Ana Shua - Como una buena madre

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Y era un pasearse junto a Carlos sin tocarlo, cubiertos los dos con la delgada película protectora antirradiactiva, sabiendo que no se llamaba Carlos sino de alguna forma que la garganta humana no estaba en condiciones de pronunciar, sabiendo que Carlos, educado en las mejores instituciones de la Tierra, de su propia ciudad (y al que nunca en la Tie rra hubiera podido conocer), había adoptado la forma de un hombre para hacerse más agradable a sus ojos, tal como podría haber adoptado cualquier otra, incluso su desconocida forma verdadera, infinitamente atractiva en su misterio (una maravilla, el misterio, a la que ningún modo de conocimiento podría acceder jamás). Y por eso le había prohibido él tocarlo, intentar percibirlo con otros sentidos que la vista y el oído, tanto más fáciles de engañar que el tacto, que el olfato (ese hedor incalificable que emergía de pronto entre las nubes de loción para después de afeitarse en las que Carlos se envolvía, se ocultaba).

El oído: privilegiado lugar de las alucinaciones.

Como creer hasta el fondo, por ejemplo, cuando Carlos abandonaba su español neutro, esas expresiones modeladas en los consejos internacionales, mezcla de mexicano, catalán y foguense, para entonar con voz demasiado grave y hermosa los tangos del Morocho, si hasta el mitológico funyi requintado se le formaba entonces sobre su cabeza, las botas de potro y boleadoras todavía un poco fantasmales, tomando cuerpo lentamente, percanta que me amuraste, cantaba Carlos, en lo mejor de la vida, tan porteño viejo, más Gardel que el mismo mudo, su tocayo, la felicida-a-a-a-a-a-ad, de sentir amo-o-o-o-or, hasta la pronunciación nasal sabía imitarle Carlos, qué loco, pensaba Marga, caminando a su lado, sin tocarlo, un poco enamorada.

Y andaban así, animadamente cantando, conversando, entre las pilas de estrellas de Salve gastadas y los despojos tornasolados de brintz que los hábiles mierenses habían logrado convertir en atracción turística, cuando Marga sintió que le tocaban el hombro y era una mano humana, era un hombre, uno de los humanos que regían el planeta, mierense acriollado, como los llamaba Carlos, apenas modificado por el ambiente después de varias generaciones de permanencia en el planeta. El hombre les guiñaba el ojo, guiñaba en realidad los dos ojos alternativamente, intentando imitar un gesto a cultura a la que suponía que ellos pertenecían, gesto de la Tierra, y lo lograba a medias, su cara se retorcía en una mueca que pretendía ser pícara, traviesa, y causaba una extraña impresión de locura.

Les habló en urdu, un urdu golpeado y roto, con un dejo de acento alemán que hacía todavía más difícil comprender sus palabras. Habló durante mucho tiempo, con giros metafóricos, barrocos, en los que Marga se extasió sin comprender hasta el final. Haciéndole preguntas y discutiendo entre ellos sus respuestas, Marga y Carlos entendieron por fin lo que deseaba, lo que ofrecía. Deseaba el anillo de cuarzo que usaba Marga en su pulgar derecho, les ofrecía un espectáculo asombroso, incomparable, prohibido, nunca visto por ojos terrestres, y cómo creerle, cómo impedir que el amargo deambular de una decepción a otra subiera hasta su boca, la de Marga, convertido en una semisonrisa irónica: el secreto acoplamiento de los vlotis, los seres más inteligentes del planeta, otra vez lo mismo, uno más de los tristes pornoshows del universo, pensó Marga.

Pero el hombre, el mierense, levantaba ahora su mano pintada, tres dedos de su mano, con las uñas largas y sucias, para ilustrar con más claridad sus palabras, tres sexos, les decía, los vlotis de tres sexos iban a acoplarse, maravilla de las maravillas, ante sus maravillados ojos, les decía, insistentemente redundaba, no para ser vistos, los vlotis, aclaraba, secretamente irían hacia sus selvas madrigueras, secretamente los verían, gozarían. Y en cada planeta, recordó Marga, en cada lugar donde la reproducción de los seres vivos tomaba la forma de una relación entre ejemplares de distintas características, aparecían estos hombres y mujeres furtivos, guiñadores, ofreciendo prohibidos asombros que por lo general podían verse en cualquiera de los teatros de la ciudad y a veces por las calles, tristes seres nativos subalimentados a los que se obligaba a vestir sus cuerpos inhumanos para poder mostrarlos arrancándose los trapos con sus tentáculos cansados, arrastrándose fatigosamente unos hacia otros en un pobre remedo del limitado erotismo de los humanos, esos humanos incapaces de entender, de contagiarse de una excitación distinta de la suya, incapaces de observar con otra mirada que la de una fría curiosidad científica las auténticas locuras amorosas que debían haber envuelto, antes de su llegada, a esas disparatadas anatomías. Pero Carlos parecía entusiasmado.

No en vivo seguramente, quiso saber Carlos: no directamente sino a través de una pantalla verían, preguntó al mierense, a los vlotis, a través de uno de esos rudimentarios circuitos cerrados que se usaban todavía entre la escoria de los confines. Pero el mierense aseguró que sí, que estarían realmente allí, muy cerca de ellos y sin ser percibidos porque los vlotis, en su frenesí, olvidaban o despreciaban todo lo que los rodeaba.

Entonces Carlos le explicó a Marga que debían ir, intentarlo, porque si el hombre les estaba diciendo la verdad (y cómo convencerlo de lo muy improbable de una verdad en la boca torcida de un mierense, raza de basureros, cerdos de las estrellas) verían, estarían en medio de un torbellino único en el universo. Porque no se trataba sólo de presenciar, le dijo a Marga, no sólo de ver y estar; tratándose de los vloti sería también participar, sentir a los vlotis extender sus efluvios, incorporándolos -mediante ese polvillo líquido semejante al mercurio que expelían sus cuerpos- al loco frenesí que los animaba. Los vlotis tenían la capacidad de comunicar a sus espectadores lo más ferviente del deseo, sacudiendo, desenterrando las más reprimidas imágenes de sus propias memorias, de las memorias de sus razas, podrían enloquecerlos y Carlos (tan formal, su ropa bien cortada, sus modales) la invitaba a compartir la locura.

El mierense lo miró desconfiado, se retrajo de pronto, dejó de observar fascinado el anillo de cuarzo en la mano de Marga; sólo para humanos, aclaró, de hombre y mujer nacidos, enteramente celulares humanos, no proteicos. ¿Es que estaba, acaso, en ameno diálogo con un proteico fraguado como hombre? En ese caso mejor el olvido, despeñar su propuesta por los abismos de la memoria, ¿conocían ellos todas las propiedades afrodisíacas de las estrellas de Salve desechadas?

Marga se preguntó por qué el espectáculo le estaría vedado a Carlos, pero sabía tan poco de los proteicos, de los mierenses. Intervino, entonces, a favor de Carlos, hombre entero era él, dijo, y para probarlo le tomó la mano, disimuló como pudo la sensación escamosa, deforme, él hombre, insistió, yo mujer. Ahora que estaba a punto de perdérselo supo que ella también quería estar allí, entre los vlotis, con su amigo proteico, entusiasta. Se dio cuenta de que el hombre no le creía pero el anillo de cuarzo volvía a atraerlo, ardiente la mirada en su blanca opacidad. Fijaron una cita para el día siguiente (había días en Mieres, había largas noches), el hombre los esperaría n el hotel, los llevaría en su vehículo hasta los confines, caminarían después hasta la selva madriguera, ' No se precavió Marga, esa larga noche, contra las dulzuras de la espera porque sabía por amarga experiencia que esta anticipación del goce sería probablemente todo lo que podría obtener del largo día que esperaba. Se dejó llevar por la imaginación, fantaseando placeres prohibidos, que sin duda no vería, sentiría, había tan pocas experiencias prohibidas para ella, para los de su élite privilegiada en el pequeño, monótono universo: con un proteico, en el rito sexual de los vlotis: mañana. Hasta entonces, dormir. Y Marga Lowental Sub-Saporiti se indujo un sueño hondo que la llevara sin sueños al despertar.

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