Lorenzo Silva - El misterio y la voz (inquisiciones sobre la novela)

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El misterio y la voz (inquisiciones sobre la novela): краткое содержание, описание и аннотация

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El subtitulo es `Inquisiciones sobre la novela` y el mismo Lorenzo dice sobre este escrito: `Esto no es una narración, pero no sé si puede considerarse un ensayo. En definitiva, contiene una serie de reflexiones sobre el arte de novelar, trenzadas al hilo de la vida y la obra de tres grandes maestros de ese arte, Franz Kafka, Raymond Chandler y Marcel Proust. Puede que estas páginas contengan lo esencial de mis ideas sobre el oficio al que me dedico, pero eso tampoco es decir mucho. Por si a alguien de quienes me leen le interesa.`

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El principal obstáculo en su actividad profesional, de la que terminaría apartándole, y a la postre lo que marcó la brevedad de su vida, fue la tuberculosis de laringe que le fue diagnosticada a edad temprana y que le convirtió en un enfermo crónico, permanente solicitante de permisos y bajas y peregrino de sanatorio en sanatorio. Aun desde esta disminución, siempre estuvo obsesionado por tener una casa propia y formar una familia. Lo primero lo consiguió bastante después de la treintena, y lo segundo poco antes de morir, aunque su hijo nacería póstumo y no iba a vivir mucho. Antes de eso hubo varios compromisos matrimoniales rotos, y relaciones tormentosas con diversas mujeres, de las que han quedado como prueba copiosas y a veces obsesivas correspondencias. Sin embargo, los testimonios que nos han llegado permiten oponerse al tópico de que Kafka, con esta vida marcada por la frustración y las empresas fallidas, fuera un ser amargado e incluso siniestro. Era extraño, pero ejercía un poderoso magnetismo personal, el que sintieron las mujeres que se relacionaron con él o sus amigos. Entre éstos destaca de lejos el recuerdo de Gustav Janouch, que nos presenta a un Kafka opuesto al pesimismo, crítico pero a la vez capaz de una sincera fe “en la existencia de una conexión inteligente entre todas las cosas e instantes”. Janouch y otros dejan también constancia de su simpatía y de su sentido del humor. Un sentido del humor que también es perceptible en su obra, aunque quizá sea preciso deshacerse de algunos fáciles prejuicios para observarlo.

Kafka murió el 3 de junio de 1924 en el sanatorio de Kierling, en Klosterneuburg, cerca de Viena, donde había ido desde Berlín (ciudad en que, al fin fuera de Praga, acababa de fijar su residencia con su compañera Dora Dymant). Dejó ordenado a su amigo y albacea Max Brod que quemara todos sus escritos, pero éste, traicionando su amistad (salvo que sea cierto, como aseguraba Brod, que a Kafka le constaba que él nunca quemaría nada), los conservó y los dio a la imprenta. Gracias a esa traición han llegado hasta nosotros obras como El proceso, América o El castillo. El efecto de estas obras fue fulminante, y ya en la década de los 30 se valoraba en todo el mundo su importancia, verdaderamente universal. Kafka murió a tiempo. Su familia y amigos, en su gran mayoría, perecieron en los campos de exterminio, en los que el quebradizo Franz no habría tenido ninguna oportunidad.

En vida, Kafka publicó con moderado éxito algunos relatos y la novela breve La metamorfosis. Hay, aparte del rasgo común de la enfermedad, un curioso paralelismo temporal entre Kafka y Proust, pese a que éste era diez años mayor. Fue más o menos por la misma época que Proust cuando Kafka tuvo una iluminación literaria semejante a la del autor francés. Ocurrió la noche en que escribió, de una sola tirada, el relato titulado La condena. Había escrito algunas cosas antes, y no faltas de mérito. Pero fue al escribir ese relato, en una especie de enajenación, cuando dio con el tono y el universo narrativo que en adelante inundarían su escritura, permitiéndole componer sus obras mayores. También hay proximidad en las fechas de publicación de los primeros libros importantes de Proust y Kafka, los que marcaron la irrupción en escena de ambos fenómenos literarios. Era en 1915, año y medio después de que hubiera aparecido en París Por el camino de Swann, cuando se publicaba en Leipzig La metamorfosis. Ambas obras recibieron poca atención al principio. Rara vez una obra ruidosamente celebrada según surge tiene una repercusión duradera. Esto debe mover a reflexionar, como la ácida aserción de Raymond Chandler: “El crítico común jamás reconoce un mérito, cuando existe. Lo explica cuando se ha vuelto respetable”.

La obra de Kafka, fuertemente simbólica, ha sido objeto de muy diversas interpretaciones. Resulta algo arduo enfrentarse a ella con ojos limpios, bajo el peso de tantas lecturas, algunas de ellas desarrolladas por una legión de seguidores y profundizadas hasta la náusea y muy a menudo hasta la gratuidad. Lo más frecuente es leer a Kafka desde la religión o el psicoanálisis. Willy Haas, en el primer bando, ha señalado que sus tres grandes obras se corresponden con otros tres reinos: El castillo con el de la gracia, El proceso con el del juicio y la condenación y América con el reino terrenal. La lectura es indudablemente ingeniosa y hasta útil si se mantiene a su vez como un símbolo (valga la complicación) de lo que cada obra simboliza. Si pretende en erigirse en una síntesis del significado de estas tres novelas, a medida que profundizamos en ellas el expediente se vuelve más escaso e insostenible. Otro tanto vale para la interpretación psicoanalítica, que sostiene que toda la obra de Kafka es una sublimación de su inferioridad hacia la figura del padre. El escarabajo o chinche de La metamorfosis sería un símbolo de esta inferioridad. Nabokov, que como Walter Benjamin rechaza enérgicamente estas reducciones, confesaba sentirse interesado por las chinches (era un experto en insectos) pero no por los chismes, y tildaba lisa y llanamente de disparates los esfuerzos de quienes profesan tales teorías.

Hace algunos años, puestos a exprimir los escritos de Kafka, quien suscribe estas líneas probó a leerlos desde la perspectiva de la filosofía del derecho. Aunque era un ejercicio de aprendiz, más osado que solvente, pude comprobar que ciertos pasajes daban no poco juego al respecto. Como advirtió Albert Camus, la obra de Kafka, y ésta podría ser su grandeza, parece admitir todas las posibilidades, pero no satisface plenamente ninguna. Lo único que puede afirmarse con razonable seguridad es que la intención del escritor checo era fundamentalmente literaria, por su propia actitud, por la manera en que enfrentaba el acto de la escritura (ante todo, como creación) y porque nos consta que eran de carácter literario los ejemplos a los que reconocía mayor autoridad (Dostoievski, Flaubert). En segundo término, no parece descabellado atribuirle un valor metafísico, que posiblemente (no sería nunca taxativo) entrara en el propósito del escritor (entre otros, declaraba sentirse afín con matices a Kierkegaard). Como dice Walter Benjamin, acaso uno de los autores que más certera y tempranamente se percataron del valor de la obra de Kafka, éste escribió fábulas para dialécticos cuando quizá sólo se propusiera escribir leyendas.

A mi juicio, el máximo interés de Kafka, dando por establecida la finalidad estrictamente literaria de su obra, reside en la prodigiosa fidelidad y la rara exhaustividad con que en sus alegorías se disecciona el espíritu del siglo. Como algún otro escritor centroeuropeo (pienso en Robert Musil y en su novela El hombre sin atributos), el autor checo se aproxima a la esencia del hombre contemporáneo y la muestra en su más pasmosa integridad, sin hurtar todo el absurdo y toda la miseria de la civilización que ha conseguido casi al mismo tiempo, por poner algunos ejemplos, la penicilina y la bomba atómica, la declaración universal de los derechos del hombre y las más sistemáticas persecuciones raciales que la historia recuerda. Kafka viola con su bisturí afilado la superficie a veces altiva y desdeñosa de la modernidad satisfecha, desvelando que debajo de esa película se oculta la ruindad de siglos, la desidia, la insuficiencia, la crueldad. Quizá por eso su lectura no es cómoda, y muchos la rehúyen por encontrarla excesivamente truculenta, juicio a todas luces injusto, porque debe dejarse dicho con toda contundencia que Kafka jamás recurre al exceso. Nada más ajeno a esta obra que cargar las tintas, e incluso cuando mira de frente el horror se produce con una contención difícil de igualar.

Jorge Semprún, que ha conocido el horror del siglo y ha vivido para contarlo, dedica en su memoria de aquella indignidad suprema, La escritura o la vida, algunas páginas no casuales a Kafka. En ellas se contienen palabras inspiradas y hermosas sobre el realismo esencial de Kafka, sobre su privilegiada, casi visionaria comprensión de la sociedad que le rodeaba y sobre la sobriedad con que dio en expresarla: “La escritura de Kafka, por las sendas de lo imaginario menos enfático que pueda darse, más impenetrable a fuerza de transparencia, remite sin cesar al terreno de la realidad social, descubriéndola, desvelándola con una serenidad implacable”. Señala Semprún una notable coincidencia cronológica: Kafka nació el mismo año que murió Karl Marx, y murió el mismo año que Lenin. Pese a esta conexión casi fatídica con dos figuras cruciales de su época, es cierto que en sus diarios, en los que dejó comentarios relativos a los aspectos más insignificantes de su existencia, no hay referencias a las convulsiones de su tiempo (todo lo más, sabemos que simpatizaba vagamente con el socialismo, y que le maravillaba la docilidad con que los obreros accidentados acudían al Instituto en que trabajaba: “En lugar de quemar el edificio, vienen pidiendo por favor”, observaba). Sin embargo, anota Semprún “todos sus textos remiten a la espesura, a la opacidad, a la incertidumbre, a la crueldad del siglo, que iluminan de forma decisiva”.

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