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Salman Rushdie: Los Versos Satánicos

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Somos criaturas del aire, / con raíces en los sueños / y las nubes renacidas / en el vuelo. Adiós. La enigmática nota descubierta por la policía en el ático de Gibreel Farishta, situado en la cúspide del rascacielos Everest Vilas de Malabar Hill, el hogar más alto del edificio más alto de la parte más alta de la ciudad, uno de esos apartamentos con vistas dobles, desde los que, por este lado, dominas el collar nocturno de Marina Drive y, por el otro, el cabo de Scandal Point y el mar, dio mucho juego en los titulares, FARISHTA SE ZAMBULLE BAJO TIERRA, pregonaba Blitz, tétrico, mientras que «Abeja Laboriosa», de The Daily, optaba por GIBREEL LEVANTA EL VUELO DESDE su PALOMAR. Se publicaban muchas fotografías de la fabulosa residencia, en la que decoradores franceses, provistos de cartas de recomendación de Reza Pahlevi por el trabajo realizado en Persépolis, gastaron un millón de dólares en reproducir, a tan considerable altitud, el interior de una tienda de beduino. Otra ilusión deshecha por su ausencia: GIBREEL LEVANTA EL CAMPAMENTO, vociferaban los titulares; pero ¿había ido hacia arriba, hacia abajo o hacia un lado? Nadie lo sabía. En aquella metrópoli de lenguas y cuchicheos, ni los oídos más finos oían algo fidedigno. Pero Mrs. Rekha Merchant, que leía todos los periódicos, escuchaba todas las noticias de la radio y no se despegaba del televisor, entresacó algo del mensaje de Farishta, percibió una nota que había escapado a todos y subió con sus dos hijas y su hijo a pasear por la azotea del edificio en que vivían. Se llamaba Everest Vilas.

Una vecina; en realidad, la vecina del piso de abajo. Vecina y amiga. ¿Para qué decir más? Por supuesto que las maliciosas revistas de escándalo de la ciudad llenaron columnas con insinuaciones y frases de doble sentido, pero ello no nos autoriza a ponernos a su nivel. ¿Por qué manchar su reputación ahora?

¿Quién era ella? Era una mujer rica, desde luego, porque Everest Vilas no es precisamente un inmueble de viviendas de tipo social, ¿eh? Casada, sí, señor, trece años, con un hombre importante en el sector de los cojinetes de bolas. Independiente; sus tiendas de alfombras y antigüedades iban viento en popa en el mejor punto de la zona de Colaba. Ella llamaba a sus alfombras klims o kliins, y a los objetos antiguos, antijuedades. Sí, y era hermosa, con la belleza dura y reluciente de los etéreos habitantes de las casas altas de la ciudad, con unos huesos, un cutis y una manera de moverse que atestiguaban su largo divorcio de la tierra empobrecida, pesada y pululante. Todos convenían en que poseía una gran personalidad, bebía como una esponja en copas de cristal de Lalique, colgaba el sombrero desvergonzadamente en una Chola Natraj y sabía lo que quería y cómo conseguirlo pronto. El marido era una rata con dinero y buena muñeca para el squash. Rekha Merchant leyó el adiós de Gibreel Farishta en los periódicos, escribió una carta a su vez, llamó a sus hijos, tomó el ascensor y subió (un piso) al encuentro del destino que había elegido.

«Hace muchos años -decía en su carta-, me casé por cobardía. Ahora, por fin, obro con valentía.» Dejó encima de la cama un periódico en el que había enmarcado y subrayado enérgicamente en rojo -con tres fuertes líneas, una de las cuales había roto el papel- el mensaje de Gibreel. La prensa del chismorreo, naturalmente, echó el resto con EL SALTO DE LA HERMOSA DESCONSOLADA y BELDAD AFLIGIDA SE LANZA AL VACÍO. Ahora bien:

Acaso también ella tuviera la comezón de la reencarnación y, por otra parte, Gibreel, sin comprender el poder terrible de la metáfora, recomendaba el vuelo. Para volver a nacer, antes tienes que… y ella era criatura del cielo, bebía champán en Lalique, vivía en Everest, y uno de sus compañeros de Olimpo había volado. Si él pudo volar, también ella podría tener alas y echar raíces en los sueños.

Ella no lo consiguió. El lala que estaba empleado de portero del complejo de Everest Vilas ofreció al mundo su rudo testimonio. «Yo andaba por aquí, por aquí, sin salir del complejo, cuando oigo un golpe, eras. Me vuelvo. Era el cuerpo de la hija mayor. Tenía el cráneo aplastado. Miro arriba y veo caer al chico y, después, a la niña. Cómo les diría…, casi me caen encima. Yo me tapé la boca con la mano y me acerqué. La niña gemía un poco. Luego miro para arriba por cuarta vez y entonces veo venir a la Begum. El sari flotaba como un globo. Tenía el pelo suelto. Yo aparté la mirada, porque ella bajaba y no es correcto mirar debajo de la ropa.»

Rekha y sus hijos cayeron del Everest; no hubo supervivientes. Las habladurías culparon a Gibreel. Dejémoslo así por el momento.

Oh, que no se olvide, él la vio después de muerta. La vio varias veces. Fue mucho antes de que la gente comprendiera lo muy enfermo que estaba el gran hombre. Gibreel, la estrella. Gibreel, el que venció a la Enfermedad sin Nombre. Gibreel, el que temía al sueño.

Después de su partida, sus ubicuas efigies empezaron a deteriorarse. En los gigantescos y vistosos carteles desde los que él contemplaba al vulgo, sus lánguidos párpados se desmenuzaban y desprendían, entornándose más y más, hasta hacer que sus iris parecieran unas lunas gemelas cortadas por las nubes o por el fino cuchillo de sus largas pestañas. Por fin, los párpados desaparecieron del todo y sus ojos pintados adquirieron una mirada atónita y protuberante. En las fachadas de los cines de Bombay, las colosales figuras de Gibreel en cartón piedra se desintegraban y desmoronaban, colgaban fláccidas del armazón, perdían brazos, se desteñían y doblaban el cuello. En las portadas de las revistas, su rostro adquirió una palidez de muerte, una mirada abúlica, una vacuidad, hasta que al fin, sencillamente, se borró, y las relucientes portadas de Celebrity, Society e Illustrated Weekly quedaron en blanco en los quioscos, y los editores echaron a la calle a los impresores y culparon a la mala calidad de la tinta. En la misma pantalla, en las salas oscuras llenas de fieles, su fisonomía, supuestamente inmortal, empezó a pudrirse, a llagarse y difuminarse; los proyectores se encallaban inexplicablemente cuando pasaba él, las películas se pararon y el calor de las lámparas quemó su memoria de celuloide: una estrella convertida en supernova por el fuego de sus labios, como es de ley.

Fue la muerte de Dios. O algo parecido; porque ¿acaso aquel rostro gigante, suspendido sobre sus devotos en la noche artificial del cinematógrafo, no brillaba como el de un Ente sobrenatural que tuviera su morada, por lo menos, a medio camino entre lo mortal y lo divino? A más de medio camino, dirían muchos, porque Gibreel había dedicado la mayor parte de su excepcional carrera a encarnar, con toda propiedad y convicción, la infinidad de divinidades del subcontinente, en el popular género de las llamadas «películas teológicas». Y es que él poseía el mágico don de trasponer las barreras de la religión sin irreverencia. Con la tez azul de Krishna, bailaba, flauta en mano, entre las bellas gopis y sus vacas de pesadas ubres; con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, meditaba, sereno (en el papel de Gautama Buda), sobre los sufrimientos de la Humanidad, al pie de un endeble árbol hodhi fabricado en los estudios. En las raras ocasiones en que descendía de los cielos, nunca bajaba demasiado, limitándose a interpretar, por ejemplo, los papeles del Gran Mogol y de su astuto ministro en el clásico Akbar y Birbal. Durante más de década y media, para cientos de millones de fieles, en un país en el que, aún hoy, la población humana supera la divina en menos de tres a uno, Gibreel representó la más aceptable y reconocible faz del Ser Supremo. Para muchos de sus incondicionales, hacía tiempo que se había borrado la línea divisoria entre el actor y sus personajes.

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