Pero él ya no le prestaba atención; otros asuntos de gravedad se la reclamaban: Alemania estaba a punto de rendirse; aquel país hacia el que se habían inclinado en el fondo sus simpatías yacía en ruinas. Más de dos millones de alemanes habían muerto en la guerra; otros cuatro millones habían sufrido heridas, estaban imposibilitados para cualquier función. Allí reinaba ahora la sedición. unos días antes se habían amotinado los marineros de la base de Kiel, los socialistas habían proclamado una república autónoma en Baviera, Rosa Luxemburgo y sus espartaquistas sembraban el desorden, creaban soviets mientras los moderados negociaban el armisticio a espaldas del "kaiser", refugiado en Holanda. El Sacro Imperio yacía exangüe como el señor Braulio en su lecho de muerte. Sólo él conservaba el aliento y los medios necesarios para resucitar este cadáver espiritual, víctima de su propia Historia, del heroísmo atolondrado de sus dirigentes. Enfrentado a esta situación las tribulaciones de Delfina le resultaban enojosas; en aquellos silencios teatrales no veía nada, el recuerdo de aquella noche venturosa que ahora a ella se le hacía ceniza entre los dedos para él era sólo una referencia vaga y anecdótica. Esto quería decirle cuando advirtió en sus ojos el brillo delirante de sus pupilas de color de azufre en las que se leía el cataclismo y la liviandad de aquel impulso sofocado que él no entendió; revivió la ansiedad de aquellas noches lejanas, cuando el corazón se le desbocaba de pasión por ella. En ese instante cristalizó su idea. Acabó de arrancarle el velo con impaciencia: el tul cayó al suelo sin prisa. A la luz del arco voltaico que parpadeaba junto al difunto estudió su rostro con anhelo. Con dedos temblorosos ella empezó a desprender los corchetes de su vestido. Cuando estuvo en enaguas levantó los ojos para ver qué hacía él y lo encontró sumido en reflexiones. Su cuerpo ya no le suscitaba el menor apetito.
¿Qué quieres hacer conmigo?, preguntó. Él se limitó a sonreír oblicuamente. Varios años atrás el marqués de Ut se había presentado en su casa de improviso para hacerle una proposición poco común: ¿Quieres que te mee un perro?, le había dicho. Era una noche de invierno, fría y desapacible:
llovía con intermitencia y el viento racheado hacía tamborilear la lluvia en los cristales. Se había refugiado en la biblioteca, como tenía por costumbre hacer. En la chimenea ardían unos troncos; el resplandor de las llamas agigantaba la sombra del marqués, que se había acercado al fuego a calentarse los huesos ateridos por la humedad. Vestía frac y la botonadura de la camisa era de coral.
– Bueno -respondió-; concédeme diez minutos y estaré listo.
En la calle aguardaba el coche del marqués. Recorrieron la ciudad bajo la lluvia de un extremo al otro, hasta desembocar en una plazoleta triangular formada por la confluencia de dos calles. Era la plaza de San Cayetano: por ella no transitaba nadie y las casas, cuyas ventanas habían sido cerradas a causa de la lluvia y el frío, parecían deshabitadas. El postillón que precedía siempre el carruaje del marqués montado en un caballo blanco saltó al suelo; al hacerlo metió las dos botas en un charco. Llevando al caballo sujeto por la brida se dirigió a un portalón de madera y golpeó en él con el mango de la fusta. Al cabo de unos instantes una mirilla dejó salir un tajo de luz al descorrerse. El postillón dijo algo, escuchó la respuesta e hizo señas en dirección al carruaje. El marqués de Ut y Onofre Bouvila se apearon, corrieron hacia el portalón sorteando los charcos y los chorros de agua que arrojaban los canalones a la plaza. Al llegar ante el portalón éste se abrió a su paso; luego, apenas hubieron entrado, se cerró de nuevo dejando fuera al postillón. Los dos hombres se embozaron en sus capas para ocultar su identidad antes de quitarse las chisteras. Estaban en un zaguán alumbrado por hachones; en las paredes encaladas había manchas de humedad y colgajos que en algún momento habían sido gallardetes de papel. Sobre la abertura que al fondo del zaguán daba entrada a un corredor tenebroso podía verse una cabeza de toro monumental: la piel del toro brillaba debido a la humedad, pero a la cabeza le faltaba uno de los ojos de vidrio y la divisa que ostentaba eran sólo dos trapitos descoloridos prendidos con una tachuela. El que les había abierto era un hombre de unos cincuenta años; caminaba renqueando como si tuviera una pierna más corta que la otra; en realidad su cojera se debía a un accidente laboral: una máquina le había roto la cadera veintitantos años antes de aquel momento. Ahora, incapacitado para el trabajo, se ganaba la vida por los medios más diversos. Vuesas mercedes llegan a tiempo, dijo con una solemnidad en la que no se advertía el menor asomo de ironía; estamos a punto de empezar. En pos de él se adentraron en el pasillo oscuro y desembocaron en una sala cuadrada que iluminaban las llamas azuladas que brotaban de unas espitas de gas situadas en el suelo. Las espitas enmarcaban un espacio semicircular, una suerte de escenario al que servían de candilejas. En la sala había varios hombres, todos ellos embozados; algunos esbozaban a hurtadillas signos masónicos a los que respondía el marqués con el mismo disimulo. El perdulario brincó por encima de las llamitas y se colocó en el centro del escenario; debido a su cojera estuvo a un tris de quemarse una pernera del pantalón. Este incidente provocó risas nerviosas entre los presentes. El perdulario chistó para recabar silencio y atención; obtenidas ambas cosas dijo así:
Excelentísimos señores, si no tienen ustedes impedimento vamos a empezar. Concluido el acto mis hijas les ofrecerán refrescos, añadió antes de saltar de nuevo el cerco y desaparecer detrás de unas cortinas. Al cabo de unos segundos las luces se extinguieron, la sala quedó sumida en la oscuridad. Esta oscuridad al cabo de un rato fue traspasada por un haz de luz grisácea que cruzaba la sala de lado a lado e iba a chocar con la pared encalada. En esta pared, situada en la parte correspondiente al escenario improvisado aparecieron al reflejarse en ella el haz de luz unas formas de contornos imprecisos; parecían reproducciones de las manchas de humedad que había en el zaguán. Luego las manchas empezaron a moverse y se oyeron algunos murmullos en la concurrencia.
Las manchas adquirieron gradualmente una forma reconocible:
los presentes vieron ante sí un fox-terrier grande como la pared entera que parecía observarles a ellos con la misma curiosidad con que ellos lo miraban a él. Era como una fotografía, pero se movía como lo habría hecho un perro vivo:
sacaba la lengua y agitaba las orejas y la cola. Transcurridos unos segundos el perro se puso de perfil a la sala, levantó una de las patas traseras y empezó a orinar. Los presentes corrieron hacia la puerta para no quedar empapados. En la oscuridad total que había vuelto a adueñarse de la sala la estampida acabó en encontronazos, coscorrones y caídas. Por fin volvió la luz y esto restableció la calma. Ahora estaban en el escenario las tres hijas del perdulario: eran tres muchachas muy jóvenes y bastante agraciadas y los vestidos que llevaban en esta ocasión dejaban al descubierto los brazos rollizos y los tobillos esbeltos. Su aparición fue acogida con muestras de regocijo moderado: el espectáculo había intrigado primero y luego defraudado a los caballeros. Ni la belleza de las tres muchachas ni el atrevimiento de su indumentaria bastarían para levantar la noche: las consumisiones serían escasas y el rendimiento global de la velada, menguado.
Al cinematógrafo, como a otros muchos adelantos contemporáneos, se atribuyen diversas paternidades. Varios países quieren ser hoy la cuna de este invento tan popular.
Como sea, sus primeros pasos fueron prometedores. Luego vino el desencanto. Esta reacción se debió a un malentendido: los primeros que tuvieron ocasión de presenciar una proyección no confundieron lo que veían en la pantalla con la realidad (como pretende la leyenda inventada a posteriori), sino con algo mejor aún: creyeron estar viendo fotografías en movimiento.
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