Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra
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El calor de agosto en el llano desnudo entre Houston y Galveston no es aliviado por relieve, bosque o perfume, salvo el de la gasolina. Félix agradeció la carretera en línea recta que le permitía manejar sin distracciones y colocar frente a su mirada, en lugar del sucio sol de Texas, la luna opaca del rostro que vio fugazmente en la claraboya del Emmita. Siempre lo comparó al de Louise Brooks en La caja de Pandora; mientras más la recordaba, esta imagen de cinéfilo era sustituida por otra: el rostro encalado de Machiko Kyo en Ugetsu Monagataru, la carne voluntariamente artificial, la blancura fúnebre, las falsas cejas barruntadas encima de las verdaderas cejas afeitadas; la mirada de fantasma que podía confundirse con el sueño vigilante de los ojos japoneses, la boca pintada como un capullo de sangre.
Félix sufrió un horrible desequilibrio entre la visión diurna de la reverberante planicie texana y la visión nocturna de un Japón de la luna vaga después de la lluvia, una noche de aparecidos antiguos y hechiceras que se posesionan de los cuerpos de las doncellas para cumplir postergadas venganzas. Todo esto giraba en la noche representada de Coatzacoalcos, sus reses sangrientas, sus buitres y palomares incendiados, las cúpulas plateadas de la refinería, la recámara de Bernstein, el hotel rococó, el mozo cambujo y el perfil blanco de Sara Klein en la ventanilla del S.S. Emmita.
La visión fue tan confusa y poderosa a la vez que se sintió mal y se vio obligado a detenerse, cruzar los brazos sobre el volante y reposar allí la cabeza, cerrar los ojos y repetirse en silencio que desde el inicio de esta aventura había jurado ser totalmente disponible, asumir todas las situaciones, dejarse llevar por cualquier sugestión, estar abierto a todas las alternativas y, esto era lo más difícil, mantener su inteligencia afilada siempre, afinando los accidente azarosos o voluntarios que los demás crearían en su camino, percibiéndolos pero jamás impidiéndolos o rehusándolos.
– Vas a vivir unas cuantas semanas en una especie de hipnosis voluntaria -le dije cuando le expliqué todo lo anterior-. Es indispensable para que nuestra operación no fracase.
– No me gusta la palabra hipnosis -me respondió Félix con su sonrisa morisca, tan parecida a la de Velázquez-, prefiero llamarla fascinación, voy a dejarme fascinar por todo lo que me suceda. Quizás ése es el punto de equilibrio entre la fatalidad y la voluntad que me pides.
– No parking on the freeway 30-un grueso bastón de policía tocó repetidas veces el hombro de Félix.
– Perdón, no me sentí bien -dijo Félix al apartarse del volante y mirar el brazo de jamón del policía texano.
– Youx a dago or a spick? Shouldn't let you people drive. Don't know what this country's coming to. No true-blooded Americans left. Come on, drive on 31-dijo el policía con la cara roja y ancha de irlandés.
30. Está prohibido estacionarse en la supercarretera.
31. ¿Eres italiano o latino? No debían dejar a la gente como ustedes manejar. No sé a dónde va ir a parar este país. Ya no quedan americanos de pura sangre. Ande, siga su camino.
Félix arrancó. Entró media hora después a Galveston y manejó directamente a las oficinas del puerto. Preguntó por la fecha y hora de llegada del S. S. Emmita, procedente de Coatzacoalcos con bandera panameña.
El empleado con camisa de mangas cortas le dijo en primer lugar que cerrara la puerta o no servía de nada el aire acondicionado; y en segundo que el Emmita no iba a llegar de ningún lado por la simple razón de que estaba en reparaciones en el dique seco. Que hablara con el capitán Harding, estaba supervisando los trabajos.
No hay sol más insolente que el que pugna por calentarnos a través de un velo de nubes y los termómetros andaban por los 98 grados Farenheit cuando Félix ubicó al viejo de pecho desnudo junto al casco inválido del S. S. Emmita, Panamá. Un gorro deshebrado con visera de charol viejo lo protegía de la resolana. Le preguntó si era Harding y el capitán dijo que sí.
– ¿Habla español?
– Llevo treinta años en los puertos del Golfo y el Caribe -volvió a afirmar el viejo.
– ¿Nunca se ha enfermado?
– Estoy muy viejo para la gonorrea y demasiado curtido para todo lo demás -dijo Harding con buen humor.
– Anoche vi zarpar al Emmita de Coatzcacoalcos, capitán.
– El sol está muy fuerte -dijo compasivamente Harding.
– Le estoy diciendo la verdad.
– Dammit, mi tanquero no es el Holandés fantasma. Mirelo: no tiene alas.
– Pero yo sí. Volé hoy mismo desde Coatzacoalcos. Su tanquero zarpó a la medianoche y debe llegar a Galveston mañana a las cuatro de la tarde.
– ¿Quién le contó ese cuento de hadas?
– Las autoridades del puerto y un marinero pecoso que me prometió sacarme la mierda aquí.
– Usted está mal, señor, quítese del sol, venga conmigo y tómese una cerveza.
– ¿Cuándo estará reparado el buque?
– Pasado mañana zarpamos.
– ¿A Coatzacoalcos?
El viejo volvió a afirmar, rascándose el colchón de canas del pecho.
– Dijeron que usted no iba en el barco porque estaba enfermo.
– ¿Los bastardos dijeron…?
– Si lo que le digo es cierto, ¿puedo contar con su ayuda?
Los ojos del viejo parpadearon como pequeñas estrellas perdidas en un cielo de arrugas:
– Si alguien anda caboteando por el Golfo con el nombre de mi barco, soy yo el que le va a sacar la mierda a toda esa tripulación de piratas, espérese y verá. Pero pueden haber engañado a las autoridades mexicanas y quizá vayan a otro puerto.
– Ese marinero pecoso no mentía. Dijo Galveston clarito. Creyó que yo era un borrachín con un machete.
Félix aceptó la hospitalidad del capitán Harding y se quedó dormido el resto de la tarde en el sofá de la casita de planchas de madera grises frente a la costa aceitosa y sin olas. Harding lo dejó y regresó a las diez de la noche. Había apresurado los trabajos de reparación y traía cervezas, sandwiches y la lista de todos los buquetanques que debían entrar mañana al puerto de Galveston. La leyeron juntos pero los nombres no les dijeron nada. Harding dijo que todos eran nombres de buques registrados y conocidos, pero si estos cochinos bucaneros andaban cambiando de nombre en cada puerto, era imposible saber.
– ¿Tienes alguna manera de reconocerlo si lo ves, chico?
Félix negó con la cabeza.
– Sólo si veo al pecoso. O a una mujer que viajaba a bordo.
– Nunca ha viajado una mujer en mi tanquero.
– Eso me dicen. En éste sí.
– Es muy difícil distinguir a un tanquero de otro. Nosotros no nos vestimos para ir al carnaval, como los cruceros del Caribe y todas esas canoas mariconas. Sólo cambian los nombres, volvió a leer en voz alta la lista, el Graham, el Evelyn, el Corfú, el Culebra Cut, el Alice…
Félix agarró la mano fuerte y manchada del capitán.
– El Alicia -rió.
– Sí, señor, y también el Royal, el Darién… ¿Siempre te dan tanta risa los nombres de barcos? -dijo con cierto desagrado Harding, interrumpiendo la lectura.
– El lapsus de Bernstein -rió Félix, pegándose sobre las rodillas con los puños cerrados-. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, de veras curiosa y más curiosa…
– ¿Qué demonios te pasa? -dijo Harding sospechando de nuevo que Félix era un loco o un insolado.
– ¿A qué horas atraca mañana el Alice, capitán?
29
A las cuatro de la tarde del día siguiente el S. S. Alice se acodó al muelle de Galveston bajo un cielo encapotado. La bandera de las barras y las estrellas colgaba inerte sobre la proa que señalaba a Mobile como puerto de origen del tanquero. Harding situó a Félix en el mejor lugar para ver sin ser visto. El mismo marinero pecoso abrió la escotilla de babor y sacó la escalera, pidiendo auxilio a los estibadores del muelle.
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