Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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– No lo sé. Si Dios existe o no, dudo que sea de mi incumbencia.

– ¿Y a qué vas a misa?

– A cantar, a mirar a la gente. Me gusta el rito, cualquiera sea. Y hoy te he invitado para que pidamos salvación después de tanto pecado -dice con tono burlón.

Floreana se ruboriza. No ha visto a Pedro ni ha hablado con él desde el viernes, en la fiesta.

La nave central está dividida en dos hileras de bancos: los hombres se sientan a la derecha, las mujeres a la izquierda. El techo, un óvalo construido con tablas antiguas que forman una perfecta cúpula, está pintado de cielo, azul el fondo y amarillas las estrellas que parecen titilar.

Pedro y Floreana se sientan en el segundo banco y con una inclinación de cabeza dirigen un discreto saludo al sacerdote y al sacristán, que hoy parece un obispo con su vestimenta morada de monaguillo. Pedro participa del ceremonial en perfecta consecuencia, y a la hora de los cánticos no sólo conoce de memoria las palabras sino que las entona a voz en cuello, con visible alegría.

Cuando el sacerdote ofrece la comunión, la fila se repleta de mujeres que esperan tomar el sacramento. Un solo hombre las acompaña, uno en toda la iglesia.

– Está claro en qué sexo se acumula el pecado -le susurra Pedro al oído.

– O está claro cuál es el sexo que necesita hacerse perdonar -responde Floreana, la voz muy baja.

Mientras el cura se afana en limpiar el cáliz y guardar las hostias sobrantes, sube el fiscal al pulpito y le habla al pueblo desde allí. El tema es el cementerio parroquial, el que linda con el Albergue.

– A partir de ahora, no habrá más moros -dice el fiscal-. Los no bautizados del pueblo podrán enterrarse junto a los cristianos, no van a quedar en las esquinas del cementerio, como antes.

Pedro clava su codo en las costillas de Floreana:

– ¡Moros y cristianos! Nunca creí que a fines de este siglo mis oídos llegaran a escuchar algo parecido.

A la salida de la misa, un esquivo rayo de sol tienta a los feligreses. Floreana cierra los ojos para recibirlo. La lluvia delgada se cruza con el sol y el arcoiris que atraviesa los cerros parece la cinta de un regalo de cumpleaños.

– Éste es el Chile arcaico -comenta Pedro-. ¿Cuánto más durarán estos reductos?

– No soy muy optimista, creo que tienen sus días contados.

– Aquí estamos salvados, Floreana, ¿lo sabías? Tantos viven hoy en la sobriedad y el aburrimiento de sus vidas diarias, sin vuelo alguno, porque los cerros no los rodean tentándolos, porque ven el mar como un obstáculo y no como un camino, porque no tienen cien imágenes de sí mismos que los interroguen: ¿cuál soy yo? Viven su mesura, elegida y calculada, la que yo nunca viviré. ¡Me sofocaría!

– Porque ellos no intoxican, como tú, hasta el más puro de los paisajes.

– De acuerdo. Si yo entro por un huerto de limones, soy capaz de transformar su inocente azahar en veneno.

– O sencillamente arremeter contra ellos.

– Es que le temo tanto a la velocidad. La he vivido hasta el tuétano, lo confieso, pero hoy quiero estar en el tiempo eterno: éste. Créeme, tengo que pelear para que no me mate la vorágine que me espera en cada esquina. Quiero que la inocencia me lleve a este otro tiempo, el del cementerio que divide a los muertos entre moros y cristianos. A propósito, no entendí la figura del señor que habló desde el pulpito. ¿Quién es?

– Es el fiscal. Los fiscales son una institución chilota, los encargados de las capillas cuando el cura no está. Es que aquí los jesuitas construyeron como cien iglesias, todas esas preciosuras que vemos en la isla, y el cura (había muy pocos) pasaba una vez al año por cada misión. Entonces el fiscal le juntaba a la gente para cada visita: los que debían casarse, bautizarse, etcétera, y tenía todo preparado para la fecha en que el cura llegaba.

– ¿Cuándo sucedió todo eso?

– En el siglo xvii.

– ¡Me enamoro de ti cuando te veo de historiadora! A veces lo disimulas tan bien.

Caminan un poco, sin dirección precisa.

– ¿Ves que tengo razón cuando te pido que nos quedemos en el pueblo? Esta misa te lo demuestra. Aquí podemos capear el temporal…

– ¿Cuál temporal? O mejor dicho, ¿cuál de todos?

– El del desorden actual que vive este país con su identidad, y todos los demás desórdenes de los que hemos hablado. Yo estoy por las formas, sólo las formas. Y aquí se mantienen, impertérritas.

Floreana lo mira, interrogante.

– El problema de Occidente, querida mía, es que pretendió unir forma y contenido. Los unió en el sentido y se armó la confusión, porque las formas deben mantenerse separadas del contenido. Su unión enreda los actos inocentes, que son los que aún importan. Ahora, si te interesa saberlo, para mí lo único que tiene sentido es la forma; los contenidos dan lo mismo. ¡Antes me importaban tanto! Ahora adoro todo lo aparente, cuando antes lo odiaba. Es una conclusión reciente a la que llegué al cumplir los veinticinco años.

Pedro la mira de reojo antes de concluir:

– Es por eso que me interesó la noche del viernes. Por las formas.

Ya, imposible hacerle el quite: como fuese, Pedro enfrentaría el tema y Floreana sabe que es inútil impedirlo.

– ¿Qué pasó el viernes con las formas? -pregunta con pretendida inocencia.

– ¡Desaparecieron! ¿No te parece fascinante como fenómeno? Fue la noche que se volvió loca. O, para ser precisos, Flavián y tú volvieron loca a la noche. ¿No te acuerdas de cómo los aplaudió la gente del pueblo? ¡Ustedes contagiaron cada palma, la yema de cada dedo! ¡Estuvo a punto de terminar en una bacanal! El cura, supongo que para mantener su virtud, se retiró. Tus amigas lesbianas empezaron a atracar sin tapujos, a los pescadores se les soltaron las trenzas y por poco lengüetean a unas cuarentonas con cara de intelectuales liberales que se dejaban hacer, felices. El carabinero punteaba a la auxiliar del policlínico y ella le pedía más y más, a don Cristino se le olvidó cuánto cuesta cada kilovatio y bailaba muy acaramelado con doña Fresia, el sacristán perdió la cabeza por esa esotérica con pinta de anoréxica, el ingeniero de la pesquera besuqueaba a la loca de la Telefónica, el alcalde perseguía a Elena por el gimnasio dando saltitos, excitadísimo don Raúl. ¡Todos perdieron la compostura! ¡Debieras haber visto el espectáculo!

– ¿Y Flavián?

– Se fue rápido. Bailó una vez con Prosperina y partió.

– ¿Y tú?

– Yo terminé adentro de un bote con uno de los pescadores, en la caleta chica al lado de la casa.

– Pero, Pedro… -algo ensombreció el semblante de Floreana.

– ¡No seas fresca, my lily of the west, my faithless Flora! Tú te pegaste el atraque de tu vida y pretendes estar celosa porque te seguí el ejemplo. En general yo salgo del pueblo cuando quiero hacer de las mías, tú sabes, por discreción con mi tío. Pero esa noche todo fue distinto. Gracias a la cantante irlandesa, o a ti, descubrí que no necesito salir. Aquí mismo hay mucho material y yo no lo había averiguado.

– Pedro… -Floreana se le acerca, toma una de sus manos, con la suya libre le sujeta una cadera; inquieta, no sabe cómo mover su cuerpo, cómo comportarse.

– Estás caliente -le dice él, muy serio.

Es mentira que sólo el viento silbe, las palabras también lo hacen.

– No digas leseras -se aparta de él avergonzada y le da la espalda.

– Estás caliente con Flavián y quieres que yo te alivie. Mírame, Floreana, mírame.

Se gira: su cuerpo joven se muestra ante ella, siempre ceñido, siempre provocativo, siempre tibio. Vulnerable como el de ella, desprotegido, aventurero. Pero a diferencia de Floreana, es un cuerpo que no vacila, que no guarda reservas. Es un cuerpo expuesto.

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