El paseo matinal de mi abuelo materno, cuando venía a pasar una temporada con mi tía en Rabat, continuaba desde la torre Hassan hasta la plaza de Sidi Majluf, también a la orilla de la ría del Bu Regreg; seguía por el bulevar Hassan Ii hasta la avenida de Mohammed V, bajaba ésta y luego torcía otra vez hacia el punto de partida. Es justo el itinerario que recorremos hoy nosotros. En la avenida de Mohammed V, una vía amplia con palmeras en el centro, mi abuelo se paraba siempre a tomar un café en la terraza del Henry's Bar, un local cosmopolita desde su mismo nombre. Mi tía nos lo señala, cuando pasamos frente a él. En la terraza están cómodamente instalados algunos hombres de edad. Mi abuelo era un hombre sociable y seguramente charlaba de vez en cuando con sus vecinos de mesa en la terraza del Henry's. Recurriría para ello al francés que recordaba de cuando se había ido de emigrante a La Rochelle, siendo apenas un chaval.
Desde la avenida de Mohammed V giramos hacia la avenida en-Nasr y tomamos la antigua carretera de Casablanca. Junto a ella, en el barrio de el-Akkari, se encuentra el cementerio católico o europeo. Es un recinto tranquilo, en el que desde hace ochenta años se entierra a los cristianos que viven y mueren en Rabat. Hay estatuas de prohombres y un enorme monumento a los caídos franceses. Los paseos están flanqueados por altos cipreses y setos y las tumbas están alineadas al estilo de Europa. En un campo delimitado del resto hay un bosque de sencillas cruces blancas de madera. Las fechas que se leen en ellas son siempre las mismas: 1924, 1925 y 1926, los años de las campañas contra Abd el-Krim. De los nombres, algunos son franceses y muchos no. Estos últimos corresponden a los áscaris que no sólo se enrolaron al servicio de Francia, sino que también abrazaron su religión y de esa manera ganaron el derecho a ser sepultados a la vez en su tierra y fuera de ella, en un camposanto de infieles al Islam. Es, no obstante, posible que muchos de ellos fueran argelinos o senegaleses. Sobre las cruces que tienen sus nombres dibujados en negro y en letras europeas, cantan hoy igual que sobre el resto los perezosos pájaros marroquíes. Si es que los pájaros tienen país.
Sobre una elevación, al pie de una frondosa adelfa, se encuentra una tumba en la que se lee un nombre español y también en español la leyenda "Tus hijos". El nombre es Manuel y el apellido el que mi hermano y yo le debemos a mi abuelo. En cuanto nos ha visto acercarnos, uno de los que cuidan el cementerio viene hacia nosotros. Mi tía le paga regularmente una especie de propina para que la tumba esté bien atendida. Es una de las más limpias, y las plantas se ven cuidadas y saludables a su alrededor. Mi tía charla brevemente en árabe con el guarda. Para haber aprendido la lengua de oído, la habla con una soltura espectacular. Colocamos ante la lápida las flores que hemos comprado en el centro y saco de mi bolsillo el saquito de tierra de Madrid que traje conmigo. Antes de que el guarda riegue las jardineras, echo la tierra en una de ellas. Mi tía parece extrañarse.
– Es tierra de Madrid -explico.
A ella no hace falta que le diga que la traje para que él tuviera cerca un poco de aquella tierra por la que caminó y me enseñó a mí a caminar. Sin saberlo, lo sabe. Mi abuelo fue hasta el final de su vida un incansable andarín. Lo mismo en Madrid que aquí en Rabat no perdonaba un solo día sus cinco o seis kilómetros, y eso que se había roto la cadera con casi ochenta años. No sé nada que quiera ser cuando sea tan viejo, si alguna vez por ventura llego a serlo. Nada salvo un andarín tan pertinaz como mi abuelo Manuel. Mi tía se queda mirando la tumba y recuerda:
– Cuando se murió, un amigo francés me preguntó: "¿Por qué lloras? Ha venido aquí, a quedarse contigo. Sabía que tú estabas sola y que le necesitabas más que ninguno de sus hijos". Y otro amigo musulmán me dijo un proverbio árabe: "Vivo donde quiero, y muero donde debo". Pero en fin, qué sé yo.
Llora mi tía y yo me vuelvo a contemplar el limpio horizonte de Rabat que se divisa desde el cementerio. Es un cementerio hermoso y una hermosa vista, toda llena de luz. Yo tampoco sé con seguridad si mi abuelo murió donde debía. Lo que sé es que ahora reposa en un cementerio francés construido en la tierra marroquí, frente al Atlántico, él que nació en la meseta de Castilla y siempre fue un hombre de tierra adentro. Y por eso, porque él vino a quedarse en Rabat, esta tierra y este océano ya nunca podrán ser algo extraño para los suyos. Por eso vuelvo hoy y por eso sentiré siempre el deseo y el deber de regre sar, mientras tenga fuerzas para hacerlo. Muchos de mis compatriotas piensan de una u otra forma que Marruecos es poco más que un estercolero desde donde llegan oleadas de desgraciados a mendigar las raspas de Europa. Para mí es el lugar donde vive mi familia y donde descansa mi abuelo para siempre. Supongo que en una situación parecida, muchos se plantearían trasladarle. En un cementerio de Madrid está enterrada mi abuela, con quien quizá habría preferido mi abuelo ser sepultado. Pero creeremos en el proverbio árabe y aceptaremos que aquí es donde debe estar y que somos nosotros los que debemos venir a verle. He tardado muchos años en hacerlo, por impedimentos que ahora se me antojan vergonzosos. Hoy estoy aquí y respiro este aire que fue el último suyo. Me acuerdo de cuando paseaba con él por los parques de Madrid. Él me enseñó a conocerlos, y me enseñó también los nombres de los pájaros y de los árboles. Ante su tumba, en la mañana azul de Rabat, dejo que las lágrimas escapen al fin y advierto que he completado uno de los pocos viajes cruciales de mi vida. Porque él ya no está y eso es triste, pero venir a verle y sentirme unido a este país y a este horizonte es una nueva cosa hermosa y afortunada que todavía ha podido darme.
Desde el cementerio vamos a recoger a mi tío. Le cedo la plaza de conductor y hacemos un recorrido por la ciudad y los alrededores. Vamos primero hasta el palacio real, un gran recinto amurallado con vastas praderas interiores al sur de la ciudad. El cinturón de las murallas es imponente, pero su lujo interior nos resulta empalagoso.
Después de dar una vuelta por el barrio universitario, salimos a la autopista y bajamos hasta Temara, a unos veinte kilómetros al sur, para volver luego por la carretera de la costa. Al sur de Rabat hay una sucesión de envidiables playas de arena dorada, llenas de bañistas y dotadas de buena infraestructura turística. A partir de mediodía aprieta el calor. Ya que hemos venido pertrechados con bañador y toallas, hacemos un alto para darnos un remojo. El ambiente en la playa, casi en su totalidad local, contrasta con la realidad del Marruecos profundo que hemos atravesado en días pasados. Abundan los bikinis (aunque tal vez es mayoritario el bañador de una pieza) y suena música moderna en los altavoces del chiringuito. Es una playa como cualquiera del otro lado del estrecho, con la diferencia de que aquí ninguna mujer se permite la audacia del topless . El Atlántico de estas costas, puro mar abierto, anda hoy sacudido por un respetable oleaje, aunque el agua no está demasiado fría.
De vuelta hacia Rabat pasamos por una playa con cierta historia. En ella, según nos cuenta mi tío, fueron fusilados algunos de los ejecutores del primer golpe de los militares rifeños contra Hassan II, el que tuvo lugar el 10 de julio de 1971, durante una fiesta que dio en su palacio de verano de Sjirat. Una fuerza de 1.400 cadetes asaltó el palacio mientras el rey celebraba su 42º aniversario con más de un millar de invitados. Mi tío, que por aquel entonces era policía, estaba en esa fiesta formando parte de la escolta de un ministro ruso, y se salvó de la escabechina (100 muertos y 200 heridos) de forma tan milagrosa como el propio rey. Los fusilamientos de la playa, que también presenció, tuvieron lugar al día siguiente, por orden del general en jefe del ejército, Ufkir. Luego se supo que esa prisa se debía a que el propio general estaba implicado, pero no lo descubrieron hasta un año más tarde, cuando intentó matar otra vez al rey derribando su avión con una escuadrilla de cazas. También a eso sobrevivió Hassan II, en el colmo de la suerte. Oficialmente, Ufkir se suicidó al día siguiente de la intentona aérea.
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