Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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– De acuerdo, mi sargento -dijo-. No se hable más. Bermejo le observó con semblante satisfecho. -Pues vamos entonces.

Ahora que ya tenía el objetivo a la vista, el pelotón reanudó la marcha con bríos renovados. A cada uno de los hombres le embargaba esa excitación irreprimible, preludio de la acción: una especie de impulso eléctrico que se repartía por los nervios y los músculos aprestándolos a la respuesta que se esperaba de ellos. A Faura le gustaba sentirlo, porque en esos instantes se le antojaba que la vida, ese negocio del que ya nada esperaba, le favorecía con una dádiva imprevista. Le resultaba placentero sentir la fuerza de su cuerpo joven, el pulso de sus brazos, la destreza de sus manos. Se olvidaba de las amenazas que pesaban sobre él y se creía omnipotente e invulnerable. Prefería aquellos momentos preliminares a los del combate en sí, porque en la refriega, cuando el peligro empezaba a acuciar, cuando las dificultades se hacían presentes y el cansancio mermaba el ánimo, se rompía el encantamiento y acechaba la zarpa envenenada del miedo. Faura lo había visto adueñarse de tipos de hierro, derrumbarlos y enloquecerlos de pronto, hasta el punto de no obedecer siquiera a los oficiales que los conminaban pistola en mano y acababan pegándoles un tiro. Y él se había alistado en el Tercio para perderse y morir, pero no era así como quería que terminase la partida. Quería caer sereno, conforme.

Ni a él ni a los otros les gustaba tampoco la inactividad. En realidad, era aún más nociva que la lucha, porque en la inacción era donde acechaba el caffard , el abatimiento y el consecutivo arrebato que movía a muchos desertores y que trastornaba la razón de forma mucho más violenta e irreversible que el pánico ante el enemigo. Era justamente para conjurar aquello por lo que les animaban sus superiores a raziar durante la noche, y les hacían trabajar como mulas durante el día. Un legionario quieto y reflexionando sobre su existencia, sobre su pasado o sobre su futuro, nunca podía ir a parar a buen puerto.

Mientras caminaban deprisa hacia la sombra alargada del Yebel Harcha, con la sangre agitada por la inminencia del ataque, cumplían pues los legionarios que seguían al sargento Bermejo con su cometido, y con lo que de ellos esperaban quienes los armaban y mantenían. Los fusiles que llevaban eran, sí, una pequeña infracción de las ordenanzas. Pero quienes los habían reclutado sabían que eran hombres de los que no se podía esperar que se atuvieran siempre a la letra pequeña de los reglamentos, y aunque los castigaran, para mantener la disciplina, se habrían sentido satisfechos de verlos avanzar, indiferentes a la fatiga y a todo reparo, dispuestos a desatar una vez más la orgía de la destrucción y la muerte. A Faura no le importaba darse cuenta de ello. Cada uno ha de vivir por algo, y nunca cabe asegurar que la elección sea justa o útil. Vivir para la muerte le exoneraba de preguntarse al respecto.

Al amparo de la noche, bajo la luna cómplice de sus designios, la muerte se escurría furtiva entre los montes del Rif. No podían detenerla las alturas del terreno, ni las quebradas excavadas por las aguas furiosas de los torrentes que de cuando en cuando herían aquella tierra de herrumbre. La muerte, que tantos nombres y tantas caras tiene, era aquella noche la tozuda resolución de ocho hombres que habían aceptado, cada uno por su lado y por sus motivos, renunciar a toda inocencia y a toda esperanza. El azar, el odio, la derrota que cada cual llevaba a hombros, los habían reunido en aquel pelotón fatídico que husmeaba ya la cercanía de la presa. Eran ocho hombres que sabían lo que hacían. Ninguno estaba ebrio, ninguno estaba loco, ninguno habría podido dejar de dar medía vuelta y regresar. Pero, por otro lado, eran sólo ocho hombres, como el resto, hollando el tiempo y la tierra sin entender del todo de dónde venía la fuerza que los impelía. Pura vida en efervescencia, apuntada contra otra vida que aún los ignoraba.

Cuando estaban a cosa de medio kilómetro de uno de los aduares, vieron una casa apartada de las demás. En voz queda, dijo Bermejo:

– ¿Te hace ésa, Klemper?

Y Klemper no respondió nada. Así quedó decidido.

9

La casa era como tantas otras de aquella zona. Un recinto cuadrangular, de piedra y barro mal blanqueados, con un patio interior. Aquella gente hecha a pelear, desde siempre entre sí, y ahora contra quienes venían a civilizarla desde Europa, llevaba su sentido guerrero a la propia vivienda, dándole aquella forma de fortín desde el que poder hacer frente a un eventual agresor. Los muros constituían la segunda línea de defensa. Alrededor de ellos, a cierta distancia, se alzaba una tupida barrera de chumberas, que a la vez que protegía la casa servía para delimitar un recinto donde la familia podía realizar actividades diversas sin estar expuesta a los curiosos. En muchas de las casas, dentro de esta barrera exterior había un pequeño huerto, donde, aparte de los surcos mejor o peor labrados, podía encontrarse alguna higuera.

La casa, aquella casa, no tenía nada destacable. Era de mediano tamaño, y junto al cuerpo principal había otro, también de forma más o menos cuadrada. La función de estas edificaciones auxiliares era variable: podían servir para recoger ganado, o para hacer frente a una ampliación de la familia, aunque también algunos las levantaban como pequeño bastión, a modo de rústico blocao, donde encerrarse a resistir en caso de ataque. La casa tenía su huerto y sus establos para los animales, donde cabía un buen número de cabras. Transmitía sensación de pujanza, dentro de lo que se estilaba por allí, lo que hacía pensar, junto a su emplazamiento despejado y eminente, que pudiera tratarse de la residencia de un notable. Así lo supuso Gallardo:

– No está mal el chamizo. Seguro que es de un jefe -murmuró.

– Pues mira, así es mejor escarmiento -dijo Casals.

El sargento, que abría el despliegue hacia la barrera de chumberas, se volvió y puso un dedo sobre sus labios.

– A partir de aquí no quiero oír a nadie -advirtió-. López, tú rodeas por la derecha y te aseguras de que no se larga nadie por detrás. Balaguer, tú vete por la izquierda, para cubrir ese lado. El resto venís conmigo. En cuanto echemos abajo la puerta, que un par me siga. Los otros vais sacando a la gente que os encontréis y la lleváis al patio. Los fusiles los usáis para achantar sólo. No quiero oír un tiro.

Los hombres asintieron, en silencio. Imitando a su sargento, todos calaron bayonetas. A continuación el pelotón se desparramó sigiloso, como una manada de chacales envolviendo a su víctima. Faura iba detrás del grupo principal, que encabezaban Bermejo y Klemper. Se deslizaron a través de las chumberas con cuidado, procurando que las espinas no les desgarrasen el uniforme al pasar por los mínimos huecos que quedaban entre ellas. Cuando hubieron traspuesto esa primera barrera, se detuvieron a inspeccionar el terreno. La superficie que rodeaba la vivienda era amplia y estaba bien cuidada. Razón de más para pensar que el dueño de la casa tenía quien trabajase para él, o lo que era lo mismo, que se trataba, entre aquella gente mísera, de un hombre de ciertos recursos. Sin embargo, y esto parecía poner en duda lo anterior, no observaba la precaución (común entre los notables, y más en aquellos tiempos turbulentos) de mantener en torno a su morada una guardia permanente. Las únicas que velaban por el sueño de los habitantes de la casa eran las cabras que se hallaban en los establos, y que se removieron inquietas al percibir la presencia de los intrusos. Faura coligió que esa relajación de los moradores podía obedecer a que el peligro, es decir, los españoles, les parecía aún demasiado lejano. No podían imaginarse que a unos perros cristianos les diera por meterse la paliza de andar que se habían metido él y sus compañeros.

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