– ¿Y cómo te vas a mantener por mientras, Toña? -pregunta Olivia, para quien el dinero es esencial en todo paso que se dé.
Antes de que Toña alcance a responder, lo hace Angelita:
– Por ahora, yo mantengo el sistema. A mí lo único que me sobra es plata y no le tengo mayor apego, tú lo sabes -dice mirando a Toña.
– No será un préstamo en saco roto -la dignidad de Toña habla por ella-. Nos resarciremos las dos, con creces. No me cabe duda de que me va a ir muy bien, ya tengo a alguien que me cuide, lo que me ha faltado desde siempre. Sé que con un poco de apoyo puedo ser la mejor actriz de este país. También, a veces, me han faltado los hijos. ¡Qué alivio que Angelita ya los tenga, así no tendré que parirlos yo!
Floreana se ríe.
– Estos meses en el Albergue me han limpiado tanto por dentro -continúa- que hasta podré adoptarlos afectivamente, cosa insospechada para mí hace tres meses.
– Y mi tarea en la vida dejará de ser la dulzura, ¡por fin! ¡Van a ver cómo tomo las riendas, chiquillas!
Se las ve radiantes; Olivia las mira entre irónica y dubitativa:
– ¿Les irá a salir tan fácil?
– No seas aguafiestas -dice Floreana.
– Pero si de alivios hablamos -continúa Angelita-, el mayor es éste: no preguntarme más por los hombres, esos extraños seres a los que nunca entendí y que tampoco me entendieron a mí.
– ¡Adhiero! -exclama Toña triunfal, pero luego aparece en ella su expresión más reflexiva-: Elena cree que el día en que los hombres dejen aflorar su lado femenino, que indudablemente tienen, como nosotras el masculino, las cosas cambiarán. Pero yo pienso que eso es casi imposible… ¿Cómo van a dejar aflorar lo que en su infancia tuvieron que matar?
– ¿Qué quieres decir?
– Es lógico: nace el niño del vientre de una mujer y se encuentra con que la persona que le da la fuerza, la que lo nutre en todo sentido, no es de su mismo sexo. Mira hacia el padre y la mirada se le devuelve: no es él quien me ha dado la seguridad, él carece de los elementos de mi madre… sin embargo, yo debo aspirar a ser como él. Entierra en lo más recóndito cualquier identificación con la mujer y suplanta estas carencias con el poder. Allí él empieza a armarse. ¿A ese hombre le van a pedir veinte o treinta años después que deje fluir su lado femenino?
– ¡Uy, qué densa que te has puesto, che! -se burla Olivia.
– Pero tiene toda la razón -opina Floreana.
– A ver, contéstenme la siguiente pregunta -dice Toña-: si ya está claro que los hombres no quieren hacer el amor con nosotras, ¿con quiénes lo hacen, entonces?
– Lo harán con otros hombres -aventura Floreana, como si el tema le fuera ajeno.
– No generalices -la reta Olivia-. Sexo entre hombres y mujeres habrá hasta el fin de los días. No olviden, chicas, un elemento importante y muy en boga: el sexo pagado, el sexo seguro. La existencia de las prostitutas como remedo del amor. No compromete ni amenaza. Imagínense a un ejecutivo en viaje: ¿cuál es la forma más segura de sentirse querido sin arriesgar nada?
– Pagando y dejando establecidos los límites de la relación desde un principio -responde Toña-. Eso al menos aplaca el temor al sexo… por un tiempo.
– En Argentina es pan de todos los días – agrega Olivia dando un sorbo a su copa-. Tengo recortes que aparecen en los diarios más serios de Buenos Aires… ¡Vieran los ofrecimientos que hacen las mujeres, y el lenguaje que usan! Por ejemplo: Morochas infartantes y chiquitas: realizamos todas tus fantasías.
– Trata de acordarte de otro… -le pide Toña riéndose.
Floreana se pregunta cómo, con este frío, han entrado moscas a la cabaña. Angelita es experta en moscas, las olfatea, con un instinto especial escucha su aleteo y las descubre en los rincones. Las persigue y siempre logra aniquilarlas.
– ¿Quién dejará la cabaña libre de moscas mañana? -le pregunta Floreana, anticipando su nostalgia.
Angelita le toma una mano y se la estrecha con cariño.
– No van a ser más de dos semanas, Floreana, y dos semanas no es nada. Allá nos juntaremos con Constanza, las cuatro, en la mansarda de mi casa, y les mataré mosca por mosca. Además, les voy a tener los tragos listos a cada una; prometo algo más que puro queso y aceitunas. Vodka para ti, whisky para Constanza. ¡Cómo vamos a tomar después de tanta abstinencia!
Un golpe en la puerta las interrumpe. Es el Curco, con un sobre para Floreana. Las otras tres se abalanzan sobre ella cuando trata de abrirlo, lo que le cuesta hacer porque la lluvia lo ha mojado.
– ¡Apuesto a que es del doctor! -vaticina Angelita.
– No -dice Floreana-, yo sé quién es el único que no me deja sola aunque llueva.
– ¿Tu admirador? ¿El sobrino?
Floreana lee: es una nota corta, escrita con pluma y la tinta es verde.
Al acostarse, mira por la ventana las prendas colgadas a la intemperie que la lluvia moja y vuelve a mojar. Luego de su conversación con Elena en la cocina, se fue a la cabaña, tomó las ropas usadas anoche y, en vez de acudir a la enorme lavadora, las lavó con sus propias manos. Luego las tendió en el cordel del patio de atrás. No importaba que no se secaran, es que debían airearse. Sólo así podría volver a ponérselas, a mirarlas con ojos más limpios, más secos.
Se cubrió con la manta y caminó a un punto de la colina -uno que ella ha detectado- desde donde, bajando la vista por el cementerio hacia el pueblo, más allá del torreón de la iglesia, se divisa el policlínico, sólo porque el pedazo de tierra al que está anclado se adentra en el mar. Es fácil para los ojos distinguir el pequeño faro e inmediatamente después la construcción de colores café y amarillo. El manzano y los dos ordenados cipreses ocultan la casa del doctor, sólo se avista el humo que sube desde los cañones en volutas al cielo. Floreana imagina el fogón y la salamandra rodeados por troncos secos que vigilan la guarida contra la lluvia, a Flavián sentado en el sofá de los listones rojos y mostaza, estiradas las piernas para apoyarlas en la mesa de centro, con un libro en la mano y probablemente un concierto de Beethoven en el equipo, mientras Pedro -sentado a la mesa grande, aquélla donde comen- apuntará palabras en un cuaderno con su lapicera a tinta verde. Todo estará en calma, suave y rigurosa la calma, y entre ellos gozarán la compañía -discreta, callada- que los entibia sin obstruir.
Floreana se mete en la cama. Al taparse, su cuerpo se le antoja algo dividido pero a la vez unido y multiplicado; desencadenado, sin Dios ni ley. Pone las dos manos sobre sus pechos. El deseo: arder, robarle un momento a la muerte, resplandecer un instante para luego morir, siempre morir.
El sino -la esencia misma- del tango es la pérdida, piensa. Entonces… ¿cómo empezar con él?
La vida es prepotente, concluye; pasa por arriba de nosotros sin hacer la más mínima pregunta.
Con la certeza de que no doblan por ella, Floreana escucha las campanas de la iglesia desde su cabaña. Apresura un último detalle, se escobilla el pelo y toma desde el perchero su chaquetón forrado en lana de oveja. La lluvia es apenas un velo transparente. Corre colina abajo.
La gente del pueblo va acercándose por el camino principal -ni siquiera éste tiene pavimento- para asistir a la misa del domingo. Pedro la espera en la puerta de la iglesia, hermoso como siempre, despeinados sus rizos claros; los bluyines muy ajustados oprimen sus músculos sin miramientos, y sus botas de vaquero con gruesos tacones le dan más altura de la que ya posee.
Se abrazan como si hubiese pasado mucho tiempo.
– Rara tu invitación -Floreana lo dice escabulléndose de sus brazos: de nuevo la están mirando los del pueblo-. Yo entendía que no eras creyente.
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