Antonio Molina - El jinete polaco

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Un traductor simultáneo que viaja de ciudad en ciudad le cuenta su vida a una mujer, evocando en su relato las voces de los habitantes de Mágina, su pueblo natal. Así sabremos de su bisabuelo Pedro, que era expósito y estuvo en Cuba, de su abuelo, guardia de asalto que en 1939 acabó en un campo de concentración, de sus padres, campesinos de resignada y oscura vida, y de su propia niñez y turbulenta adolescencia en un lugar en plena transformación.
En un período de tiempo comprendido entre el asesinato de Prim en 1870 y la Guerra del Golfo, estos y otros personajes van configurando el curso de la historia de esa comunidad y de España, formando un apasionante mosaico de vidas a través de las cuales se recrea un pasado que ilumina y explica la personalidad del narrador. Esta prodigiosa novela, urdida en torno a circunstancias biográficas, se transforma en una peripecia histórica surcada por tramas que se entrelazan con la principal, la enriquecen y se enriquecen con ella.
El jinete polaco fue galardonada con el Premio Planeta 1991 y el Nacional de Literatura en 1992.

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Voces, caras sin nombre, figuras quietas en el tiempo, caras de muertos, de verdugos, de inocentes, de víctimas: el inspector Florencio Pérez, que jamás aclaró ni un solo crimen ni obtuvo una sola confesión ni se atrevió a publicar con su propio nombre los versos que escribía; el teniente Chamorro, diplomado por la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, preso durante catorce años por auxilio a la rebelión militar, liberado y preso de nuevo al cabo de veintidós días de libertad porque nada más salir de la cárcel tuvo la delirante ocurrencia de irse a la sierra de Mágina con una cuadrilla de libertarios armados con escopetas de perdigones para ejecutar al Generalísimo, que estaba allí cazando ciervos o asistiendo a un retiro espiritual de capellanes castrenses; Manuel García, gastador de la Guardia de Asalto, convicto de rebelión por haberse presentado reglamentariamente en el hospital de Santiago unos minutos después de que se izara en la fachada la bandera roja y amarilla; el ciego Domingo González, fugitivo de Mágina en mayo de 1937, salvado de morir porque se escondió bajo un montón de paja y porque alguno de los que estaban persiguiéndolo palpó su cuerpo con las puntas de una horca de estiércol y en lugar de atravesarlo o de revelar su presencia dijo a los otros milicianos que ya podían irse, que no había nadie en el pajar: juez togado más tarde, que firmaba con serenidad condenas de muerte y ni siquiera tuvo clemencia con su ex amigo y paisano el teniente Chamorro: juez inflexible y coronel retirado que volvió a Mágina y se fue a vivir a la casa de la plaza de San Lorenzo donde había vivido el viejo Justo Solana, jinete misántropo que recibió un día dos disparos de sal en los ojos y se quedó ciego y pasó el resto de su vida temiendo que el hombre que lo había cegado cumpliera su amenaza y volviera en la oscuridad para matarlo; Ramiro Retratista, fotógrafo y triste y enamorado de una muerta, exiliado voluntario de Mágina, náufrago tardío en Madrid, en la plaza de España, retratista de novios pobres en viaje de bodas, de recién casados de provincias que sonreían tomados del brazo ante las estatuas de don Quijote y Sancho Panza. Y Lorencito Quesada, insigne repórter y veterano dependiente de El Sistema Métrico, decano en Mágina de los corresponsales de prensa, radio y televisión, biógrafo voluntarioso y siempre fracasado de los hombres eminentes de Mágina y su comarca, corresponsal de Singladura , investigador de misterios policíacos y sobrenaturales, de los poderes telepáticos y de las visitas al valle del Guadalquivir de mensajeros de otros mundos, autor de un serial en cinco entregas sobre el Enigma de la mujer emparedada o El misterio de la Casa de las Torres , pues ambos titulares le parecían sugestivos y tardó mucho en decidirse por uno de ellos, decisión en todo caso inútil, ya que después de algunas semanas febriles de trabajo y de insomnio el director de Singladura rechazó las treinta páginas que él le había enviado y que nunca se llegaron a publicar.

Fue Lorencito Quesada quien descubrió y quiso revelar al mundo, o a Mágina, las memorias inéditas del inspector y luego subcomisario Florencio Pérez, y quien buscó, sin fruto alguno, dinero y patrocinio para publicarlas, movido por un entusiasmo que jamás conoció el desaliento ni el éxito. Puede que nadie más que él en la ciudad tuviera noticias o sospechas de la vocación literaria del policía jubilado, que se había pasado la vida escribiendo versos y enviándolos, firmados con seudónimo, a casi todos los concursos de la provincia, obteniendo muy de tarde en tarde alguna flor natural que nunca recogió, por falta de valor y exceso de vergüenza, por un temor lacerante al ridículo que se le fue agravando con los años y lo llevó, casi en el lecho de muerte, a la tentación de quemar toda su obra tan laboriosamente mecanografiada en los reversos de los formularios oficiales, igual que había hecho o mandado hacer Virgilio. Hasta la época de su jubilación siempre se había abstenido de la prosa, por considerarla, como le confesó una vez a Lorencito Quesada, un género menor, pero cuando se quedó sin nada que hacer y se supo amenazado por una desidia y una melancolía que proliferaban sombríamente sin la distracción diaria del trabajo tuvo la ocurrencia de emprender la redacción de sus memorias, y entonces, si no las ganas de vivir, se le acentuó el miedo supersticioso a la muerte, pues temió que le llegara antes de que diera fin al relato de su vida. Era viudo, vivía en casa de una hija cuyo marido, un magnate de los videoclubes locales, lo desdeñaba abiertamente, tenía otro hijo inspector en Madrid, y un tercero, el menor, que de muchacho iba para seminarista, pero que inexplicablemente se echó a perder, se dejó el pelo por los hombros y decidió convertirse en vocalista de conjunto moderno. Cuando se jubiló, el subcomisario había esperado en vano que sus antiguos subordinados le rindieran un emotivo homenaje, o al menos que le regalaran una placa conmemorativa. Pero sólo Lorencito Quesada, atento a todo, le dedicó un artículo en Singladura , y él le escribió una carta de lacrimosa gratitud, guardó el recorte en una carpeta azul y se encerró en aquella especie de trastero donde su hija y su yerno lo tenían confinado con una máquina de escribir de segunda mano y un paquete de solicitudes en blanco del carnet de identidad que había sacado de la comisaría no sin un cierto sonrojo. Sólo cuando se puso seriamente a escribir se dio cuenta con estupor y desconsuelo de que no le había ocurrido casi nada en la vida. Así que la tarea que había imaginado agotadora se reveló muy pronto liviana y trivial, y en apenas un año de escribir todos los días tuvo contados los setenta de su vida entera, y una mañana, veinte minutos después de sentarse ante la máquina, ya había llegado al momento justo que estaba viviendo, de manera que se quedó un rato pensativo, revisó desganadamente las anotaciones de los últimos días, puso una nueva hoja en el carro y empezó tranquilamente a contar sus recuerdos del día siguiente, con una cierta sensación primero de irrealidad y luego de fraude, como si se permitiera una trampa menor en un solitario, y después siguió escribiendo cada vez con más desenvoltura e incluso alegría, y contó el regreso de su hijo menor, la oveja negra de su casa y la amargura de su vejez, que venía arrepentido, con el pelo cortado, con corbata y pidiéndole perdón, después de vivir durante varios años en una comuna de Ibiza, y luego un viaje a Madrid en el que paraba en la misma pensión donde solía hospedarse antes de la guerra y navegaba en barca por el Retiro y comía gambas a la plancha en la taberna del Abuelo y daba gracias al Cristo de Medinaceli por el regreso de su hijo pródigo: cuando murió, a principios de junio, sus memorias llegaban a los primeros días de la siguiente Navidad, en vísperas del homenaje que el Círculo Cultural y Recreativo de Mágina le ofrecía en el teatro Ideal Cinema con motivo de sus bodas de oro con la policía y la literatura.

A medida que el manuscrito se aventuraba en el porvenir y en la mentira iba volviéndose más lujosamente detallado, a diferencia de la narración de los hechos reales, en la que se advertía una apresurada o desengañada sequedad: el hallazgo de la mujer incorrupta no ocupaba más de media holandesa y carecía de toda revelación sorprendente, ya fuera porque el inspector había olvidado los pormenores o porque, como sospechó literariamente Lorencito, poderosos intereses ocultos lo seguían obligando cuarenta anos después a mantener el secreto. Ya entonces, en los primeros tiempos de su carrera, tenía el inspector la cara ensimismada de pena y laboriosa arrogancia que muestra en las fotos de Ramiro Retratista y que se mantuvo invariable hasta su vejez. «Míralo», dice Nadia, acordándose, reconociéndolo, casi con ternura, aunque hace dieciocho años que lo vio por primera y única vez, cuando ya era un viejo policía desolado que se negaba al oprobio de la jubilación. Separa la fotografía de las otras, se la muestra a Manuel, que permanece tras ella en silencio y ha empezado suavemente a abrazarla, sus dos manos buscando bajo la blusa. «No cambió nunca», dice Nadia, tenía la cara como hecha de rudo cartón, el pelo hincado hasta la mitad de la frente, planchado hacia atrás con brillantina y levantándose rebelde en tiesos mechones que no había modo de domar, las cejas como un doble arco negro, las facciones cuadradas y blandas, el labio inferior grueso y caído del que le colgaba siempre una colilla de picadura apagada, el mentón siempre oscuro, aunque se afeitaba dos veces al día, una cara imposible, pensaba él con dolor, tan imposible como su nombre, Florencio Pérez Tallante, un nombre tan desastroso para policía como para poeta, una ruina y una losa de nombre. Ramiro Retratista lo fotografió en el mismo lugar donde lo vería Nadia muchos años más tarde y casi en la misma actitud, sentado tras la mesa, bajo el crucifijo y la estampa de Nuestro Padre Jesús y el retrato de Franco, el teléfono a su derecha y la escribanía a su izquierda, la mano en la barbilla, como si quisiera parecerse a la efigie de un hombre pensativo. Estaba aburriéndose y contando sílabas con los dedos en su despacho de la plaza del General Orduña, junto a la torre del reloj, cuando un guardia entró para decirle que una mujer con aire y maneras de loca había venido a dar parte de la aparición de un cadáver no identificado, seguramente el de un cautivo del dominio rojo, sepultado tras el martirio en el sótano infame de alguna checa clandestina. Como primera precaución, y sin haberla visto ni escuchado todavía, el inspector Florencio Pérez, partidario siempre de medidas enérgicas, ordenó el arresto inmediato de la mujer delatora, pero cuando el guardia salía para cumplir la orden, que al propio inspector le había parecido de una sequedad y decisión admirables, la puerta del despacho se abrió del todo y la guardesa irrumpió en él, alzando el brazo derecho en un atrabilario arriba España y agitando tan ruidosamente como una cadena de penal el manojo de llaves que traía atado a la cintura. «Iba a avisarle al párroco de San Lorenzo», dijo tumultuosamente, sin dar tiempo ni a que el inspector pusiera en práctica un rapto de indignación, «pero me acordé de que ya no hay, y me dije, Gabriela, da parte en la perrera, que aquello es más autoridad».

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