La plaza estaba vidriosa de sol, de sol tieso, de sol almidonado, cortante. Grupos de gente de campo, amplios sombreros, calzón, camisa, y de jinetes que iban llegando, cuidadosos de rienda para no atropellar a los que se movían de un lado a otro, caites, pies descalzos, en espera del reparto de las tierras. Para los labriegos se trataba de una distribución gratuita -así lo oyeron decir y repetir- y como no sabían leer mal podían saber lo que decía el anuncio pegado a la puerta de la Municipalidad que empezaba con estas palabras: «Venta de tierras al mejor postor». Y aun sabiendo leer, no lo habrían creído, porque no les convenía creerlo y lo que está escrito, cuando no conviene leerlo, aunque diga lo que diga, no dice nada.
Los Ayuc Gaitán llegaron en caballos de alzada y Bastían Cojubul en un automóvil largo como una locomotora, capota frista, ruedas blancas, con muchos pedazos plateados. El juez y el alcalde les esperaban. Don Pascual con el bastón de borlas negras y mango de plata.
Un caballo entero interrumpió el exordio que hacía el juez sobre los beneficios de la tierra dividida, para acabar con el latifundio. El animal, tras enseñar los dientes, en un relámpago de marfil y espuma, se apelotonó como un trueno en la nube de su hermosa piel brillante, para saltar crinando, bestial como el deseo, sobre una yegua. Gritos, ayes, voces, peones ágiles saltando igual que peces voladores, para arrendar al animal enloquecido…
– Mal empezó la cosa -dijo Piedrasanta a su mujer; ambos estaban parados en la puerta de su negocio que daba a la plaza, no lejos de la Alcaldía -, y va a acabar peor… Oí lo que están gritando…
– Repártanlas…, repartan las tierras… Repártanlas…, repártanlas…, repartan las tierras…, repartan las tierras… Repártanlas…, repártanlas…, repártanlas…
Todo lo que no respondiera a la exigencia campesina fue dejando de existir. Callaron al juez. Se acabó la autoridad del alcalde. Las primeras piedras empezaron a golpear el automóvil de negro y plata, donde esperaba la familia Cojubul.
– … repartan las tierras…, repártanlas…, repártanlas…, repártanlas… Repartan las tierras…, repartan las tierras…, repártanlas…, repártanlas…
El grito unánime se hizo horizonte, plata, techo, casa, suelo, cielo, gente, gente que seguía en la brecha:
– … repártanlas…, repártanlas…, repártanlas…
El zafarrancho duró poco, menos que el salto del caballo entero hacia la yegua, pero cuánto destrozó, entre puños de tierra que eran como nubes de pólvora, piedras, palos, cascaras de cocos vacíos, botellas de cerveza…
– Y es que el caballo sólo dos tenía -dijo Chacho al volver al mostrador de Piedrasanta, alegres los ojos por lo sucedido-, y cada uno de estos paisanos como que anda tres…
– Por fortuna se metió la escolta -exclamó Piedrasanta.
– Por fortuna o por desgracia… Al baboso ese de Cojubul le hicieron cisco el automóvil…
– Pero eso, Chacho, es como quitarle un pelo a un gato…
– Pero algo que saquen… Querer vender la tierra que debían regalar… Atropello más manifiesto nunca se ha visto… Ellos, que son inmensamente ricos, a gente que es inmensamente pobre… Pero es el esquilme… Y dame un trago antes que se me amargue la boca… El guaro es dulce cuando sirve para tragarse las injusticias, vos, Piedra, porque nada es más amargo que la injusticia.
El comandante estaba aquella noche más enigmático que nunca y más digno de su apodo. Le llamaban Bostezo. Hablaba de la guerra en términos vagos, bien que al parecer esta vez no era con los asiáticos, que avanzaban por el torrente circulatorio del mundo como microbios -millones y millones- y atacaban por sorpresa valiéndose de masas humanas disciplinadas y suicidas. No. Esta vez era una guerra más real, más inmediata, más en la carne.
El teniente se tendió en la hamaca y quiso dormir; el calor lo aplastaba y lo dejaba despierto; dormitar, siquiera dormitar, hallarle postura al cuerpo.
La guerra. Bostezo, siempre que él hablaba de pedir su baja, se salía con lo de la guerra. No, pero esta vez algo más había en sus palabras. Al que solicita la baja en esas condiciones se le fusila por la espalda. Cerró y abrió los ojos. Se le fusila por la espalda. El chubasco se aproximaba. Por eso hacía tanto calor. Cierto como esa guerra que se les venía encima. Cortinas de aguaceros en formación cerrada. Por el techo y las paredes de madera colábase la lluvia en polvo. Alcanzó el capote y se lo echó encima. La guerra. Los asiáticos pueden navegar en la lluvia y caerles como desembarcando del interior de un aguacero. Así como en sus tapicerías se ven dragones entre hilos de oro, dragones y guerreros -no se sabe qué son más grandes: sus bigotes, sus colmillos o sus cuchillos-, así podrían aparecer bordados entre los hilos de la lluvia. Se adormeció. La balanceadora de las gotas golpeando las láminas del techo. Una batalla resonante, lejana, lejana en la medida en que se fue volviendo batalla de su sueño. Soñaba que estaba despierto, que estaba despierto y que se dormía y que dormido combatía contra los que en mala hora defendió de la exigencia campesina, humana, exigencia de raíz sin tierra. ¿Por qué cambio en el compás de los relojes eternos luchaba ahora de parte de los hombres que ayer contuvo, por principio de autoridad, ordenando a los soldados cargar armas? Y habría dado la voz de «¡Fuego!», si aquellos enloquecidos no se detienen ante la boca de los fusiles… «¡Fuego!»…
Pero ahora batallaba por ellos y con ellos. Su sable emergía de la masa humana candente, del incontenible empuje de los desharrapados, del pueblo trabajador que reclamaba la tierra, y mandaba volver las armas contra los que ayer defendía.
Sacaba los brazos de la hamaca tratando de asirse a algo que no fuera el vacío.
El revolotear de sus manos. Las atraía la luz de la linterna de querosén que había quedado encendida. Dos, tres veces, pasaron cerca, como las manos de un ciego que percibe la claridad por el calor de la llama. Al golpe del artefacto en el piso, despertó. Aún vio sus manos como mariposas. Al recogerlas, tras sentir que con ellas acababa de botar la luz, tuvo para él que eran dos mariposas. Pero algo había llevado en una de ellas. La espada. Una espada que ahora sólo era un sueño trunco.
Tuvo franco y se fue al pueblo. Le castigaban los zapatos, le dolía un poco la cabeza. En la puerta de su negocio, frente a la plaza, estaba Piedrasanta. Camisa y pantalón blanco, pelo alborotado. Hablaba con las narices aplastadas sobre el bigote que le prensaba el labio superior y la punta de la nariz.
– No vaya a creer que le estaba atalayando los pasos. Lo vi venir y me quedé esperándolo para invitarlo a tomar una cerveza.
– No me tocó servicio y salí a dar una vuelta…
– Así supuse cuando lo vi venir de particular…
– ¿Y qué tal por aquí?
– Bien…
– ¿Bien jo… semaría… o bien del todo?
– Y el señor comandante, ¿cómo siguió de su reuma?
– Lo molesta mucho.
– Aquí vivía antes un curandero que era la mano de Dios para esos dolores, pero se fue a la otra costa. Y en la otra costa, a propósito, mi teniente, como que dicen que va haber bulla.
– Sólo aquí con usted se bebe la cerveza bien fría…
– Siempre procuro que esté helada… Pues sí, teniente, como le venía diciendo, dicen que hay bulla con los vecinos por una cuestión de límites…
– Así dicen… -respondió el teniente, a quien Piedrasanta aclaraba la enigmática conversación del jefe.
– Y si hay guerra va a ser la ruina. Si sin guerra está esto tan mal… El dinero sobra, pero a saber qué se hace. De un negocio como el mío se aprecia bien. La «Tropical-tanera» suelta los miles de dólares entre la gente que trabaja; pero como por arte de magia, al pronto de pagar, igual que si lo recogieran con pala, no queda un peso en alza. Es como si por un lado nos entrara un buey de oro y por otro una bomba más potente lo sacara.
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