Efectivamente, Floreana la llama una noche, cuando ya todos duermen. Necesita un cable a tierra al terminar su jornada de encierro casi enajenado, polvoriento de archivos y soledad. José está con su padre y ella se ha pasado diez horas dentro de su escritorio con la raza yagana. Esos cuerpos medio desnudos y pintados le bailan en el cerebro y en los ojos; se ha leído todos los apuntes del jesuita alemán Martin Gusinde, que vivió entre ellos y llegó a fotografiarlos. Durante horas ha mirando esas fotografías, y se ha detenido largamente en aquélla donde aparecen dos mujeres fueguinas. Visten una simple falda negra, desnudas de la cintura para arriba, engrasado el cuerpo para resistir las temperaturas australes del fin del mundo, allá en la Tierra del Fuego, y sus pechos -grandes, pesados, vividos- están pintados con un perfecto diseño de líneas y puntos que van desde la clavícula hasta el estómago. Floreana no logra arrancar de sus retinas esta imagen, el fondo nevado de la fotografía no espanta el calor que estas mujeres le obsequian desde ese frío infinito. ¡Cómo le teme Floreana al frío, al verdadero! Tampoco le espanta la rabia: sobre los cuerpos de estas chilenas pesa no sólo la exclusión, sino la extinción simple y llana. Floreana ha olvidado, como siempre le sucede, que ella sí es parte del mundo; ha entrado en ese estado gaseoso en que la sumerge el trabajo, pierde la consistencia real, se le desaparecen las formas y la acomete el conocido temor de evaporarse: ¿será sólido el suelo que pisa? ¿Será verídico?
En su necesidad de sentirse parte de un otro todo, duda si tomarse un vodka cargado o llamar a Dulce. Gana su segundo yo.
«He estado pensando en la pintura, en la escena de la pintura chilena, en sus marcas, en su paisaje… Creo estar en condiciones de proclamar que la historia de la pintura chilena nace en los cuerpos de las mujeres yaganas.»
«No te entiendo mucho, Floreana…»
(Paréntesis necesario: éste es el estado usual de Floreana cuando aterriza luego de una sesión larga de trabajo.)
«Te explico, Dulce. Es que pensaba en el Mulato Gil… y creo que la historia de nuestra pintura no debiera comenzar con él; estas mujeres ya pintaban sus cuerpos en el sur cuando el Mulato llegó al país. Enteramente recamadas, un verdadero tributo pictórico. ¿No me encuentras razón?»
«Sí…»
«Piensa en la muerte del maquillaje: de maquillaje está hecho el cuadro, la extinción de esos cuerpos es el desgarro de la primera pintura. Trémulas, cautivas, temporales, ¡pictóricas, Dulce, y entonces vivas! Tribales, además, sin registro alguno en la historia de la pintura de Chile.»
«¿Sabes, Floreana? Parece que no soy yo tu interlocutora ideal.»
No alcanza a cerrar su diálogo. Su preocupación por los orígenes arcaicos de la pintura chilena no le hacen sentido a su hermana. Todo esto porque yo estaba de viaje.
Vuelvo al relato que nos atañe. Me tocó atender a una delegación del Parlamento sudafricano, y en el último momento una persona faltó para la comida que yo debía brindarles a los visitantes. Llamé a Floreana. Desganada, sólo por hacerme un favor, asistió. A su lado se sienta una diputada negra muy viva y muy linda. Luego de conversar -como correspondía- de política y de las equivalencias en ambos procesos democráticos, Floreana le hace preguntas personales. La negra, en su difícil inglés -hay once idiomas oficiales en Sudáfrica-, le cuenta que cría a tres hijos.
«¿Y el padre?»
«Estoy divorciada hace ocho años.»
«¿Y te da apoyo económico?»
«No.»
«¿No existen en tu país leyes que te protejan de eso?»
«Sí, las hay. Pero él las burla y ve a los niños una vez al año. No más.»
«¿No te has vuelto a casar?», Floreana va al grano.
«No hay muchos hombres disponibles…»
«Estarán los divorciados…»
«Se casan pronto, y con mujeres más jóvenes.»
Floreana se ríe:
«También entre ustedes hay un problema de desabastecimiento en el mercado, como aquí…»
La diputada le clava sus ojos negros.
«No es sólo eso, yo creo que es difícil ser pareja de mujeres tan ocupadas, públicas…»
«¿También allá les pasa lo mismo?», se sorprende Floreana.
«La verdad es que casi no he tenido pareja en estos ocho años, pues no hay con quién. Las mujeres económicamente autónomas y con vida propia estamos cada día más solas.»
Nunca pensó, al caminar hacia su casa esa noche, que las semejanzas entre ambos países llegarían a establecerse dentro de ella más allá de situaciones meramente políticas. Tampoco podía imaginar que una semana más tarde recibiría una llamada de la Embajada de Sudáfrica para cursarle una invitación a Ciudad del Cabo -su nombre había sido propuesto por la diputada de ojos brillantes-: participaría en una visita de un grupo de intelectuales, justamente para discutir y hacer un estudio comparativo entre las transiciones de ambos países.
La más sorprendida es la propia Floreana, que debe recurrir a toda una gimnasia intelectual para adaptarse al tema, tan ajeno… Terminó transformando a sus indios en «la cultura latinoamericana», insertándolos en las culturas híbridas más que en la transición.
Chile and South África: We are the south ofthe south, both countries, fue el paralelo que haría más tarde el Académico que dirigía la delegación chilena. Floreana sintió que era una síntesis perfecta.
The south ofthe south.
Cartagena es la palabra para mí, Capetown lo es para Floreana.
La Sinuosa Llama de la Sensualidad nos invadió.
A partir de entonces, cambió el aura en torno a mí. Ya no era solamente el carisma hacia las multitudes, como dicen mis hermanas; era también un carisma personal del que podía echar mano en privado, en mis asignaturas «no masivas».
«¡Se te soltaron las trenzas!», me comenta Isabella.
«¡Me estás censurando!», me sofoco yo.
«¡No! No es censura, es asombro.»
Porque has de saber, Elena, que hasta entonces toda relación con un hombre quedaba excluida para mí. Un día le oí a Emilia resumirlo con toda simplicidad: «Fernandina heredó la vocación política de su marido, que partió al exilio y nunca volvió; la única que se acuerda de él es ella, que lo espera envuelta en una completa ambigüedad, ya que si bien a veces se visitan y se escriben, no tienen ninguna intención de vivir en el mismo país. Digamos la verdad: es una farsa. Fernandina no tiene marido.»
Emilia es el retrato vivo del Actual Espíritu de los Tiempos.
Al principio, no solté prenda sobre mi viaje. La familia ya se había habituado a mi fanática fidelidad por un marido para ellos inexistente, a mi absoluta negación del sexo opuesto, a mi rara aspiración de pertenecer sólo a ese hombre a quien amaba tan de cuando en vez, autoinfligiéndome, a juicio de todos, una verdadera laceración. Hasta que Isabella me habló:
«Sea lo que sea lo que hayas vivido, intuyo que tuviste goce. Estás en una edad en que el goce es aún necesario. No te pido que me cuentes nada, sólo me gustaría recordarte que no todas las sensaciones son amoldadas por el pecado.»
Es el destino, me dije, una suerte de mecánica celestial. Relajé mis defensas y, aprisionada como estaba en el estallido, se lo conté todo a Floreana.
En rigor, Elena, esto no es parte del cuento que te incumbe, pero… ¿cómo dejarlo fuera, si eres mi amiga y si ésta es la nueva oportunidad de ensoñación de la que te hablé al empezar esta carta?
Luego de cerrar la paella con un buen tinto, salimos del restaurante La Escollera, el vicepresidente de mi partido y yo, y apoderándonos de las botellas de ron subimos los pocos escalones que nos separaban del bar que se erige sobre la muralla -dueñas de la noche y de la historia esas piedras, puestas allí por las manos españolas, manos conquistadoras, cinco siglos atrás-, donde una orquesta de rumba nos llamaba al aire libre. Sus gigantescos parlantes ofrecían al vecindario los sones de su música morena, invitando a caderas y pies a comenzar el movimiento bajo la brisa húmeda del Caribe y la ciudad vieja de Cartagena de Indias, con su Catedral, acoplándose a esa hora amurallada de antorchas en las almenas.
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