Con Philip Marlowe uno se iría tranquilo al fin del mundo, y cuando escribo fin del mundo, me refiero a la idea tradicional: alguno de esos lugares desamparados donde debe economizarse fraternalmente la comida o el combustible, y donde todavía pueden experimentarse desfallecimientos y percances rigurosamente fatales. El hombre occidental llega a creer, en su embotamiento intelectivo mayoritario, que esos lugares han dejado de existir. Un porcentaje pequeño, con singular lucidez, alcanza a imaginar que debe quedar aún algún fin del mundo, en alguna región lejana, y a esa intuición se superponen imágenes tópicas de la tundra o de la Tierra de Fuego. Pero el fin del mundo sigue existiendo y lo tenemos cerca, y en el fondo lo sabemos, aunque nos cuesta tanto mirarlo. Está en una calle de nuestra propia ciudad, donde alguien se juega la vida para poder comer o para impedir que la lluvia le caiga encima, o donde hay un hospital en el que agoniza sin promesas un anciano moribundo. A veces nuestro camino se tuerce incómodamente y aparecemos ahí, en la calle o en el hospital, y tenemos que enfrentar la mirada del desahuciado. Entonces nos apartamos, con un escalofrío, y nos damos prisa en cambiar sus ojos por alguno de los ojos gozosos y jóvenes que se nos despachan en alguno de los colmados de optimismo mercenario que proliferan a nuestro alrededor. En ellos olvidamos el único conocimiento que nos restituye nuestra condición en su radical integridad: al final, nosotros mismos seremos ese desahuciado, y nuestros ojos serán los rehuidos. Es en ese trance, por ejemplo, donde me gustaría contar con Philip Marlowe, porque Marlowe tendría el pundonor de seguir mirando, como tiene el de seguir recordando a su viejo amigo Terry Lennox al final de El largo adiós, justamente cuando está delante del canalla bronceado en que su viejo amigo Terry Lennox se ha convertido y en el que él se niega a reconocerle.
Philip Marlowe es un gran tipo y un gran protagonista, además, porque asistimos a todas sus vicisitudes interiores, lo mismo cuando sirven para enaltecerle que cuando contribuyen a rebajarle. Y le perdonamos que muchas mujeres (demasiadas) se enamoren de él, porque sus escarceos con ellas son en realidad torpes juegos de adolescencia impenitente, y porque la remota Eileen Wade, la única mujer que le fascina de veras, le deja atrás con insultante naturalidad. Pero lo que sobre todo nos ayuda a aceptarle, aun en su reprensible condición de entrometido a sueldo, es que sus pesquisas no tienen como finalidad primordial defender los intereses de quien le paga, ni siquiera el logro de la justicia, esa ficción dudosa a la que se consagran tantos burdos detectives. Philip Marlowe sólo pretende permanecer fiel a sus principios, a su personal y sentida ars boni et aequi. Por eso no duda en conspirar contra la policía, ni en destruir pruebas, ni en maniobrar al margen de los intereses de su cliente. Todos los hipócritas se espantan ante un hombre de principios, y por eso Marlowe acaba alguna vez en el calabozo, o le apalean, o se le retira el encargo. Nadie encaja con absoluta imperturbabilidad ese tipo de contrariedades, pero él nunca se amarga por eso. Siempre tiene a su alcance una reparación: sentarse ante el tablero para reconstruir una vieja partida de Capablanca, o enfrentarse al espejo bajo la luz débil de su cuarto de baño, y en ese silencio y esa soledad acertar a convencerse de que sus principios, aunque se haya dejado algún jirón por el camino (quién no), siguen aún en pie.
El caso del anónimo Narrador de la Recherche, el presunto y discutido alter ego de Proust, es en mucho diferente. Con él nadie iría ni a la vuelta de la esquina. En un naufragio sería el histérico por el que se ahoga el que ha saltado del bote para rescatarle, en una caravana en el desierto el que se bebe toda el agua, en una epidemia el que distrae para sí el escaso medicamento salvador. Desde el principio aprendemos que es un egocéntrico imposible, empeñado en absorber la existencia de su madre, sus amigos, las muchachas en flor que demasiado bien sospechamos que en el fondo no le preocupan gran cosa, salvo que decidan tomar la sensata resolución de poner la máxima cantidad de tierra de por medio. Sus inquietudes artísticas, sus urgencias sociales, incluso su misma ansia de saber resultan malsanos. A la postre, todo parece parte de la misma intriga febril, sin otro propósito que llevar a cabo una especie de pillaje sobre la vitalidad que percibe a su alrededor y de la que él, en su postración física y moral, involuntaria o buscada de propósito, carece. Todo esto no sería demasiado grave, con todo, si hubiera algo de equidad en su proceder. Pero al amor honrado que sólo unos pocos despistados o santos le profesan, corresponde con una actitud idiota de doncella antojadiza, y a la frialdad que los demás le dispensan opone un despecho risible, que no repara en gastos, hasta llegar a la más completa ignominia.
Y sin embargo, de esa alma despreciable, cuya mezquindad sólo es menos formidable que la desnudez con la que se nos muestra, nace como del estiércol la limpia flor de una sensibilidad de cristal y acero, minuciosa y vasta, valerosa y prudente, cálida y punzante. El que carece del mínimo sentido imprescindible para gobernarse a sí mismo, extrae de las pequeñas sensaciones furtivas de la vida una sabiduría que nos ilumina a todos, y la formula con sublime candor: La muerte de uno mismo no es imposible ni extraordinaria; se consuma sin que nos enteremos, si es preciso contra nuestra voluntad, cada día. Pero no es ésta su cualidad más extraordinaria. Si algo me mueve a quererle, es su suprema paradoja: egoísta y avaro por naturaleza, es él quien nos da, para pasmo general, la lección máxima de la mirada. Nadie hasta entonces había mirado como él, tanto y a tantos, en tantas direcciones, a tanta profundidad. Es como si en la mirada, practicada hasta el heroísmo, hasta el agotamiento y la muerte, estuviera la redención de sus faltas, la cruz infinita en la que ha de hacerse clavar los pies y las manos. Allí queda, a merced de todos los lanzazos del mundo que de otra forma no habría podido conquistar. Esa cruz, en fin, es el libro; porque no mira sólo, sino que mira y lo cuenta. Tan por encima de todo narra que deja de vivir y sólo narra interminablemente, lo que otros vivieron y lo que él mismo no ha vivido. Y de ese no suceder hace una historia increíble, que creíblemente puede ser nuestra propia historia, porque en la vida de casi nadie sucede al final mucho, si se examina sin pasión.
Por eso, más que ningún otro, merece el nombre de Narrador, y cuando damos vuelta a la última página y su voz se extingue, comprendemos con un estremecimiento el prodigio de aquella ruindad suya que tanto nos repelía al principio. El Narrador veleidoso, débil y casi exasperante, es a la vez el pintor y el cuadro; no estamos contemplando la fotografía que le han hecho a hurtadillas, sino el retrato que él, mirándose de frente con los ojos desorbitados, ha trazado sin clemencia de sí mismo. Quien llega a esa última página apocalíptica sabe que el libro no es la memoria ensimismada y rencorosa de un inadaptado. Es todo lo contrario: un ingente sacrificio.
Para el sacrificio nació también, por razones diferentes, el infructuoso raciocinador K., que es procesado bajo el nombre de Josef o llamado a un inaccesible castillo como agrimensor. Antes de que consiga comprender el proceso que se le instruye morirá de una cuchillada; antes de que consiga entrar en el castillo se desplomará extenuado sobre la nieve. Y él lo sabe y quienes seguimos sus pasos también lo sabemos. Sin embargo, él sigue y nosotros le secundamos, entre el estupor y las caricias de seres extravagantes que nunca le entienden y a quienes él percibe que nunca podrá llevar hasta el lugar al que se dirige. No se sabe que admirar más en este hombre: si la firmeza con que cree en su inocencia y en la iniquidad de las persecuciones que padece, o la docilidad y aun la convicción con que acaba aceptando los castigos que le están destinados, cuando dilucida que la única transacción que cabe ajustar con el verdugo es la dulzura con que se producirá el golpe de gracia.
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