La incredulidad de Floreana no es una pose, el asombro la enceguece.
– ¡No te creo, Elena, te juro que no te lo creo!
– Pero, Floreana… ¿por qué no?
– ¿Cómo por qué? ¡Ante nuestros ojos, y los de tantos, tú eres una mujer imbatible! ¿Quién es Flavián para haberse dado ese lujo? Me resulta difícil imaginar que un hombre te pueda haber dejado. ¡A ti, Elena!
– Sí, a mí -repite con humor, divertida ante la reacción de la mujer sentada frente a ella-. Dos cosas importantes, Floreana, para no olvidar: primero, no existen las mujeres todopoderosas, el amor no hace diferencias y arremete con todas por igual, porque es, gracias a Dios, una demencia muy democrática; segundo, los hombres actuales tienen una característica bastante rara: quieren lo que no tienen la valentía de elegir. No olvides eso. A mí me quiso y no me eligió. Bueno, más tarde también la dejó a ella.
– ¿Y por qué se vino al sur, entonces?
– Tuvo un problema en la clínica donde trabajaba.
– Sí, lo sé. Él me lo contó.
Elena se sorprende genuinamente.
– ¿Te lo contó él? Pero, ¿a qué grados de intimidad has llegado, mujer? No es una historia que Flavián suela relatar.
Floreana ríe suavemente, sintiéndose por primera vez dueña de algún poder sobre ese hombre aparentemente tan disputado.
– Sigue -le dice a Elena.
– Entre sus remordimientos, continuaron los problemas con su mujer. Ella insistía en quedarse con él. Flavián le propuso que anularan el matrimonio, le dijo que estaba dispuesto a pagar su consentimiento con este mundo y el otro. Ella aceptó y él pagó el precio muy confiado. ¿Qué crees tú que hizo ella luego de haberlo esquilmado? Se negó a firmar la nulidad. A eso se llega cuando no existe una ley de divorcio; la famosa nulidad en este país da lugar para las peores manipulaciones. ¡Y mejor ni te cuento cómo lo chantajeó con los hijos!
– En otras palabras, siguen casados… -murmura Floreana, consciente de que siempre le vienen a la cabeza las cosas importantes y las secundarias al mismo tiempo.
– Y lo estarán, en las formalidades vacías, hasta la muerte. Así lo ha jurado ella, al menos.
– ¿Y qué quiere conseguir, si ya lo perdió a él? -Floreana recuerda la facilidad con que ella había firmado la nulidad de su propio matrimonio cuando su marido se lo pidió.
– Es la única instancia de poder que le queda, su última venganza. Flavián ha encontrado la paz aquí, alejándose de ella, porque en Santiago no cesaba de perseguirlo en esa mutua destrucción en que vivían. Además, él quedó muy empobrecido. En la práctica, todo su dinero y sus propiedades quedaron en manos de ella. ¡Pobrecito! Sentía que se ensañaba en él la perversidad de todas las mujeres. Tal como ha dicho, quedó asqueado de la condición femenina. Y de sí mismo por tolerarla.
Elena sonríe para sus adentros. Quizás atrapó un recuerdo cariñoso en el aire, no hay dolor en sus palabras.
– ¡No se puede con él! -en la voz de Floreana la rabia y el resentimiento parecen sujetarse apenas, con puntadas hechas a mano, propensas a soltarse-. Cualquier impulso vital de entrega que una sienta, ¡cualquiera!, termina coartado por su avaricia.
– ¿Avaricia? No, nadie priva a otro de lo que no tiene. Debes distinguir entre un pobre y un avaro: uno retiene porque no quiere dar, el otro porque no tiene qué dar.
Como si Flavián hubiese olvidado por completo el alfabeto del amor.
Mierda, piensa Floreana, ¡mierda!
– Pero no te engañes con él -continúa Elena-. Una vez atravesado su resentimiento, te encuentras con un hombre querible en extremo. Ese tipo de hombre con que todas alguna vez soñamos: complejo, sensitivo y justo, capaz de adentrarse en los vericuetos más oscuros del otro y de acogerlos con una infinita ternura.
– ¿Por qué lo invitaste al pueblo, después de esa historia?
– Yo ya había clausurado hacía mucho mis sentimientos por él. Además, en algún espacio íntimo me sentía responsable de su descalabro. De no mediar nuestra relación, las cosas habrían ido por otro camino, estoy segura. Podría haberse evitado tanta indignidad. Yo fui, después de todo, lo que desequilibró más a su esposa: me transformé para ella en una verdadera obsesión.
– ¡Qué celos debe haber sentido! -Floreana lo afirma con vehemencia, como si supiera muy bien lo que dice.
– Pero lo importante es que nos convertimos en grandes amigos. No es raro, yo soy muy amiga de los hombres que he amado, me resulta fácil relacionarme con ellos en el plano de la amistad cuando el romance ha terminado. Y debo reconocer que me hace muy bien su presencia en estas latitudes, es un vínculo con ese antiguo yo que a veces olvido y, como no quiero borrarlo, él me ayuda.
– ¿No le tienes rabia?
– Ninguna. Ambos le creamos deudas al corazón, y las hemos pagado.
Odio ser tan irreductiblemente yo, medita Floreana al comprobar lo benéfica que resulta la serenidad de Elena.
– No volvamos a mencionar lo de anoche -dice súbitamente, y se levanta de la mesa como si todo lo que ha escuchado cambiase radicalmente sus puntos de referencia-. Ya pasó, te ruego que lo olvides, tal como lo haré yo -suena tajante, lo decide sin haberlo previsto-. Me queda muy poco tiempo aquí, Elena, y no quiero desaprovecharlo.
Soy la pecadora del Albergue, se dice, ¡no vine acá para esto!
Con el plato en una mano y el cenicero en la otra, busca el enorme recipiente de la basura y bota los restos del cigarrillo; luego se acerca al lavaplatos y abriendo la llave enjuaga su plato, dando así por terminada la conversación. Un brillo distinto, que Floreana no sabe interpretar, asoma en los ojos de Elena:
– De acuerdo. Entonces no olvides tú lo siguiente: existen seres, tanto hombres como mujeres, que los otros no pueden dejar de tocar, sea con el roce de una mano, un cariño en el pelo o el apretón de un músculo, en fin, algún gesto que desahogue, porque no tocarlos es una locura.
Floreana hace un esfuerzo por absorber la ambigüedad de esas palabras. ¿Cuántas lecturas le sugieren? ¿La está consolando Elena, le está informando o le está advirtiendo?
Su gran duda -la actual relación entre Elena y Flavián-, ésa que la ha desasosegado antes y después, permanece aún encubierta.
Al caminar hacia su cabaña, busca a través de la lluvia la línea del horizonte. Pero en la medida en que ignora dónde se encuentra ella misma, esa línea le parece falsa e inútil.
Nada de arrepentimientos, ¿verdad?
– Aunque estemos trasnochadas y todavía un poco borrachas, tomémonos el último trago las cuatro juntas, si es que podemos llamarle trago a este licor de damasco -pide Angelita esa noche, la del sábado siguiente al viernes de la fiesta.
– ¿A qué hora parten?
– Mañana al alba, para tomar el avión en Puerto Montt.
Floreana, entristecida, arregla la mesa de centro, pone cuatro pequeñas copas y sale a la intemperie -el refrigerador de la cabaña- para recoger el hielo. Corta en trozos el queso que ha robado de la cocina y coloca en un platillo las únicas aceitunas que consiguieron en la cabaña de las bellas durmientes. Nadie bajó ese día al pueblo, como si la lluvia y los sentimientos se lo hubiesen impedido a cada ocupante del Albergue.
Las maletas están listas, agrupadas al lado de la puerta.
– Cuéntenme sus planes -pide Olivia, siempre un poco al margen de lo que sucede a su alrededor.
– Nos vamos a vivir juntas, a mi casa -responde Angelita, y su mirada se vuelve brillante-. El tercer piso es una enorme mansarda, con baño propio. Les diremos a los niños que Toña arrienda esa pieza porque la casa, y eso es cierto, nos queda un poco grande a nosotros. Será la versión oficial, para mi mamá y para toda la familia, especialmente para mi ex marido. Como Toña es una actriz famosa, a todos les va a encantar tenerla entre ellos. La idea es que yo sea su agente: Toña no sabe manejarse con los contratos y le cuesta tomar decisiones. Yo lo haré con ella, en la idea de que vuelva al teatro y no a la televisión, por ahora. Y la cuidaré: ni una droga, ¡ninguna!
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