Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala - Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos

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Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos: краткое содержание, описание и аннотация

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Para el autor recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente a pie en la llamada guerra de Africa. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, al heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror.

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Hamdani conduce con soltura por las calles de Rabat, donde también tiene su casa. Damos un rodeo para evitar la zona de más tráfico y llegamos a un elegante barrio de edificios blancos.

– Éste es el barrio de las embajadas -dice Hamdani-. Aquí vive su tío. Es un barrio muy bueno.

Al menos parece tranquilo. Y sin que haya nada suntuoso en los edificios, ofrece un aspecto de orden y limpieza. Recorremos un par de avenidas y desembocamos en una calle pequeña y silenciosa. No es la primera vez que yo vengo aquí. Ya lo hice veintiocho años atrás, en mi primera visita a Marruecos, pero mi memoria no guarda de todo aquello más que retazos confusos que temo alterar artificialmente al tratar de hacerlos corresponder con alguna imagen concreta de estas calles. Buscamos un lugar para aparcar el coche y mientras lo hacemos veo en la ventana a una de mis primas. Pronto sale toda mi familia a saludarnos. A mi tía le hace especial ilusión que mi hermano vaya a verla a Rabat por primera vez. Mi tío nos recibe con idéntico alborozo. Él es musulmán y la hospitalidad es para él la primera regla. Desde que aparece mi tío, que no en vano es policía retirado, Hamdani adopta la misma actitud respetuosa que cuando nos cruzábamos a los gendarmes en la carretera. Después de ayudarnos a bajar las maletas, cambia unas palabras en árabe con mi tío y hace ademán de retirarse. Pregunto adónde va y mi tío me aclara que va a lavar el coche antes de de járnoslo.

Hamdani vuelve al cabo de una hora, cuando ya estamos instalados en la casa. Mi tía le invita a acompañarnos en nuestra merienda, lo que hace muy comedidamente. Al cabo de media hora, durante la que informa a mi tío de las vicisitudes del viaje y participa siempre con prudencia en la conversación, se levanta para despedirse. Salimos con él a la calle y antes de separarnos deslizo en sus manos una propina generosa, que es posible que sea igual o superior a su salario de los cuatro días anteriores. Para nosotros apenas representa un esfuerzo. Me avergüenza que pueda creer que sólo esa dádiva monetaria, una minucia para nosotros, es nuestra manera de recompensarle. Por eso antes de que se vaya le estrecho con fuerza la mano y le digo:

– Muchas gracias por todo. Sin usted el viaje no habría sido lo mismo.

Baja los ojos, no sé si porque al mismo tiempo le estoy dando dinero (qué infamante acto siempre, más para quien lo da, porque a él va a servirle al menos para regalar algo a su mujer y a sus hijas), o porque entiende que no tengo ninguna obligación de decirle eso. A veces en la vida nos encontramos con personas a las que sabemos que nunca podremos corresponder, busquemos como busquemos las palabras o los actos. Son personas de las que al final nos separamos con una sensación de torpeza e inacabamiento. Por alguna razón me sucede eso con nuestro conductor, aunque sólo hemos dispuesto durante cuatro días de su compañía. Me temo que tiene que ver con algo más que con él y conmigo; quizá con las dos orillas del estrecho que en el curso caprichoso de la historia ha terminado por erigirse en una especie de muralla.

Por la noche cenamos al aire libre, en un restaurante donde todos beben cerveza y suenan de vez en cuando teléfonos móviles. Las mujeres jóvenes (por ejemplo mis primas) llevan pantalones o faldas cortas. La atmósfera es fresca y el aire gratificante. En esta terraza de Rabat uno podría sentirse como si estuviera en un lugar de la costa europea, si no fuera porque a lo lejos se ve iluminada la torre Hassan, el bellísimo minarete interrumpido de la mezquita de Yacub alMansur ( Hassan significa precisamente belleza). Después de la cena, vamos a pasear junto a la torre, por el hoy inmaculado recinto donde en otro tiempo se alzaba la mezquita inconclusa. Apenas se encuentra a dos calles de donde viven mis tíos. Frente a la torre se alza el lujosísimo mausoleo de Mohammed V, demasiado enjoyado para nuestro gusto. Preferimos acercarnos a la torre almohade, tosca y estilizada a un tiempo, y acodarnos en la balaustrada que da a la ría. Al otro lado se ven las luces de Salé, y recuerdo, esta vez sí, la primera vez que estuve en Rabat, cuando sólo tenía tres años y corría con una de mis primas por este mismo pavimento. Mi tía, que me acaba de enseñar una fotografía de esos instantes que constituían mi única memoria de aquel viaje, añade algo más:

– Aquí venía tu abuelo a pasear todas las mañanas, y siempre se asomaba a la ría. Le gustaba mirar Salé, ahí enfrente.

La voz de mi tía se quiebra un poco y la tibia y soñadora noche de Rabat queda por un momento velada por una bruma que no sale de la ría, sino que tiembla y porfía por derramarse desde mis ojos. Impido que caiga, aunque quizá no debiera. A todo hombre debe pasarle alguna vez que esa bruma resbale, para saber que ha vivido.

Jornada Sexta. Rabat

Hemos dormido en un hotel próximo a la casa de mis tíos. Ellos no tienen espacio para todos y no podemos consentir que Eduardo se aloje solo por ahí. Desde Melilla hasta el final iremos juntos, porque somos compañeros de viaje y asumimos con pundonor esa condición. Despertamos algo más tarde que el resto de los días. Hoy no saldremos a la carretera y anoche nos recogimos de madrugada. Al llegar al hotel, el vestíbulo estaba convertido en un bar un tanto particular, lleno de hombres maduros y mujeres desinhibidas. El dueño diversifica el negocio montando ese club nocturno, que produjo a mi tío al verlo anoche una especie de horror. Es musulmán practicante, aunque no fanático, y el espectáculo de alcohol y mujeres en apariencia livianas le escandalizó vivamente. No conocía el hotel más que de día, cuando, como comprobamos por la mañana, es un tranquilo e inocente alojamiento. El dueño es conocido suyo y nos hace un buen precio, pero nos costó persuadirle de que nos quedábamos.

Después de desayunar, vamos a casa de mis tíos. Desde anoche, por primera vez desde que llegamos, conducimos mi hermano y yo alternativamente. El coche tiene el cambio muy brusco (algo que con Hamdani no notábamos), y aunque en el barrio el tráfico sea relativamente apacible, conviene ir atento a los demás conductores. Cuando llegamos, una de mis primas y mi tío se han ido a trabajar y mi otra prima atiende a sus clientes en el salón de belleza que tiene montado en la casa. Recogemos a mi tía y vamos hacia el centro. Bajamos hasta la mellah, junto a la que se encuentra el mercado de pescado. Aquí compramos comida para el almuerzo. Todo está recién cogido, de esta misma noche. En uno de los puestos llama nuestra atención un de pendiente negro que engulle las gambas crudas mientras te despacha. Las pela con una habilidad pasmosa y las deja deslizarse a su garganta, desde donde las traga directamente, sin masticar.

Llevamos el pescado a casa y desde aquí nos dirigimos hacia el mercado de las flores. El centro de Rabat, entre los ejes que forman la avenida de Mohammed V y el bulevar de Hassan Ii, tiene el aspecto atildado de una blanca y rectilínea capital colonial. Ésa fue la fisonomía que le dieron los franceses a lo largo de más de cuarenta años de dominación, y la que desde la independencia se ha venido conservando por los rabatíes. En esta zona están los ministerios, los bancos, y los demás edificios propios del decorado capitalino. También hay parques, y el mismo mercado de las flores se encuentra en una bonita plaza ajardinada. Sin embargo, el sello colonial no ha privado a Rabat de su aspecto marroquí. Lyautey, que confesaría años después de instalar aquí su sede que se había enamorado de Rabat durante una visita que había hecho a la ciudad en 1907, tuvo siempre una obsesión por conjugar el urbanismo moderno con la tradición del país. Según él mismo contaba, a su llegada como Residente General había suspendido la construcción de unos cuarteles para las tropas de ocupación, porque en su parecer estropeaban el bello horizonte marino que se abría más allá del cementerio el-Alu, una imagen que recordaba intensamente de su primera visita.

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