Ana Shua - Como una buena madre
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En cuanto llegaron supo que habían sido engañados. Era un amanecer grisáceo, y grises eran las plantas arbóreas y rastreras que conformaban la selva madriguera, que se irían tiñendo poco a poco hasta alcanzar, recién al mediodía, su coloración plena. Marga notó el torpe engaño en cuanto el mierense los ubicó en su punto de observación, un hueco en la pared vegetal demasiado cómodo, demasiado propio, demasiado cerca del escenario.
Del escenario: porque no había otra manera de llamar a esa plataforma fingidamente natural que se elevaba a un costado de la selva madriguera donde un vlotis tres cubierto con su típico furcis fingía esta apagado. Marga le hizo a Carlos una seña invitándolo a irse enseguida pero Carlos movió negativamente la cabeza y gesticuló como si estuviera sembrando, echando semillas al viento: le recordaba el furioso polvillo de los vlotis, aquello que los había traído hasta allí y que valía la pena esperar. Les habían exigido silencio.
El vlotis tres se encendió repentinamente con todos sus brillos y Marga recordó (hubiera deseado contárselo a Carlos) aquel ridículo pornoshow al que había asistido una vez, en otro mundo, creyendo que vería el ávido apareamiento de cinco sexos: a la primera mirada había descubierto que, en realidad, las características anatómicas de los sujetos eran idénticas, que estaba presenciando una monótona orgía de homosexuales sin imaginación.
Encendido, el vlotis tres inició su danza de llamada y por un momento Marga pensó que no lo soportaría, que la fantochada había ido demasiado lejos: la bestia inteligente había sido absurdamente decorada, cada una de sus hendiduras estaba pintarrajeada para semejar una vulva, cada una de sus protuberancias parecía terminar en un enorme pene, el vlotis se agitaba con movimientos que descorrían y dejaban caer nuevamente su furcis revelando, ocultando, falsos senos, pezones coloreados. Podría haber sido increíblemente cómico y estaban a punto de lanzar la primera carcajada cuando el movimiento cambió su ritmo y supieron que el vlotis, tan cuidadosamente adiestrado para el espectáculo, había dejado de lado sus instrucciones, había olvidado a sus espectadores y ya no bailaba para ellos, sus arnés progresivamente amarillentas temblaban y se estremecían en un llamado que no esperaba respuesta, que se complacía a sí mismo.
El vlotis tres se restregaba contra las paredes vegetales de la selva madriguera, agitando desesperadamente sus clombos, regobiándose en una ansiedad mortal. Marga se pasó la lengua por los labios mientras se inclinaba para ver mejor la masa brillosa que asomaba por las hendiduras entreabiertas, que volvían a cerrarse a cada vuelta con un sonido chasqueante, pegajoso. Un montículo vibrátil surgía y desaparecía otra vez en cada una de ellas, un nudo de húmedos abscesos vermiformes, era repugnante y sin embargo Marga tuvo conciencia de pronto de su asiento vegetal, las largas láminas grises que jugaban entre sus piernas, que apagaban su frío contra sus muslos calientes.
Y el vlotis uno respondió por fin, sinuoso. Asomaron primeros los glaros, ávidamente sinuosos a la entrada de la cueva, su larga masa sinuosamente siguiéndolos, todo encendido, despidiendo un olor verde, sinuoso, pútrido. En un gesto brutal envolvió al vlotis uno, los furcis saltaron con violencia, cayeron arrugados fuera de la plataforma, el vlotis tres parecía soportar penosamente la presión de ese otro cuerpo que gozaba con el suyo hasta que uno de sus clombos empezó a crecer, a inflamarse, hinchándose como un globo a punto de estallar, intolerablemente tenso y estalló, por fin, un líquido gris manando de los bordes rotos: pequeño y febril el vlotis dos escapó del clombo destrozado, preparados sus filos para intervenir en el acto que sólo ahora iba a comenzar. Por primera vez Marga tuvo conciencia de la crueldad de la ceremonia que estaba presenciando. El vlotis tres se movía débilmente ahora que el uno había aflojado su abrazo, había placer, sin embargo, en esos gestos infinitamente lentos, reducidos a una simple palpitación, mientras el vlotis dos se paseaba por encima de su cuerpo, tocando, flasiando, ansorbiendo, incorporándolo a su masmédula, y el vlotis uno se acercaba y se alejaba, envolviéndolos y mulmándolos alternativamente.
Marga se movió en su asiento sintiendo el roce de las miles de minúsculas agujetas romas contra su sexo, las paredes vegetales parecían haberse encendido también, parecían participar sutilmente acariciándole las nalgas, insinuándose en su entrepierna con roces que bien podrían haber sido casuales. Por primera vez Marga deseó que Carlos dejara de ser un proteico o que lo fuera hasta las últimas consecuencias, que pudiera transformarse en un verdadero humano, hombre o mujer digno de ser gozado, poseído, se preguntó qué estaría sintiendo él y desvió por unos instantes la vista del penoso, fascinante espectáculo para mirarlo, para verlo, asombrada-mente, deformarse por momentos, conservar con dificultosa dignidad un pálido esquema de su forma humana, el pene tenso y eréctil asomándose fuera de sus fantasmales vestiduras, los pezones de las tetillas excesivamente largos, temblorosos.
Era difícil distinguirlos ahora unos de otros, los vlotis parecían amalgamados en una masa que rodaba por la selva madriguera y por primera vez se escucharon sonidos, gemidos ululantes parecidos a los que logra el viento. El vlotis dos, tan pequeño, se separó y preparó sus garfios, sobándolos, untándolos en la secreción pastosa que brotaba de sus hendiduras para clavarlos en la masa indivisa que se retorcía en el suelo. Con atento horror Marga vio esos garfios feroces, afilados, arrancando trozos de materia viva, palpitante. El vlotis uno, siempre bestial, se separó también, dañado apenas, imitando la perversa pasión del vlotis dos pero sin su refinada sutileza, golpeando torpemente. El vlotis tres parecía la víctima definitiva de sus furiosos amantes cuando, extendiendo hacia ellos los clambos todavía intactos, volvió a incorporarlos en un abrazo doloroso, aparentemente final, porque un brusco polvillo gris se desprendió de los tres cuerpos convulsos, sacudidos, y se esparció por la cueva madriguera alcanzando a los espectadores.
Marga sintió de pronto una increíble tibieza a su alrededor, una calidez transida de olores placenteros, se movió apenas para confirmar la presencia de los otros cuerpos cuyo contacto erizaba su piel, la enloquecía de goce, una de sus manos se enredó en una mata de pelo femenino y dejó que el pelo resbalara lentamente entre los dedos, cada una de sus hebras rozando la piel sensible de sus palmas, enroscándose en los dedos apenas flexionados, tocando la insinuada membrana entre los dedos, extendió la pierna hacia el otro lado y uno de sus pies se apoyó contra el costado del otro cuerpo, se deslizó hasta encontrar el borde de la tela y se metió por debajo sobre la carne desnuda, apoyando la planta, escuchando la voz de esa piel menos suave que la llamaba con su olor a hombre y ya no pudo resistirlo, tanto y tan leve goce, permitió la explosión, entonces, la locura, la orina vertiéndose cálidamente entre sus muslos, un manantial que se dividía entre sus pliegues formando corrientes centrales, pequeños afluentes sobre sus piernas, entre sus piernas, empapando la sábana, envolviendo sus nalgas en una humedad caliente y olorosa, sintió que la levantaban en el aire, los pechos de su madre blandos, aplastándose contra su vientre, la presión de los pezones bien formados, erguidos, la desnudaron unas manos hábiles y después fue el agua tibia, la mano mojada recorriendo sus nalgas, entre sus nalgas, tibia sobre su vientre, deslizándose ahora entre sus piernas, buscando sus repliegues y fue un hombre y pudo sentir el pulso del deseo colmando su sexo que hendía el aire tibio, afiebrándolo, había otros hombres allí, sus servidores, ellos ataron a la mujer, la amordazaron, desgarraron su ropa, como relámpagos de blancura eran sus carnes desbordantes, los pliegues de grasa, tocó la piel sudada, mantecosa, se acarició, fue hacia ella, apoyó su sexo enorme, rojo, la superficie rugosa cruzada por grandes venas azules, clavó una de sus uñas sucias, afiladas en la base del cuello de la mujer, la hizo correr salvajemente enterrada en su cuerpo, entre los pechos hinchados, sobre su estómago, vientre, más allá del ombligo, hacia su sexo, dejando una marca roja, un camino apenas sangrante por donde avanzó su lengua, el sabor dulzón, caliente la mujer se quejaba débilmente, le quitó la mordaza entrevió vagamente el juego de succiones al que se entregaban los vlotis, la obligó a abrir la boca, introdujo su pene, sus dedos jugando peligrosamente, amenazantes, en la entrada de la vagina, las uñas filosas rozando el clítoris, los labios de ella jugaron, los dientes tocaban dulcemente el glande, la lengua se detuvo en la leve ranura, acarició el orificio que dejaba escapar ya las primeras gotas de sabor picante, con un movimiento rítmico apresuró el final, se incorporó para que sus pechos se apoyaran contra los testículos del hombre, sintió las convulsiones, el líquido mucoso derramándose en su boca, bebió, mamó, tocó con la lengua la rugosidad del pezón, tan perfectamente sabio, tan idéntico a la forma de sus labios, esa dura hinchazón que complementaba su hambre, chupó y chupó y sintió de pronto un impulso feroz, incontenible, mordió violentamente ese botón obscuro que le llenaba la boca, oyó el grito, saboreó el líquido tibio y dulce, succionó, la leche le llenaba la boca pasando a través de sus encías desdentadas, estaba dando placer, recibiendo placer mecida en un nido inconcebiblemente cálido, la leche se deslizaba por su garganta, su cuerpo entero se llenaba de tibieza, otra vez apresuró el estallido, eran ahora movimientos internos de su cuerpo, zonas desconocidas, la loca pasión de sus esfínteres, separó apenas los labios sin soltar el pezón y supo, estremeciéndose, que algo pastoso y cálido brotaba de uno de sus orificios, una masa semilíquida, olorosa, contra su piel, los vlotis se remunían, vululaban, se inclinó sobre el hombre, penetrándolo con dificultad, dolor en el frenillo, su mano rodeando el sexo del otro, ensalivada, le mordió el hombro mientras la mujer le separaba las nalgas, acercaba su cara, olía y acariciaba con deleite, con el dedo mojado, la lengua, introduciendo la lengua en su ano y él seguía moviéndose en el cuerpo del otro, en su angosta hendidura, puso el pene sobre el pecho de la mujer y ella lo envolvió entre sus senos fláccidos, empapados de sudor, el semen brotó como una marea, como una catarata, apoyó sus palmas sobre el líquido blancuzco, mucilaginoso, se frotó los senos, masajeó los pezones y estaba acostada, las piernas en el aire, una mano firme, segura, sostenía sus tobillos, deslizaba la fibra empapada en aceite entre sus nalgas, se demoraba en el orificio, la apoyaban otra vez para separar sus muslos, pasar la fibra aceitada limpiando la entrepierna, separando ahora los labios mayores para pasar con suavidad enorme por el costado de su clítoris, por los canales, delicadamente le bajaban el prepucio, aceite maravillosamente por la mucosa del glande, crecer ahora, inflamarse, introducir el pie en la masa semilíquida, pastosa, brotada de su propio cuerpo, para pasarla por el cuerpo de ella, untarla entre las piernas, el extremo de un clombo se agitaba como pidiendo auxilio, asomando apenas de la masa gris de los vlotis, permaneció totalmente inmóvil mientras la serpiente reptaba por su cuerpo, pasaba sobre su cara, el frote áspero y frío de ese vientre escamoso sobre sus labios, sus anillos envolvieron su sexo, se deslizaron entre los testículos, la cabeza buscando, presionando, encontrando el agujero para penetrar allí, profundamente, la cabeza, la cola cascabeleando en su vagina, moviéndose ahora, hacia atrás y hacia delante, la pequeña serpiente, la cabeza, la lengua rápida y vibrátil en el recto, el cascabel contra las convulsas paredes de su vagina, con un brusco movimiento de torsión la puso sobre él, sintió el peso y la presión de su cuerpo, los pezones contra su pecho, sus muslos tocándose, su cabeza apoyada sobre el pecho de la otra, los senos pequeños y separados rozando sus orejas, la obligó a cabalgarlo, sintió las piernas de ella alrededor de su cintura, penetró, desgarró, la otra lamiendo sus testículos, metiéndoselos en la boca, lamiendo las nalgas de ella, su pene ensangrentado de flujo menstrual, las mujeres frotando sus senos una contra otra, de pie, ahora, orinó sobre sus cuerpos, dirigiendo el chorro contra su cara, contra su boca entreabierta, le mordisqueaban las axilas y las ingles, gustó el sabor de su flujo, embebió el alimento en el líquido espeso que desbordaba mansamente su vagina y lo llevó a su boca, degustando, tomó el animalito peludo que se retorcía entre sus dedos, lo dejó caminar por su cuerpo sabiendo que buscaría su nueva madriguera, deliciosamente penetró en busca de alimento, sus patitas demorándose en la entrada, una vez adentro empezó a comer agitándose lengüeteando, moviendo todo su cuerpecito peludo, tibio, la vio abrirse para él, para ella, enormemente abrirse, temió sin embargo que no fuera suficiente, entró de a poco, la cabeza primero, con dificultad, a pesar de los movimientos de succión que lo atraían, que la llevaban hacia adentro, el vlotis tres enorme ahora, rebosante, único, el uno y el dos inexistentes, formando parte de su cuerpo, por un momento sintió que se ahogaba, que no lo lograría, estrecho el canal, lubricado sin embargo para permitir su paso, con un sonido breve y hueco terminó de pasar la cabeza y todo fue más fácil, una leve torsión de costado para permitir el paso de los hombros, brotaba sangre ahora en la entrada rota, desgarrada, succionando siempre, rápidamente hacia adentro el torso, las caderas, las rodillas doblándose hacia el pecho para caber en esa obscuridad total, líquida, gozosa.
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