Enterado de la marcha de la familia de su jefe, Joan Sicart se creyó definitivamente traicionado. Hizo llegar a Onofre Bouvila este mensaje: Joan Sicart quiere verte con urgencia.
Esta vez, respondió Onofre, a solas tú y yo. Como quieras, dijo Sicart; di tú dónde. Onofre Bouvila hizo ver que reflexionaba unos instantes, aunque ya lo tenía todo pensado.
En la iglesia de San Severo, media hora antes de misa de siete. A esa hora, dijo Sicart, la iglesia estará cerrada. Yo la habré hecho abrir, dijo Onofre. En este ir y venir de mensajes transcurrió el día. No hubo combates, pero las calles de Barcelona estaban desiertas; los ciudadanos no se aventuraban a salir de sus casas si no era imprescindible.
Antes de que saliera el sol los hombres de Sicart habían tomado posiciones en las calles circundantes, en los soportales, en un almacén de aceite contiguo a la iglesia, en las ruinas de un palacio abandonado. Desde allí contaban con ver llegar a Onofre, pero éste se les había adelantado: había pasado la noche en la iglesia. Fue él mismo quien les abrió las puertas a la hora convenida. Tres secuaces de Sicart se precipitaron en el interior del templo empuñando armas, por si Onofre había tendido allí una celada a su jefe. Sólo vieron a Onofre junto a la puerta, desarmado y tranquilo y un pobre capellán que temblaba de miedo y rezaba hecho un ovillo frente al altar. Temía por su propia vida y aún más temía una profanación. Los tres pistoleros se quedaron algo cortados. Ya veis que no hacían falta tantas precauciones, les dijo Onofre suavemente. No vieron que tenía la frente perlada de sudor; cogieron al capellán y lo sacaron a rastras a la calle. Allí lo llevaron a presencia de Joan Sicart. No hay moros en la costa, le dijeron, pero te hemos traído a este capellán para que él te lo confirme. Sicart se encaró con el capellán.
– ¿Sabes quién soy? -le dijo.
– Sí, señor -respondió el capellán con un hilo de voz.
– Entonces, ¿sabes lo que te ocurrirá si me mientes?
– Sí, señor.
– Pues dime la verdad, ¿quién hay en esa iglesia?
– Sólo ese muchacho.
– ¿Lo juras por Dios?
– Lo juro por Dios y por todos los santos.
– ¿Y Odón Mostaza?
– Espera con el resto de la banda en la plaza del Rey.
– ¿Por qué en la plaza del Rey?
– Onofre Bouvila les dijo que esperaran allí.
– Está bien -dijo Joan Sicart apartando la mirada del capellán.
Este diálogo le había causado más inquietud que certidumbre. Había pasado la noche entera en vela, reflexionando, y eso no le había hecho ningún bien. Ahora se enfrentaba a una disyuntiva crucial: por una parte quería llegar a un acuerdo con Onofre Bouvila y mantener el "statu quo", pero por otra parte su personalidad era contraria a la negociación: él era un guerrero y la posibilidad de lograr una victoria sobre el enemigo cegaba su razón. ¿Qué me costaría enviar a mis hombres a la plaza del Rey y hacer que acabaran con Odón Mostaza y los suyos, sin dejar ni uno? Yo mismo podría encargarme de ese Bouvila que me espera ahí dentro como un pollito. En pocos minutos habríamos barrido a nuestros enemigos de la ciudad y Barcelona sería nuestra. A estas ideas se oponían otras y la contradicción le paralizaba. Su lugarteniente le instó a que hiciera algo.
– Vamos, muévete, ¿a qué estás esperando? -le dijo. Era aquel Boix de cuya lealtad dudaba. Ahora sin embargo todo aquello, que durante la noche le había parecido patente, se disipaba como se disipan las escenas de una pesadilla.
– En cuanto me veas entrar en la iglesia, deja tres hombres en la puerta, coge el resto y ve con ellos a la plaza del Rey -le dijo a Boix-; ahí están los hombres de Odón Mostaza:
deshazte de ellos sin dejar ni uno. Sobre todo recuerda esto:
que no quede un solo superviviente. Yo me reuniré con vosotros en seguida.
Ya había salido el sol cuando Joan Sicart entró en la iglesia de San Severo, que es barroca y de dimensiones regulares. No me costará nada acabar con él, iba pensando; así zanjaremos de una vez por todas esta situación peligrosa y estúpida. En cuanto se me ponga a tiro lo liquidaré. Claro que le he dado garantías de seguridad y que él hasta ahora ha cumplido siempre su palabra, se decía, pero, ¿desde cuándo me importan a mí estas cuestiones de honor? Toda la vida he sido un bergante y a estas alturas me asaltan los escrúpulos, ¡bah!
La penumbra que reinaba en el interior le impidió distinguir nada durante unos instantes. Oyó la voz de Onofre Bouvila que le llamaba desde el altar. Ven, Sicart, estoy aquí. No tienes nada que temer, le decía Bouvila. Un escalofrío le recorrió la espalda. Es como si fuese a matar a mi propio hijo, pensó. Una vez se hubo habituado a la oscuridad avanzó entre las dos hileras de bancos. Llevaba todo el rato la mano izquierda hundida en el bolsillo del pantalón y allí empuñaba un arma.
Este arma era una pistola pequeña, de las que sólo pueden usarse a quemarropa y efectúan un disparo solamente. Estas pistolas, fabricadas en Checoslovaquia, eran entonces casi desconocidas en España. Sicart supuso que Onofre Bouvila ignoraría la existencia de este tipo de pistolas; eso le impediría percatarse de que él llevaba una en el bolsillo del pantalón para matarle cuando lo tuviera cerca. Otra pistola idéntica a la que ahora llevaba encima Sicart, pero de plata, recamada de brillantes y zafiros, había sido regalada por el emperador Francisco José a su esposa, la emperatriz Isabel.
Para no herir su susceptibilidad, porque no se regalan armas de fuego a una dama y menos si es de alcurnia, los armeros, por encargo del soberano, habían dado a la pistola forma de llave. Nadie tiene que verla, dijo el emperador, tú llévala en el bolso por si acaso. Hoy en día hay muchos atentados y tengo un poco de miedo, por ti y por los chicos, susurró. Ella no se dignó responder a aquella muestra de solicitud: no amaba a su esposo, siempre lo trataba con patente desdén, aun en las ceremonias oficiales y en las recepciones, con la máxima frialdad de que ella era capaz, o sea mucha. Sin embargo, llevaba en el bolso la pistola, tal y como él le había sugerido, la mañana infortunada del 10 de septiembre de 1898, cuando al ir a abordar un vapor en el quai Mont Blanc de Ginebra Luigi Lucheni la asesinó. Llevaba dos días esperándola a la puerta del hotel en que se hospedaba, pero hasta ese momento no habían coincidido. Como no tenía con qué costear la compra de una daga (que valía doce francos suizos) se había construido él mismo un puñal casero con hoja y mango de latón.
El día anterior la emperatriz había ido a visitar a la baronesa de Rothschild, por cuya propiedad pululaban pájaros exóticos y puercoespines traídos para ella de Java. La emperatriz Isabel contaba sesenta y un años de edad cuando murió; conservaba una figura esbelta y un rostro de gran belleza; representaba todo lo que aún quedaba en Europa de elegancia y de suprema dignidad. Gustaba de escribir poesía elegíaca. Su hijo se había suicidado; su cuñado, el emperador Maximiliano de México, había sido fusilado; su hermana había muerto en un incendio, en París; su primo, el rey Luis II de Baviera, había vegetado los últimos años de su vida en un manicomio. También Luigi Lucheni, el hombre que la mató, había de suicidarse doce años más tarde, en Ginebra, donde cumplía cadena perpetua: había nacido en parís, pero se había criado en Parma. Si la emperatriz Sissi, como sus súbditos gustaban de llamarla, hubiera recurrido a la pistola que le había regalado el emperador seguramente habría podido evitar la muerte, adelantarse a su verdugo. Antes de descargar su golpe fatal Lucheni perdió varios segundos: como la emperatriz y su acompañante, la condesa Sztaray, llevaban sombrillas para protegerse la cara del sol, tuvo que asomar la cabeza por debajo de cada sombrilla: deslumbrado como estaba podía haber cometido un error que lo dejara en ridículo a los ojos de la Historia. Escrutaba la penumbra e iba murmurando "scusate, signora". Pero seguramente la emperatriz se había olvidado de que llevaba una pistola en el bolso o lo recordó, pero decidió olvidarlo: estaba, como ella misma solía decir, cansada de la vida. "Tanto me abruma el peso de la vida", había escrito poco antes a su hija, "que siento a menudo un dolor físico y pienso que preferiría estar muerta". La otra mano, en cambio, la mano en la que no llevaba la pistola, la tenía Sicart bien a la vista, extendida, como para estrechar la de Onofre Bouvila.
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