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Salman Rushdie: Los Versos Satánicos

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A Gibreel Farishta nunca se le explicó por qué el babasaheb había decidido apiadarse de él y sacarlo del mundo sin futuro de las calles, pero al cabo de algún tiempo empezó a sospecharlo. Mrs. Mhatre era una mujer muy delgada -si el ba basaheb era cuadrado y macizo como una goma de borrar, ella parecía el lápiz-, pero hubiera tenido que estar gorda como una patata para contener todo el amor maternal que llevaba dentro. En cuanto el baba llegaba a casa, ella le ponía dulces en la boca y, por las noches, Ismail oía protestar al imponente secretario de la BTCA: Quita, mujer, que ya sé desnudarme solo. A la hora del desayuno, ella servía grandes platos de papilla a Mhatre y se la daba en la boca, a cucharadas, y antes de que se fuera al trabajo, le cepillaba el pelo. El matrimonio no tenía hijos, y el joven Najmuddin comprendió que el babasaheb pretendía que él le ayudara a llevar la carga. Pero, por extraño que pueda parecer, la begum no trataba al joven como si fuera un niño. «Es que él es muy mayor», dijo a su marido cuando el pobre Mhatre le suplicó: «¿Por qué no das al chico esa maldita papilla malteada?» Sí; pero él es mayor, «hemos de hacer de él un hombre, esposo, no debemos mimarlo». «¡Por todos los demonios! -explotó el babasaheb-. ¿Por qué me mimas a mí?» Mrs. Mhatre se echó a llorar. «Tú lo eres todo para mí -sollozó-: mi padre, mi amante y mi niño. Tú eres mi señor y mi bebé. Si te desagrado, no tengo vida.»

Babasaheb Mhatre aceptó la derrota y tragó la cucharada de papilla malteada.

Él era un hombre bondadoso, pero disimulaba su condición con imprecaciones y grandes voces. En el despacho azul trataba de consolar al huérfano hablándole de la filosofía de la reencarnación, y le decía que sus padres ya estaban a punto de volver a entrar en el mundo por donde fuera, salvo, naturalmente, que sus vidas hubieran sido tan santas que ya hubieran alcanzado la gracia final. Es decir, Mhatre fue quien inició a Farishta en lo de la reencarnación, además de otras cosas. El babasaheb era un espiritista aficionado, golpeador de patas de mesa e introductor de espíritus en vasos. «Pero ya lo dejé -dijo a su ahijado, con el gesto y ademanes melodramáticos que el caso requería-; lo dejé el día en que me llevé el susto de mi vida.»

Una vez (relató Mhatre), el vaso fue visitado por un espíritu auténticamente servicial, un tipo supersimpático, sabes, y yo pensé que era la ocasión de hacer preguntas fuertes. ¿Hay Dios? Y aquel vaso, que hasta entonces corría como un ratoncito, se paró en medio de la mesa, quieto, lo que se dice clavado. Y entonces yo digo está bien, si no contestas a ésta, probemos con esta otra, y le suelto: ¿Hay diablo? A esto, el vaso, ¡chinchinchin!, empezó a temblar -¡tápate los oídos! -, al principio, despacio y, después, aprisa aprisa, como un flan, hasta que saltó – ¡aaa hop!- por el aire, cayó de lado y – ¡cras!- se hizo mil pedazos, pulverizado. Lo creas o no, dijo babasaheb Mhatre a su pupilo, en aquel momento yo aprendí la lección: Mhatre, no te metas en lo que no entiendes.

Este relato causó honda impresión en el joven oyente, porque ya antes de la muerte de su madre, él estaba convencido de la existencia del mundo sobrenatural. A veces, al mirar en derredor, especialmente en las tardes calurosas en las que el aire se aglutinaba, el mundo visible, sus formas y habitantes y todas las cosas parecían asomar a la atmósfera como una profusión de icebergs calientes, y le parecía que, bajo la superficie del aire denso, todo continuaba: que las personas, los coches, los perros, los carteles de los cines, los árboles, hurtaban a sus ojos las nueve décimas partes de su realidad. Él parpadeaba y la ilusión se desvanecía, pero la idea no le abandonaba. El pequeño Najmuddin creció creyendo en Dios, ángeles, demonios, afreets y djinns con la misma naturalidad con que creía en los carros de bueyes o en los faroles, y el no haber visto nunca un espíritu lo atribuía él a un defecto de su visión. A veces, soñaba que descubría a un óptico mago al que compraba unos lentes verdes que corregían su lamentable miopía, permitiéndole ver el mundo fabuloso que había detrás del aire turbio y cegador.

Su madre, Naime Najmuddin, le contaba muchas historias del Profeta, y si sus versiones contenían alguna que otra inexactitud, él prefería no averiguarlo. «¡Qué hombre! -pensaba-. ¿Qué ángel no querría hablar con él?» A veces, no obstante, se le escapaba algún que otro pensamiento blasfemo como, por ejemplo, cuando, sin querer, al cerrar los ojos en su catre de la casa de Mhatre, su cerebro adormilado empezaba a comparar su propia condición con la del Profeta en la época en que aquél, huérfano y pobre, pasó a administrar con éxito los bienes de la rica viuda Khadija y al fin se casó con ella. Y se quedaba dormido viéndose sentado en un estrado sembrado de rosas y haciendo mohines de timidez bajo el sari-pallu con el que se cubría recatadamente la cara, mientras su nuevo esposo, babasaheb Mhatre, acercaba la mano amorosamente para apartar la tela y mirarse en el espejo que él tenía en el regazo. Este sueño de su boda con el babasaheb le hacía despertar abochornado y le producía preocupación por la impureza de su espíritu, que tan terribles visiones le sugería.

De todos modos, en general, su religiosidad se mantenía en un tono menor, era una parte de su ser que no requería mayor atención que cualquier otra. El que babasaheb Marte lo llevara a su casa reafirmó al joven en la creencia de que o estaba solo en el mundo, de que algo velaba por él, y no le sorprendió, pues, que, en la mañana de su vigesimoprimer cumpleaños, el babasaheb lo llamara a su despacho azul y lo echara a la calle sin apelación.

«Estás despedido -silabeó Mhatre sonriendo ampliamente-. Cesado, des-pa-cha-do.»

«Pero, tío…»

«Cierra la boca.»

Y entonces el babasaheb hizo al huérfano el mejor regalo! que éste recibiera en su vida al informarle de que le había conseguido una entrevista en los estudios del legendario magnate cinematográfico Mr. D. W. Rama: una prueba. «Es sólo para cubrir las apariencias -dijo el babasaheb-. Rama es un buen amigo y ya estamos de acuerdo. Para empezar, un papel pequeño; después, dependerá de ti. Ahora desaparece de mi vista y deja de hacerte el humilde. No te va.»

«Pero, tío…»

«Eres muy guapo para pasarte la vida transportando almuerzos en la cabeza. Ahora márchate, fuera, hazte actor del cine homosexual. Te eché hace cinco minutos.»

«Pero, tío…»

«He dicho lo que tenía que decir. Da las gracias a tu buena estrella.»

Najmuddin se convirtió en Gibreel Farishta, pero tardó cuatro años en llegar a estrella, cuatro años de aprendizaje en una serie de papelitos cómicos de payasada. Él se mantenía tranquilo y sereno, como si pudiera ver el futuro, y su aparente falta de ambición hizo de él un extraño en la industria de los egoístas. Le tomaban por estúpido, o por orgulloso, o por las dos cosas. Y durante aquellos cuatro años de desierto, no besó en la boca ni a una sola mujer.

En la pantalla hacía de idiota, el que se enamora de la hermosa y no ve que ella no le haría caso ni en mil años, de tío chiflado, de pariente pobre, de tonto del pueblo, de criado, de granuja torpe, es decir, papeles en los que no cabe una escena de amor. Las mujeres le daban puntapiés, le abofeteaban, se reían de él, pero nunca, en el celuloide, le miraban, le cantaban o danzaban alrededor de él con amor cinematográfico en los ojos. En la vida real, Gibreel vivía solo en dos habitaciones vacías, cerca de los estudios, y trataba de imaginar cómo eran las mujeres sin la ropa. Para distraer el pensamiento del tema del amor y el deseo, se dedicaba al estudio y se convirtió en omnívoro autodidacta, devorador de los metamórficos mitos de Grecia y de Roma, los avatares de Júpiter, el buen mozo que se convirtió en flor, la mujer-araña, Circe y demás; y la teosofía de Annie Besant, y la teoría del campo unificado, y la incidencia de los versos satánicos en los comienzos de la carrera del Profeta, y la política del harén de Mahoma, después de su triunfal regreso a La Meca; y el surrealismo de los periódicos, en los que las mariposas volaban a la boca de las niñas, ansiosas de ser consumidas, y los niños nacían sin cara, y los muchachos soñaban con anteriores encarnaciones con imposible detalle, por ejemplo, con una fortaleza de oro y piedras preciosas. Él se llenaba la cabeza de sabe Dios qué cosas, pero no podía negar, en la madrugada de sus noches insomnes, que estaba lleno de algo que nunca había sido usado, algo que él no sabía cómo usar, es decir, de amor. En sus sueños era atormentado por mujeres de una dulzura y una belleza insoportables, y por ello prefería mantenerse despierto obligándose a repasar una parte de sus conocimientos generales, a fin de ahogar la trágica sensación de estar dotado de una capacidad amatoria superior a lo normal y no tener a quién ofrecerla.

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