti se estaban registrando. Félix esperó hasta que el ayudante de la recepción los condujo a pie por el vestíbulo a la izquierda de las boutiques de lujo. Significaba que iban a habitar una de las recámaras de la media luna que daba sobre la piscina. El chofer sudoroso entregó las maletas de Rossetti al portero, tenían las etiquetas del vuelo México-Houston amarradas aún; Félix se acercó a la recepción. El empleado le dijo al botones que llevara las maletas del señor Rossetti al número 6. Félix pidió una recámara ubicada frente a la piscina, le gustaba nadar temprano.

– De noche también si gusta -le dijo en español el empleado chicano-. El swimming pool está abierto hasta las doce de la noche. Hay facilidades para organizar parties en las cabañas.

– ¿Está libre el 8? -Félix apostó sobre la alternancia numérica de los cuartos de hotel.

El chicano le dijo que sí. El botones le llevó la maleta y abrió las ventanas para que el huésped admirara la terraza privada de la habitación y la vista sobre la piscina. Salió después de explicar el funcionamiento del termostato.

Félix se desvistió pero no se atrevió a darse la ducha que reclamaba su cuerpo pegajoso como un caramelo chupado. Se mantuvo junto a la puerta comunicante con la habitación número 6, tratando de escuchar. Sólo le llegaron pequeños ruidos de vasos, pisadas sofocadas, cajones abiertos y cerrados y una vez la voz destemplada de Angélica, no, ahora no, después de la forma como me recibiste y la respuesta inaudible de Rossetti.

Luego la puerta de la recámara contigua se abrió y cerró. entreabrió la suya y miró al pasillo. La figura alta y elegante de Mauricio Rossetti se alejaba. La duda paralizó a Félix. Si Rossetti llevaba encima la piedra del anillo de Bernstein, no le sería a Félix imposible recuperarla, pero sí más difícil. Fue hasta la cama y se puso rápidamente los calzóncillos, dispuesto a seguir a Rossetti; después de todo, el secretario privado salía del hotel y su mujer se quedaba. Al inclinarse, vio el reflejo en la ventana entreabierta sobre la terraza.

Dos manos en la terraza vecina se agarraban con tensión al barrote de fierro pintado de azul claro, inconscientes del juego de reflejos propiciado por la noche repentina. En el dedo de una de esas manos estaba el anillo con la piedra clara y luminosa.

Esperó. Quizás Angélica se dormiría y bastaba salvar el bajo parapeto que separaba las dos terrazas. La puerta de los Rossetti volvió a abrirse y cerrarse. Félix miró a Angélica alejarse descalza y vestida con una bata blanca. Maldonado salió a la terraza después de apagar las luces de la recámara, La señora Rossetti llegó al borde de la piscina, se quitó la bata, apareció en bikini y se clavó en el agua. Félix tomó la bata blanca que colgaba en el baño, metió la llave de la habitación en la bolsa y caminó de prisa hacia la piscina.

Angélica había salido de la piscina y subió al trampolín. Volvió a clavarse. Félix arrojó la bata a un lado y se zambulló en dirección contraria a la de ella.

El agua era demasiado tibia y la piscina estaba iluminada con claraboyas de luz sumergidas. Félix mantuvo los ojos abiertos a pesar de la irritación del cloro; vio a Angélica, lavada para siempre de la máscara de Sara Klein, nadar bajo el agua hacia él, con los ojos cerrados y movimientos regulares de los brazos y los tobillos.

Félix giró apenas, la tomó del cuello y Angélica debió dar un grito de tiburón herido; el agua quebrada como cristal los liberó y disparó hacia la superficie abrazados en una figura de Laocoonte, aunque en este caso cada cual podía creer que el otro era la serpiente.

Félix tuvo que imaginar el terror de la mirada de Angélica; le tapó la boca con la mano y volvió a hundir a la mujer en el agua; sintió un vencimiento similar al de los cuerpos femeninos que resisten el asalto del hombre para salvar las formas y en seguida se rinden; agarró con fuerza la mano de Angélica y le arrancó el anillo; en otras circunstancias, esta mujer decidida y atlética que nadaba todos los días con Ruth en el Deportivo Chapultepec se hubiera defendido mejor; ahora no supo ofrecer resistencia y Félix volvió a abrazarla para sacarla de la piscina.

El contacto con el cuerpo casi inánime lo excitó, hay mujeres que son más bellas inmóviles y Angélica, agresiva y llena de modales de señora bien en la vida diaria, parecía una diosa salvada del mar, orgullosa, solitaria y sensual, cuando Félix la abandonó, desvanecida, al borde de la alberca.

No le sobraba tiempo; se vistió, salió del hotel y volvió a arrancar en el Pinto. En la supercarretera rumbo a Galveston exploró la piedra redonda como una canica, clara como el agua de la piscina pero quebrada en miles de destellos minúsculos. Sólo en los momentos en que un auto lo rebasaba, iluminándolo desde atrás, se atrevía a levantar la piedra entre el pulgar y el índice, mirarla, buscarle inútilmente una fractura. Viajaba a noventa millas por hora y no tenía tiempo.

Cuando se detuvo frente a la casita de madera gris del capitán Harding, probó que la piedra correspondía perfectamente a la montura del anillo de Bernstein y volvió a engarzarla en su sitio, original. Se burló de esta idea; ¿por cuántas monturas habría pasado este objeto indescifrable cuyo secreto, estaba seguro de ello, habría de resultar tan obvio como la carta robada de Poe?

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