Lorenzo Silva - El misterio y la voz (inquisiciones sobre la novela)
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– La idea de la profanación: Que parte como es obvio de una convicción previa, tácita o expresa, sentida o simplemente recibida, acerca de lo que es sagrado. Aquí se sitúa su tratamiento de la homosexualidad, masculina y femenina, que adquiere gran importancia en el desarrollo de la historia, hasta el extremo de que al final casi todos los personajes masculinos importantes caen en la una y casi todos los femeninos en la otra. Hay un texto primitivo de Proust, Confesión de una muchacha, en el que ya se apunta esta temática. En esa historia una muchacha se reúne en vísperas de su noche de bodas con un antiguo amante, al que seguramente no ama, pero con el que saborea el pecado de la infidelidad a su futuro marido. En un pasaje de En busca del tiempo perdido reaparece la idea, cuando la hija del músico Vinteuil se burla con su amante lesbiana del retrato del padre muerto. Y George Painter, acaso el biógrafo más reputado de Proust, ha señalado un episodio semejante en la vida real del escritor, en el que el objeto de la vejación eran fotografías de su propia madre muerta, a la que había adorado fuera de toda discusión. Esta faceta turbia atraviesa toda la obra, y es un contrapunto oscuro que adensa la humanidad de sus personajes.
– La comunión de inteligencia y sentimiento: Proust supera, satisfactoriamente, la dicotomía tradicional entre ambos conceptos, dando absoluta preeminencia al sentimiento, pero sin caer en la gratuidad o en burdos romanticismos, sino a partir de un juicio estrictamente racional que reconoce al intelecto toda su dignidad. Es un sentimiento inteligente y una inteligencia sentida, en recíproco beneficio y enriquecimiento de ambos. Proust lo expresa así, en Contra Sainte-Beuve: "Las verdades de la inteligencia, con ser menos preciosas que los secretos del sentimiento, tienen también su interés, porque esta inferioridad de la inteligencia es ella quien la establece, sólo ella es capaz de proclamar que el instinto es la primera virtud". La importancia concedida al sentimiento y al instinto es tal que se arremete contra aquellos que, no sintiéndose capaces de dejarse guiar por ellos, prefieren asumir mil tareas para renunciar a ejercitarlos, renunciando así a "lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero Juicio Final".
– Su asunción de la literatura como forma de expresión y de vida: En Proust la literatura alcanza rango de absoluto, y pocos han meditado con tanta clarividencia acerca del fenómeno literario. El efecto que nos produce su obra no es una casualidad, está buscado y se basa en una comprensión profunda de los mecanismos que producen la impresión del lector. "El valor de las cosas leídas o escuchadas es de menor importancia que el estado espiritual que pueden crear en nosotros, y que no puede ser profundo sino en esa soledad poblada que es la lectura", escribió en el prólogo a su traducción de Sésamo y lirios. Proust no se limita a reunir palabras o relatar una historia, busca en su libro reconstruir las sensaciones del pasado perdido y a través de ellas provocar las sensaciones del lector. Para ello sale a su encuentro, pero no para que se convierta en espectador, sino para que participe de su ceremonia, casi mística. En El tiempo recobrado hay un hermoso texto, que es toda una síntesis del pensamiento y la actitud estética y vital de Proust. Dice así: "Solamente la impresión, por mísera que parezca su materia, por inconsistente que sea su huella, es un criterio de verdad, y por eso sólo ella merece ser aprehendida por la mente, pues sólo ella es capaz de llevarla a una mayor perfección y de darle una pura alegría. La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y en el del escritor viene después. Lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro. Sólo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y que los demás no conocen".
Estas palabras demuestran que detrás de la obra hubo en todo momento un artista con conciencia y voluntad, abnegado y podría decirse que hasta ejemplar, aunque a primera vista pueda engañarnos el aspecto mundano de su relato y tengamos la irresistible propensión a creer que el autor no terminaba de ser una persona recomendable. Walter Benjamin dejó perfectamente formulada esta paradoja. Tras reconocer que En busca del tiempo perdido es acaso "la mayor realización poética de las últimas décadas", agrega que lo es "pese a fundarse en condiciones poco sanas: una dolencia extraña, gran riqueza y una predisposición anómala. Nada en esa vida es digno de imitación, pero todo en ella es un ejemplo".
Para quienes hemos caído víctimas del veneno de la literatura, Proust es una referencia insoslayable, aunque siempre permanezca en él algo incomprensible, que resiste todos los intentos de razonar su hechizo como los que quedan laboriosamente expuestos. Sea como fuere, los libros que se han escrito después de él son diferentes de los que se escribían antes, porque contribuyó a salvar a la literatura de la rutina y de los límites en que empezaba a ahogarse y le otorgó una soberanía nueva, la posibilidad de recobrar ciertas realidades ocultas de las que la comodidad de la convención invitaba a prescindir. Quizá fue necesario un ejemplo tan extremo, un ser tan desvalido con una peripecia tan insignificante, para que al desbordarla de manera tan formidable pulverizase todas las dudas que pudieran cabernos acerca de la potencia sublimadora del arte.
También dejó Proust una de las definiciones más contundentes y atinadas acerca del acto de la lectura, fin último al que en suma se encamina el esfuerzo de quien escribe libros. Una definición sucinta que sintetiza admirablemente dos conceptos opuestos: "comunicación en el seno de la soledad". Soledad habitada, que por ello no es una penalidad, y comunicación solitaria, que por ello no es palabrería, sino palabra que queda en el tiempo y que con el tiempo puede ser recobrada siempre.
FRANZ KAFKA
La mentira necesita el fuego de la pasión. Sin embargo, con eso descubre más de lo que oculta y ése es un lujo que no me puedo permitir. Por eso, para mí sólo cabe un escondite: la verdad.
FRANZ KAFKA a Gustav Janouch
A la hora de hablar sobre Franz Kafka, debo comenzar consignando mis dificultades para cumplir la tarea. Por un lado porque de ningún otro escritor me he ocupado tanto y de ninguno me he reconocido tan deudor, hasta el extremo de haberle dedicado (podría ser ésa la palabra), en subrepticio homenaje, la más ambiciosa y extensa de las novelas que he sido capaz de escribir. Por otra parte, y uso aquí de la erudición y el ingenio de Vladimir Nabokov, a Kafka puede aplicarse la insolente frase con que Hegel replicó en cierta ocasión a un filósofo francés que le requería concisión y claridad al enunciar determinado problema filosófico: “Éstas son cuestiones que no pueden decirse concisamente ni en francés”. Y ello pese a que la obra de Kafka sea, en el terreno de la expresión, de las más espartanas que nos ofrece el siglo XX. Porque debajo de su sencilla exactitud se esconde una complejidad de ideas y sentimientos cuya turbulencia, al dejarse sólo entrever, nos apabulla.
Franz Kafka nació en 1881 en Praga, en una casa contigua a la plaza de la Ciudad Vieja, verdadero corazón de la ciudad. Su padre era un comerciante judío hecho a sí mismo con titánico esfuerzo, y su madre, también judía, una mujer de posición algo más desahogada que había seguido a su marido en los tiempos difíciles de su traslado a la capital checa. La infancia de Kafka transcurrió en diversos domicilios siempre cercanos a su casa natal. Desde pequeño demostró un carácter meditativo y frágil, y se sintió mediatizado por la presencia del padre, un hombre cuyo carácter era radicalmente antitético al suyo: expeditivo y a menudo brutal, con sus empleados y con su propia familia. Aunque se tratase de una brutalidad moral, no física, su huella, como el propio Franz dejaría escrito en su célebre Carta al Padre, sería permanente e irreversible. Kafka acudió al instituto alemán de la ciudad, y escribió toda su obra en esa lengua. A fines del siglo XIX, las clases influyentes de la sociedad praguense, vinculadas a la organización administrativa del Imperio Austrohúngaro, del que Checoslovaquia formaba parte, eran germanófonas, y también lo era la comunidad judía, que ocupaba una especie de escalón intermedio entre las clases superiores y el grueso de la población checa. La oligarquía alemana del Imperio se servía de los judíos para mantener alejados a los checos de ciertas actividades importantes aunque secundarias (el comercio, las profesiones liberales), y los judíos se amparaban en los alemanes, adoptando su idioma, para defenderse del antisemitismo más o menos generalizado de los checos. Un antisemitismo que hoy puede sorprender y que en parte estaba inspirado por la connivencia hebrea con el opresor, en una suerte de círculo vicioso. Conviene dejar reseñadas estas circunstancias no sólo para explicar la elección lingüística de Kafka, sino para apuntar de qué forma peculiar se insertaba en la ciudad a la que tan vinculada se mantendría su vida e incluso su obra, aunque muy rara vez haya en ella alusiones expresas (por ejemplo, es al monte Laurenzi, cercano a Praga, a donde suben los protagonistas de Descripción de una lucha). En cualquier caso, nos consta que Kafka no vivió absolutamente de espaldas a la realidad checa. Entendía el idioma y podía hablarlo, aunque no se sentía en él tan seguro como para utilizarlo a la hora de escribir. Tras completar su enseñanza secundaria, cursó estudios de Derecho (otro jurista metido a escritor, o escritor que se hace pasar por jurista) en la Universidad Carolina de Praga, donde se doctoró. Tras una serie de prácticas como pasante y en los juzgados (de las que sin duda recogió sus impresiones para la descripción de la organización judicial que se retrata en El proceso) se incorporó a la compañía de seguros Assicurazioni Generali, con la que confiaba en poder viajar a lugares exóticos y ver mundo, una obsesión que mantendría toda su vida mientras permanecía casi recluido en el perímetro delimitado por unas pocas calles de Praga. Sin embargo, la experiencia no fue favorable, y apenas un año después de obtenerlo abandonaba el empleo, en el que, según escribió, había sido objeto de más humillaciones de las que era capaz de soportar. Entró a trabajar en el Instituto de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, donde transcurrió el resto de su vida profesional y llegó a alcanzar cierta responsabilidad y el aprecio de sus superiores.
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