Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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El y yo habíamos compartido el día en las Islas del Rosario. En la isla Grande nadamos atravesando la transparencia misma. Miré su pecho, una cubierta ondulada de negro; él retuvo mi imagen cuando comía el mango y me chorreaba y luego corría el jugo por mi vientre mientras chupaba la pulpa. Probamos la yuca y el arroz con coco. ¿Por qué es de color café?, pregunté, y por respuesta él me llevó a la boca una rebanada de plátano frito.

Fue entonces que, rebosantes de sol, llegamos a La Escollera.

Más tarde paseamos por la ciudad vieja. En la Calle de la Necesidad hay un balcón de madera, y bajo ese balcón el vicepresidente me besó. Toda Cartagena suda, todo suda en Cartagena: vasos, veredas, cuerpos, blancos y negros sudan, ¿por qué no Fernandina? Por fin llega la lluvia y nos limpia: estamos pegajosos de nosotros mismos, y por el costado de la ciudad amurallada, al lado del mar, nos encaminamos al hotel.

El poder es erótico, pensé mirando aquellos hombros cuadrados, hombros que parecen llevar parte del peso de un país, y llevarlo bien. Erótico, me debo haber repetido, dudosa ante el escenario más temido, ése horizontalmente creativo y ardiente donde es posible que se cuele la Incontenible Ambición y, a mitad del cigarrillo después del amor, él pida mi voto para afianzar su candidatura en el próximo congreso del partido.

Tranquilízate, no sucedió. Es que mis aprensiones se entrometían cual cucarachas en un piso húmedo.

Al día siguiente me arranco de la reunión, camino sola por los arcos de El Bodegón, tiembla y tiembla tu amiga Fernandina bajo los arcos en esa plaza larga. El último recurso que me queda es la cautela, pensé. Y no recurrí a ella.

Lo peor, Elena, lo peor fue comprobar que mi estricta fidelidad de estos años se había hecho trizas, y al romperla me daba cuenta de que no era por él que yo era fiel. No. Era por mí.

¿Cómo podía yo saberlo?, le pregunto desolada al retrato del marido ausente. Perdóname. Lo creí a pies juntillas, durante años. Tuve que vivir esto para descubrir algo tan doloroso: te inventé porque eras la única protección posible.

Bien, ya he regresado a mi ciudad natal y será el vicepresidente quien deba ocuparse de la Mentira de las Verdades de esta frágil diputada.

Volvamos a las sincronías.

Floreana camina con su hermetismo a cuestas, adusta y reconcentrada. ¿Qué sucedió con Floreana?

«También fue el sudor, Fernandina, fue esa mano palpando mi cuello mojado. Fue ese baile. Yo no debiera bailar nunca más. ¡Un mísero baile tiene la capacidad de convertirme en una puta!»

Siempre ha sido igual. Si Floreana representase a la Cenicienta, no habría tenido la voluntad de marcharse a medianoche. ¡Nadie encontraría su zapatilla de cristal abandonada en la premura por arrancar de los brazos del baile!

(Pero yo también sé cómo actúa la inteligencia del otro en mi hermana. Sé que cuando él empezó el discurso de apertura, en su buen inglés de sudamericano, y su primera frase fue aquello del sur, cayó sobre Floreana el rayo, estremeciéndola con la belleza de las palabras del Académico. No hubo un momento a partir de entonces en que pudiera su pulso desacelerarse. También sé que el día en que le tocó a ella leer su intervención, se la dirigió, irrevocable, a él, siendo su mayor preocupación la de estar a su altura. Cuando él la elogió calurosamente, ella, absoluta como siempre, ya se había enamorado. Y esto, Elena, en el estado en que se encontraba, debe haberle resultado no sólo inexplicable, sino del todo inexcusable. Y, valga la redundancia, intolerable.)

«Después de desgañitarnos con tanta percusión negra, la orquesta cambió la música. En honor a los latinoamericanos, nos dijeron, un danzón. Lento, lento el ritmo. Y no creas, Fernandina, que tanta abstinencia me ha hecho olvidar lo básico. Ese cuerpo temblaba. El Académico tan serio y seguro temblaba en el baile, sucumbió en ese baile. Yo cerré los ojos.»

Al abrirlos, no supo en qué lugar de la pista estaban. La intensidad era tal que al terminar el danzón se preguntó quién era ese hombre. Y quién era ella.

La orquesta demoraba en la pausa; ninguno de los dos pudo mirarse, a ninguno le salió la voz. A las cuatro de la madrugada él preguntó, ahogado entre el algodón de su vestido: ¿adonde nos vamos, a tu pieza o a la mía? Ella no respondió, lo hizo, casi sin voz, su cobardía: tú a la tuya, yo a la mía. Porque Floreana es como los buenos boxeadores, los que saben engañar y guardan la rabia (la emoción). Mostrarla abiertamente los derrota: en el boxeo los fuertes representan debilidad y los débiles demuestran una rotunda fortaleza.

Floreana, como yo, también había hecho una promesa.

Regresando, en el aeropuerto, Ciudad del Cabo se ha desvanecido. Y con ella la fuerza de Floreana. Es como si al tocar la losa se hubiese agotado. Porque con la negativa a cuestas -la más débil de las negativas- debieron seguir juntos después del danzón, calientes como estaban, por Ciudad del Cabo, con el resto de la delegación al día siguiente y al otro. Las casas victorianas y sus encajes de madera, la montaña de roca abrupta, categórica y tajante la Tablemountain ante las ventanas de sus dormitorios, el mar frío y enojado, el Waterfront con su colorido, sus mariscos y sus enormes estructuras metálicas, Clarke Street, el Bookshop donde compró una edición de Jane Austen del año 1903, el restaurante Afrika donde probaron la carne de avestruz, el recital de poesía negra que la hizo llorar en el teatro de la Universidad, luego el Cabo de Buena Esperanza, donde se juntan el índico y el Atlántico («quizás aquí termina la tierra», aventuró Floreana y los ojos del Académico sonrieron), el empinado roquerío en Cape Point recordando a Vasco da Gama y la antigua esperanza que efectivamente significó ir camino a las Indias: todo fue testigo de las oleadas feroces, locas como esa espuma que reúne a los océanos, penetrante como el viento de la puntilla. Así era lo que fluía entre el Académico -pulcro y casado- y la Historiadora -aterrada y soltera-.

(¡«Qué lástima que te tocó Capetown y no Tegucigalpa!», le digo muy seria. «O alguna otra ciudad con menos brillo, para que los recuerdos hubiesen sido más descoloridos, más amainables».)

Es todo lo que sabemos de lo vivido por Floreana en el continente africano. En cuanto a él, los únicos datos son que trabaja en la Universidad dirigiendo algún departamento humanista, que usa sólo camisas blancas y que fuma tabaco negro. Nada más.

Pero podemos suponer que en el avión, camino a casa, el señor de camisa blanca de la fila 24 nada tiene que ver con el torbellino emocional de la mujer de la fila 25. Al momento de pisar el suelo, el territorio santiaguino será el encargado de enderezarla, apisonarla como a la tierra dispersa y volverla a la realidad. Porque a él lo irán a esperar. No tendrá que hacer el esfuerzo de dejar Sudáfrica atrás; la camioneta con su esposa y alguno de sus hijos bastará.

Aparecerá la Bestia Negra de las Hipócritas Apariencias. Él ya no recordará el danzón.

En cambio, ella sabe que la excitación sexual mueve montañas con la misma facilidad con que, una vez saciada, deja que las piedras caigan. No importa si en la caída te destruyen la cabeza. Para los hombres, tras arrasar como la lava, se finiquita o, siguiendo la imagen, se petrifica y acaba. Mientras, ese mismo deseo, cálido dentro del cuerpo femenino, se instala ahí como una semilla, en son de ir creciendo hasta transformarse en longing. Tibiamente, acunado en piel y corazón dentro de la mujer, este deseo -el mismo que compartió, que fue de a dos- comienza a prepararse solitario como un ave que empolla sus huevos, en un verdadero encantamiento añorante.

Por eso no puede romper su promesa. No puede ni debe, porque la invadiría la vulnerabilidad. Mejor secarse, mejor nada, mejor que esas manos no traspasen el algodón de su vestido. Sólo eso la salva. Al rendirse a esta evidencia, Floreana se duele. Si fuese menor, lloraría. El melodrama: las mujeres, el amor y el melodrama. Claro que desea llorar, pero no, no corresponde. Porque las manos en el algodón sólo le han descorrido un velo. Ella no quiere ver lo que está detrás.

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