Lorenzo Silva - Del Rif al Yebala - Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos

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Del Rif al Yebala: Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos: краткое содержание, описание и аннотация

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Para el autor recorrer Marruecos es hacer realidad un sueño de infancia y, a la vez, adentrarse en el impresionante escenario de la aventura bélica de su abuelo, combatiente a pie en la llamada guerra de Africa. A lo largo de ocho jornadas, y con la compañía de su hermano y un amigo, el escritor explora el interior del país para descubrir la áspera región del Rif y la zona no menos agreste del Yebala, y de paso lugares como Melilla, Annual, Alhucemas, Xauen, Larache, Alcazarseguer, Tánger, Fez, la antigua ciudad romana de Volúbilis o Rabat. El viaje desvela el Marruecos presente y lo anuda a la historia de la guerra pasada, que acude a estas páginas con la enfebrecida claridad del espejismo: combates reducidos a cacerías, al heroísmo inútil, el desdén de los gobernantes, el horror.

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Volvemos sobre nuestros pasos y a la salida de Tazaghine, cuando estamos de nuevo sobre el pueblo, nos detenemos un momento para contemplar el horizonte marino. Queríamos llegar hasta este borde costero del Rif porque aquí cuentan que sucedió uno de los hechos más extraños y conmovedores que trajo el desastre. Tras el abandono y la retirada de Annual, miles de cadáveres españoles quedaron sobre el campamento y en los desfiladeros cercanos. Entre ellos, Abd el-Krim sospechaba que podía estar el de su amigo el coronel Morales, quien además de alumno suyo de árabe y chelja había sido su jefe y protector en la Oficina de Asuntos Indígenas de Melilla. Cuentan que durante horas Abd el-Krim buscó entre los muertos, deseando no encontrar al coronel entre ellos. Pero allí estaba. Cuando al fin lo descubrió, Abd el-Krim rompió a llorar, le cerró los ojos y ordenó a sus hombres que le rindieran honores militares. Después lo hizo depositar en un ataúd de cinc y envió un mensaje a Melilla, a su también antiguo amigo el coronel Riquelme. En él le comunicaba que el cadáver del coronel Morales estaba a disposición de su familia y que sería entregado a los españoles para que le dieran sepultura de acuerdo con su religión y con la consideración que merecía. Hay que recordar que los cadáveres del resto de los españoles se pudrieron al sol durante meses, hasta que la lenta y penosa contraofensiva fue recuperando los sitios donde habían caído y sus compatriotas enterraron los huesos ya polvorientos. Por no hablar del cuerpo de Silvestre, decapitado, descuartizado y repartido como trofeo por las cábilas.

El Alto Comisario Berenguer ordenó que se cumplieran las instrucciones de Abd el-Krim para la entrega. La escena tuvo lugar en las costas de Sidi-Dris, tras las alturas que ahora contemplamos a la izquierda de Tazaghine. El ataúd que contenía los restos del coronel Morales fue recogido por el Laya , cuyos tripulantes narrarían después asombrados lo que habían visto. Mientras un pelotón de la policía indígena se hacía cargo del cuerpo, los rifeños, perfectamente formados, presentaban armas. En lo alto del acantilado se podía distinguir a un moro solemne, algo grueso y de no mucha estatura, que a ratos observaba y a ratos dejaba vagar su mirada triste sobre el mar. A todos les impresionó la gravedad de aquel hombre, sin duda notable, aunque estaba solo y sin escolta y vestía sencillamente, con la chilaba parda y el turbante blanco de los Beni-Urriaguel. El moro triste del acantilado era Abd el-Krim, y los marineros del Laya fueron de los pocos españoles que pudieron posar sus ojos sobre él durante toda la guerra. Quién sabe si en aquel momento, con la vista nublada por las lágrimas y el corazón dolorido por la muerte de su amigo, el jefe rifeño no sintió el desgarro de haberse puesto para siempre enfrente de aquel país al otro lado del mar, en cuya gente y en cuyos propósitos había creído en su juventud. Nunca se olvida del todo aquello a lo que uno ha entregado sus afectos juveniles, y hay que considerar que Abd el-Krim había ido a la escuela de los españoles en Melilla. Otro tanto podía sentir su hermano Mhamed, que décadas después, en el destierro, se acordaba todavía con nostalgia de los días vividos en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Los dos hermanos, lo dirían siempre, no pretendían sino incorporar a su pueblo al progreso que Europa representaba, sin aceptar, eso sí, que los europeos los avasallasen. Pero el Laya se llevó los restos de Morales y la lucha siguió sin cuartel.

Cumplido el recuerdo, retrocedemos hasta Annual. Una vez allí, buscamos la bifurcación que lleva hacia Tensamán. Pero en esta ocasión, escarmentados, preguntamos en una especie de bar que hay en la encrucijada antes de enfilar hacia ese destino. Nos dicen que la carretera ha quedado en muy malas condiciones después de las lluvias de la primavera, y que nos costará mucho llegara Alhucemas por allí. La distancia es muy corta y el rodeo alternativo bastante largo, como tres veces más, pero no nos fiamos de la resistencia de nuestro frágil Seat. De modo que volvemos hacia Ben-Tieb y antes de llegar tomamos el desvío de Tafersit para atajar hacia la carretera general. Ya es bastante tarde, casi las cuatro, y todos tenemos sed y hambre. Decidimos parar en Tafersit.

Tafersit es un pueblo pulcro y despejado. Como en otros muchos del Rif, en la calle principal se alinean edificios blancos de poca altura con profundos soportales cuya sombra permite huir del calor. Las puertas de persiana de los establecimientos son celestes, como las columnas que sujetan los arcos. Nos sentamos en una terraza y pedimos refrescos y té. La comida es el pan y el queso en porciones que compramos en Ben-Tieb. El queso resulta bastante malo, pero el pan es magnífico. En días sucesivos nos aficionaremos al pan de Marruecos. No es el pan tradicional. Los primeros españoles que llegaron al Rif hablaban de un pan de centeno seco y estropajoso, que desgarraba la garganta al tragarlo. Cuando los rifeños probaron por primera vez el pan blanco de trigo se volvieron locos, y se nota que les gustó porque han aprendido a hacerlo con maestría.

Tenemos enfrente la mezquita, un edificio inmaculado con una torre alta de muros encalados y aristas enfoscadas en un color arena suave. Parece bastante nueva y con capacidad para numerosos fieles. En la calle hay un par de BMW y algún Mercedes nuevo. Parece que Tafersit dispone de algunas riquezas, y también aquí resultan muy lejanos los días en que el general Silvestre desplegaba sus avanzadas o el siempre activo comandante Franco enviaba de razzia a sus legionarios. A mediados de 1921, los aviones De Havilland de Zeluán (los mismos que luego incendiarían sus propios mecánicos) bombardearon el pueblo, en uno de aquellos ingeniosos e inoperantes escarmientos que de vez en cuando se le ocurrían a Silvestre para ablandar a los indígenas.

De pronto se nos acerca un moro joven. Nos mira a los tres y por alguna razón indefinida me escoge a mí. Me tiende la mano. Naturalmente, la estrecho. La tiene áspera, y mientras la siento entre mis dedos busco con los ojos los suyos. Entonces me percato, primero, de que los tiene de un color verde oliva muy claro, y segundo, de que se trata de un muchacho con alguna deficiencia mental. Sacude varias veces mi mano, sonriendo, y a continuación repite el ritual con mi hermano y con Eduardo. Después de eso, alguien nos saluda desde una mesa vecina. Es un rifeño de entre cincuenta y sesenta años, de aspecto bastante simpático. Tiene el pelo muy corto y rubio y los ojos del mismo verde oliva pálido que el chaval.

Le toca a Hamdani hacer de intérprete, y lo hace como siempre, cambiando largas parrafadas con el otro que se traducen en sucintos resúmenes para nosotros. Parece que el hombre nos invita a tomar alguna otra cosa.

Le pido a Hamdani que se lo agradezca y que le diga que tenemos bastante. El rifeño asiente y sigue con su animada perorata. Siempre riendo y gesticulando ceremonioso con las manos vuelca su elocuencia sobre Hamdani, que le escucha con una especie de resignación. Causan un curioso contraste los dos marroquíes, el norteño rubio y el sureño de cabellos y ojos oscuros. Aunque esta vez no les separa el idioma, porque este rifeño habla un árabe fluido, uno tiene toda la impresión de que no se entienden demasiado, como si pertenecieran a mundos distintos que coexisten a prudente distancia.

– Dice que les ofrece su casa para pasar esta noche -condensa Hamdani otros cinco minutos de charla.

– ¿Su casa?

– Sí, su casa. Dice que es grande, que hay sitio para todos.

– Le habrá dicho que tenemos reservado hotel en Alhucemas.

– No. No sabía si les apetecería.

– No estaría nada mal, dormir en Tafersit -fantasea Eduardo.

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