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Salman Rushdie: Los Versos Satánicos

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Los incondicionales, sí, ¿y…? ¿Y Gibreel?

Aquella cara. En la vida real, reducida a tamaño natural, colocada entre simples mortales, no tenía nada de estelar. Aquellos pesados párpados le daban, incluso, un aire de agotamiento. La nariz tenía cierta rudeza; los labios eran excesivamente carnosos para resultar enérgicos, y las orejas, de lóbulos alargados, recordaban el fruto del arlocarpo. Una cara de lo más profano y sensual. Y una cara en la que, últimamente, se advertían las líneas marcadas por su reciente y casi fatal enfermedad. Pero, a pesar de su aire terrenal y su decadencia, seguía siendo una cara íntimamente asociada a la santidad, a la perfección, a la gracia: materia de Dios. Hay gustos para todo, desde luego. De todos modos, convendrán en que no es tan sorprendente, a fin de cuentas, que semejante actor (cualquier actor, tal vez, incluso, Chamcha, pero, sobre todo, él), no es tan sorprendente, decía, que sienta cierta preocupación por los avatares, como el multimetamórfico Vishnu. La reencarnación, otra buena cosa.

Oh, sí, ya salió otra vez… pero no siempre. También hay reencarnaciones profanas. Gibreel Farishta recibió al nacer el nombre de Ismail Najmuddin. Era natural de Poona, la Poona británica, y vino al mundo en los estertores del Imperio, mucho antes de que aquella población se llamara Pune de Rajneesh, etcétera. (Pune, Vadodara, Mumbai: hoy hasta las ciudades pueden adoptar nombres artísticos.) Se llamaba Ismail por el niño involucrado en el sacrificio de Ibrahim, y Najmuddin significa estrella de la fe, o sea que también era todo un nombre el que dejó para tomar el del ángel.

Después, cuando el avión Bostan estaba en poder de los secuestradores, y los pasajeros, temerosos por su futuro, regresaban al pasado, Gibreel confió a Saladin Chamcha que, al elegir seudónimo, quiso rendir homenaje a la memoria de su madre, «mi mummyji, compa, mi querida mamo, porque quién, sino ella, empezó con lo del ángel, su ángel particular, y me llamaba farishta porque, al parecer, yo era un encanto de criatura, más bueno que el recondenado oro».

Poona no tuvo el privilegio de albergarlo durante mucho tiempo; siendo aún muy niño, lo llevaron a la ciudad-perra en su primera emigración. Su padre consiguió un empleo en la flota, modalidad de a pie, en la que se inspirarían los futuros cuartetos de mozos de silla de ruedas: me refiero a los repartidores de almuerzos o dabbawallas de Bombay. Y, a los trece años, Ismail, el farishta, siguió los pasos de su padre.

Gibreel, rehén a bordo del AI-420, se sumía en disculpable éxtasis al explicar a Chamcha, con ojos brillantes, los misterios del código de los repartidores: svástica negra, círculo rojo, raya amarilla, punto…, repasando con los ojos de la mente todo el itinerario, de la casa hasta la mesa de la oficina, un sistema curioso gracias al cual dos mil dabbawallas entregaban más de cien mil almuerzos al día y, en el peor de os casos, compa, se extraviaban quince. La mayoría no sabíamos leer, y los signos eran nuestro lenguaje secreto.

El Bostan volaba en círculo sobre Londres, los terroristas paseaban por los pasillos y las luces de la cabina del pasaje estaban apagadas, pero la energía de Gibreel iluminaba la oscuridad. Sobre la mugrienta pantalla de a bordo, en la que Walter Matthau, inevitable compañero de todos los vuelos, había exhibido su andar lúgubre y desgarbado antes de ceder el paso a Goldie Hawn, otra habitual de las líneas aéreas, se movían ahora las sombras proyectadas por la nostalgia de los rehenes, y la más nítida de todas era la del espigado adolescente Ismail Najmuddin, el ángel de su mamá, con su gorra Gandhi, portando almuerzos por la ciudad. El joven dabbawalla se deslizaba ágilmente entre la multitud de sombras porque estaba acostumbrado a estas situaciones, figúrate, compa, treinta o cuarenta almuerzos en la cabeza, en una bandeja larga, y cuando para el tren de cercanías tienes apenas un minuto para subir o bajar, y luego, a correr por la calle, por el arroyo, ¡hala!, con los camiones, los autobuses, las motos, las bicicletas y demás, uno-dos, uno-dos, el almuerzo, el almuerzo, los dabbas no paran y, en el monzón, corriendo a lo largo de la vía cuando el tren se averiaba, o con el agua por la cintura en una calle inundada, y luego las pandillas, chico, de verdad, bandas organizadas de ladrones de dabbas, porque aquélla es una ciudad hambrienta, tú, para qué te voy a contar, pero nosotros nos defendíamos, estábamos en todas partes, sabíamos mucho, hasta qué ladrones tenían que escapar de nuestros ojos y oídos; nosotros no íbamos a la policía, nos bastábamos para defendernos.

Por la noche, padre e hijo volvían exhaustos a la chabola que tenían en Santacruz, al lado del aeropuerto, y cuando la madre de Ismail lo veía llegar, iluminado por el verde, rojo y amarillo de los reactores que despegaban, solía decir que sólo verle hacía que todos sus sueños se convirtieran en realidad, lo cual era la primera indicación de que Gibreel tenía algo especial, ya que, al parecer, desde muy joven podía satisfacer los más íntimos deseos de las personas sin saber cómo. A su padre, Najmuddin senior, no parecía importarle que su esposa sólo tuviera ojos para el hijo, ni que los pies del chico recibieran masaje todas las noches mientras los del padre se quedaban sin él. Un hijo es una bendición, y una bendición exige la gratitud de los benditos.

Naima Najmuddin murió. La atropelló un autobús y se acabó. Gibreel no estaba allí para escuchar su plegaria pidiendo vida. Ni padre ni hijo hablaron de dolor. En silencio, como si fuera lo normal y obligado, sepultaron su pena en el trabajo extra, empeñándose en muda competición a ver quién conseguía portar más dabbas en la cabeza, quién adquiría más contratos al cabo del mes, quién corría más, como si más esfuerzo demostrara más amor. Cuando, por la noche, Ismail Najmuddin veía las hinchadas venas del cuello y de las sienes de su padre, comprendía que el viejo había tenido celos de él y que ahora quería derrotarlo en la competición para recobrar la usurpada primacía en el amor de la esposa muerta. Al comprenderlo, el joven aminoró el esfuerzo, pero el padre no cejó y, al poco tiempo, ascendía de simple repartidor a muqaddam supervisor. Cuando Gibreel cumplió diecinueve años, Najmuddin padre ingresó en el gremio de repartidores de almuerzos, la Bombay Tiffin Carriers Association, y, cuando Gibreel cumplió los veinte, su padre había muerto; lo paró un colapso que casi lo hizo estallar. «Se mató a correr -dijo babasaheb Mhatre en persona, secretario general del gremio-. Al infeliz se le acabó el aliento.» Pero el huérfano sabía que no era así. Él comprendía que, por fin, su padre había corrido con el ímpetu suficiente para cruzar la frontera entre los mundos, dejando atrás la propia piel, y llegado a los brazos de su esposa, a la que había demostrado, de una vez para siempre, la superioridad de su amor. Hay emigrantes que se alegran de partir.

Babasaheb Mhatre tenía un despacho azul detrás de una puerta verde, encima de un laberíntico bazar. Era una figura imponente, orondo como un buda, una de las grandes fuerzas motrices de la metrópoli que poseía el don oculto de poder permanecer absolutamente estático, sin salir de su despacho, y, al mismo tiempo, estar en todos los lugares importantes y relacionarse con todos los personajes preeminentes de Bombay. Un día después de que el padre del joven Ismail cruzara la frontera para reunirse con Naima, el babasaheb llamó al joven a su presencia. «¿Qué? ¿Muy triste?» La respuesta, con la mirada baja: Ji, gracias, babaji, estoy bien. «Cierra la boca -dijo babasaheb Mhatre-. A partir de hoy, vivirás conmigo.» Peropero, babaji… «Nada de peros. Ya he informado a mi buena esposa. Está decidido.» Perdón, babaji, pero ¿cómo que por qué?» «Está decidido.»

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