Cuando el anciano hubo desaparecido y la puerta estuvo cerrada se dirigió a grandes zancadas a la mesa. Ya puedes salir, le dijo; vamos, vístete, no tenemos tiempo que perder.
Luego, advirtiendo que ella daba muestras de vacilación, añadió con reticencia: Oh, está bien, está bien, no miraré. ¿A qué vendrán a estas alturas estos escrúpulos? Mientras ella iba recogiendo del suelo la ropa dispersa le volvió la espalda; no por eso dejaba de observar sus movimientos de soslayo: temía que aprovechando una distracción tratase de huir o de agredirle con algún objeto, pero ella no hizo nada de eso. Mientras tanto había sacado de un cajón de
la mesa una carta manuscrita que firmó, plegó y metió en un sobre. A continuación garrapateó algo en el sobre, lo cerró lamiendo los bordes engomados, lo dejó en la mesa, donde su presencia resultara conspicua, y se volvió hacia ella, que estaba acabando de sujetar las presillas de las ligas que le ceñían los muslos. ¿Lista?, dijo. Ella movió la cabeza afirmativamente. Pues, ¡en marcha!, exclamó Onofre Bouvila.
Cogidos de la mano salieron al pasillo. Al iniciar el descenso por la escalera que conducía a los pisos inferiores él se llevó el dedo a los labios y dijo quedamente: ¡Chitón!, no conviene que mi mujer se despierte. De puntillas llegaron a la puerta principal de la casa. Allí el mayordomo les aguardaba con una chaqueta colgada al brazo. Onofre Bouvila se despojó del batín y se puso la chaqueta que le tendía el mayordomo. Luego metió la mano en el bolsillo del batín y sacó el pañuelo que envolvía el diamante, colocó este envoltorio en el bolsillo de la chaqueta y palmeó el hombro del mayordomo.
Ya sabes lo que tienes que hacer, le dijo. El mayordomo dijo que sí. Tenga cuidado, señor, agregó luego con su voz neutra, que no dejaba traslucir ninguna emoción. Sin responder Onofre Bouvila volvió a tomar de la mano a María Belltall. Ambos salieron al jardín; la hierba estaba húmeda de rocío. Al otro lado del puente, contra el telón rojo del amanecer se veía un automóvil. A él subieron Onofre Bouvila y María Belltall. Ya sabes a dónde has de ir, le dijo él al chófer. Perforando la niebla con los faros el automóvil se puso en marcha.
Por más que las autoridades locales le prodigaban halagos, que los prohombres de la ciudad extremaban las chocarrerías, aunque estaba decretado que la ocasión fuera festiva Su Majestad don Alfonso XIII se resistía a deponer su aire taciturno. Instalado en el palacio de Pedralbes recordaba vivamente aquel suceso terrible ocurrido veintitrés años antes. Él era entonces muy joven y acababa de contraer matrimonio con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg. A pesar de la llovizna la muchedumbre se agolpaba en las calles de Madrid para ver pasar el cortejo; la augusta pareja había salido de la iglesia de San Jerónimo, donde había tenido lugar la ceremonia nupcial, ahora se dirigía en la carroza real al palacio de Oriente. Al pasar por la calle Mayor una bomba fue arrojada desde un piso, cayó delante de la carroza: allí mismo hizo explosión. Pese al susto morrocotudo no resultaron heridos; sabiéndose ileso se volvió hacia su esposa. ¿Estás bien?, le dijo. El vestido de novia había quedado teñido de rojo, salpicado por la sangre de los espectadores y de los soldados de la escolta. La princesa Victoria Eugenia movió la cabeza con serenidad. Yes, dijo simplemente. Entre veinte y treinta personas habían muerto de resultas del atentado. Al llegar a palacio los monarcas corrieron a cambiarse de ropa.
Entre los pliegues de la capa Alfonso XIII encontró un dedo; con gesto rápido se lo metió en el bolsillo del pantalón para que ella no lo viera. Luego, durante la recepción, se lo pasó disimuladamente al conde de Romanones. Toma, le dijo, tira esto al retrete. Majestad, exclamó el conde, son los restos mortales de un cristiano. Pues que los entierren en la Almudena, pero que yo no los vuelva a ver, replicó el rey.
Mientras la nobleza y el cuerpo diplomático bailaban varios miles de policías buscaban al magnicida por los rincones de Madrid. Al cabo de unos días localizaron su cadáver en Torrejón de Ardoz. Había sido detenido por el vigilante de una finca; viéndose perdido el fugitivo había matado al vigilante primero y se había suicidado luego. Esta versión adolecía de algunas incongruencias, pero todo el mundo quería olvidar el suceso y fue aceptada sin discusión. El magnicida fue identificado pronto: se llamaba Mateo Morral, era hijo de un fabricante de Sabadell y había sido profesor o encargado en la Escuela Moderna de Ferrer Guardia. Desde entonces Alfonso XIII consideraba a los catalanes gente hostil, de conducta arrebatada e imprevisible. Ahora en el palacio de Pedralbes había colocado a la cabecera del lecho regio sus escopetas de caza. Por si las moscas, le dijo a su esposa. Con estas escopetas no tenía rival. Cuando iba de caza, cosa que hacía con mucha frecuencia, siempre llevaba tres escopetas cargadas.
Con estas escopetas podía matar al vuelo dos perdices al frente, dos sobre su cabeza y dos más a su espalda. Sólo Jorge V podía competir con él en este campo. A pesar de todo esa noche había dormido mal. Antes de que vinieran a despertarlo ya se había levantado y contemplaba el amanecer desde la ventana: el cielo parecía una hoguera. Un espectáculo magnífico, pensó el Rey, pero ¿un buen presagio? ¡Sabe Dios!
En otro lugar de la misma ciudad el general Primo de Rivera también escrutaba el cielo en busca de señales. No hay duda, se decía, es una aurora boreal: se avecinan calamidades. Y yo aquí, como un fantoche, pensó. Tampoco había dormido bien y tenía las ideas poco claras. Llamó a su asistente y le ordenó que fuera por café. Cuando el asistente regresó encontró al dictador forcejeando con las botas de caña alta. Permítame, mí general, dijo el asistente arrodillándose. Primo de Rivera se sirvió una taza de café y se la acercó a los labios. Una tarde, dijo, hace ya tiempo, en Tánger, entro yo en una taberna… por nada, ya sabes, para echar un trago, y al entrar, ¿a quién dirías tú que me encuentro?; a ver, ¿a quién dirías? El asistente se encogió de hombros. Ni idea, mi general. Hombre, di alguien, dijo el dictador. El asistente se rascó la cabeza. Por más que pienso no caigo, mi general, dijo al fin. Tú di alguien, el primero que se te ocurra, insistió el dictador. Por más que digas no acertarás, añadió con una sonrisa. Bebió un sorbo de café y suspiró ruidosamente. ¡No hay como un café bien cargado para empezar el día!, exclamó. A lo lejos sonó una corneta desafinada, luego un redoble de tambores, por último una banda militar que ensayaba una marcha. Ay, rezongó el dictador, siempre tocan lo mismo y siempre mal. ¿Dónde están mis medallas? El asistente le presentó una caja de madera oscura; esta caja, que llevaba labrada en la tapa una corona, había pertenecido a su tío, el primer marqués de Estella. Primo de Rivera abrió la caja y examinó las medallas con una mezcla de orgullo y nostalgia.
Bien, ¿no dices a quién me encontré en esa taberna de Tánger?, preguntó al asistente. El asistente se cuadró antes de hablar.
A Búfalo Bill, mi general, dijo. Primo de Rivera se lo quedó mirando de hito en hito. ¡Coño!, ¿cómo lo has adivinado?
Perdone, mi general, se disculpó el asistente enrojeciendo, ha sido pura chiripa, se lo juro por mi madre. No tienes por qué disculparte, hijo, le tranquilizó el dictador, no has hecho nada malo.
También el barón de Viver se disponía a esas horas a cumplir con sus obligaciones, aunque por dentro hervía de cólera: el día anterior había recibido en su despacho del Ayuntamiento al jefe de Protocolo de la Casa Real, el cual le había mostrado unos planos incomprensibles y le había dado instrucciones tajantes con el mayor desparpajo. ¡Qué desfachatez!, bramaba ahora a solas en su casa el alcalde.
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