Eduardo Mendoza - La Ciudad De Los Prodigios

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En 1887, Onofre Bouvila, un joven campesino arruinado, llega a la gran ciudad que todavía no lo es, Barcelona, y encuentra su primer trabajo como repartidor de panfletos anarquistas entre los obreros que trabajan en la Exposición Universal del año siguiente. El lector deberá seguir la espectacular historia del ascenso de Bouvila, que lo llevará a convertirse en uno de los hombres más ricos e influyentes del país con métodos no del todo ortodoxos.
`Con toda desvergüenza (y el descaro tal vez no sea quitarse una cara sino presentar la otra, ya se sabe cuál) declararé que `La ciudad de los prodigios`, de Eduardo Mendoza es una de las novelas que más me ha complacido en los últimos años, tal vez decenios. A punto he estado de limitar la afirmación con la fronteriza apostilla `escrita en castellano` pero me he cortado a tiempo, un tanto aburrido por esos productos de otras lenguas -con excepción de los salidos de las manos de Bernhard, Coetzee o Gardner- que guardan entre su formato exterior y su reclamo, por una parte, y su contenido, por otra, la misma relación que ciertos melones. Casi toda la novela reciente que he leído sabe a pepino, en contraste, la de Mendoza sabe como aquellos ya inencontrables frutos de Villaconejos, productos del secano sin la menos intervención del laboratorio y con gusto hasta la misma corteza, con un gusto uniforme, que nunca cansa, con esa mezcla de levedad y consistencia que invita, con cada bocado, a seguir degustándolo.`
"La ciudad de los prodigios" es la obra más ambiciosa y extensa de Eduardo Mendoza. Entre las dos Exposiciones Universales celebra das en Barcelona -esto es, entre 1888 y 1929- la ascensión de Onofre Bouvila, repartidor de folletos de propaganda anarquista y vendedor ambulante de crecepelo, hasta la cima de un poderío a la vez delictivo y financiero, sobre el telón de fondo o forillo abigarrado de una ciudad pintoresca, tumultuosa y a partes iguales real y ficticia, nos propone un nuevo y singularísimo avatar de la novela picaresca y un brillante carrusel imaginativo, que convoca, con los mitos y fastos locales, a figuras como Rasputín, los Zares, la emperatriz Sissí o Mata Hari, a modo de ornamentación lateral de una fantasía satírica y lúdica cuyo sólido soporte realista inicial no excluye la fabulación libérrima. De constante amenidad e inventiva, "La ciudad de los prodigios" es la culminación de la narrativa de Eduardo Mendoza y uno de los títulos más personales y atractivos de la novela española contemporánea.

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Onofre Bouvila se incorporó bruscamente y el cisne, asustado, emprendió la retirada. Visto desde atrás sus andares no podían ser más grotescos; los graznidos que lanzaba también eran desabridos y feos. Indignado por haberse dejado impresionar por un animal tan poco airoso alcanzó al cisne antes de que éste pudiera ponerse a salvo en su elemento y le propinó un puntapié con todas sus fuerzas. El cisne describió una parábola en el aire y cayó al agua, donde se quedó con la cabeza y el cuello hundidos y la cola a flote mientras el agua, alterada por el impacto, recobraba poco a poco su inmovilidad y sobre la superficie se posaban las plumas blancas que había perdido el cisne de resultas del golpe en el trayecto. Onofre Bouvila sacudió las briznas de hierba que se habían adherido a la ropa y sin detenerse a comprobar si el cisne revivía o si había sucumbido continuó el paseo. El incidente le había hecho volver a la realidad; había cesado la visión penosa de sus culpas y en su lugar imperaba ahora de nuevo la lógica implacable y partidista que siempre había aplicado a todas las cosas. Bah, se dijo, ¿de que me responsabilizo? Si alguien pudiera oírme pensaría que en el mundo no hay otra causa de aflicción que yo. Quiá, nada más falso, respondió a su contendiente imaginario, la gente era infeliz antes de que yo naciera y lo seguirá siendo cuando yo haya muerto. Verdad es que he causado la desgracia de algunos pero ¿he sido yo el verdadero causante de esa desgracia o un mero agente de la fatalidad? Si yo no me hubiese cruzado en el camino de Odón Mostaza, ¿habría tenido un final menos trágico ese chulo asesino?, ¿no era él ya acaso cuando nació carne de patíbulo? Y a Delfina, ¿qué le habría deparado el destino de no haber aparecido yo un buen día en la pensión de sus padres?

Sin duda habría sido una fregona todos los días de su vida, se habría casado en el mejor de los casos con un haragán brutal y alcoholizado que la habría pegado continuamente y le habría hecho reventar a fuerza de trabajo y partos. ¡Diantre!, al menos conmigo todas estas ratas de alcantarilla tuvieron su oportunidad a mis expensas pudieron gozar de un momento de gloria. Una explosión amortiguada pero cercana interrumpió el curso de sus pensamientos. A esta explosión siguieron otras encadenadas. Los pájaros que anidaban en los árboles del bosque levantaron el vuelo: mezclados en una bandada heterogénea describían círculos a gran altura armando gran alboroto. Onofre Bouvila sonrió nuevamente: como ese pobre desgraciado, sin ir más lejos, añadió a media voz. Ahora esta sonrisa había perdido la beatitud que la caracterizaba un rato antes.

Dejando el lago a su espalda anduvo en dirección al lugar de donde procedían las explosiones. Deliberadamente abandonó el prado ameno y bien cuidado y se adentró en el bosque: allí los árboles le permitían avanzar a hurtadillas. Al llegar al linde del bosque se detuvo a observar sin ser visto la actividad que se desarrollaba a escasa distancia de aquel escondite: allí había una carpa de circo de la que entraban y salían continuamente individuos con atuendo y apariencia de mecánicos. En la boca del túnel de lona que daba acceso a la carpa y en la cual aún podían verse restos de banderolas y gallardetes, dos guardias armados supervisaban la entrada y la salida de aquellos mecánicos. Aunque la propia carpa se lo ocultaba él sabía que al otro lado de aquélla se levantaban unos cobertizos en cuyo interior había una maquinaria complicadísima. Esta maquinaria no tenía otro objeto que suministrar energía motriz al utillaje eléctrico que ahora zumbaba y chirriaba dentro de la carpa. Naturalmente habría sido más sencillo y mucho menos gravoso obtener esta energía de la compañía proveedora de fluido eléctrico, pero tal cosa habría imposibilitado mantener en secreto las actividades que se llevaban a cabo allí. Por eso habían sido construidos los cobertizos, que ahora protegían de la curiosidad ajena estos generadores que, a su vez, habían sido adquiridos en países distintos por mediación de sociedades anónimas constituidas con este solo fin, introducidos en Cataluña de contrabando y llevados hasta su destino pieza a pieza furtivamente. Del mismo modo había sido transportado en partidas pequeñas el carbón que los alimentaba y cuyas reservas estaban ahora almacenadas en silos perforados bajo el prado, el bosque y el lago. Así habían sido reunidos también la maquinaria y los materiales necesarios para el proyecto. Más delicada había sido la contratación del personal que ahora trabajaba en aquél. Si el aluvión de inmigrantes había permitido seleccionar y reclutar a los obreros en la forma más encubierta y discreta, los especialistas, los técnicos e ingenieros, cuya desaparición repentina de sus trabajos, de la vida pública en general habría resultado muy difícil de explicar, plantearon obstáculos que hubo que ir salvando en cada caso concreto específicamente. Unos fueron contratados en el extranjero; otros, sacados del retiro al que circunstancias diversas los habían forzado; a otros, por último, habían sido cursadas ofertas falsas de universidades americanas. Los que aceptaban estas ofertas recibían poco después un pasaje de primera clase en un barco de línea. Cuando el barco en que viajaban rebasaba los límites de las aguas territoriales españolas estos ingenieros prestigiosos eran sacados de sus camarotes a punta de pistola y embarcados en una lancha rápida que los conducía de nuevo a tierra. Allí un automóvil los llevaba a la mansión, donde eran informados del motivo del engaño y el secuestro, de la naturaleza del trabajo a que se les había destinado, de la transitoriedad de aquella situación anómala y de los emolumentos cuantiosos con que serían compensadas su colaboración y las molestias sufridas. Ante este desenlace feliz de la aventura todos se mostraban encantados. El método, sin embargo, resultaba lento, complicado y caro. Pero para llevar a cabo el proyecto no se había reparado en gastos. Unicamente la carpa, cuyas dimensiones la hacían idónea, había podido ser adquirida a buen precio a un circo cuyos miembros habían sido diezmados en el sur de Italia por una epidemia de cólera. Esta hecatombe había obligado a los únicos supervivientes, una mujer barbuda, una "ecuyére" y un sansón, a disolver la compañía y malvender el equipo. Ahora estos tres personajes fantásticos, a quienes había sido preciso contratar y traer para que indicasen el modo de armar y asegurar la carpa, vagaban también por la mansión, ataviados con malla, taparrabos y lentejuelas, ejercitando como podían sus habilidades y sembrando entre todos el desconcierto cuando no el espanto.

Ahora él iba recordando este anecdotario pintoresco cuando la vio salir de la carpa. Llevaba una falda de color de rosa, holgada y tan corta que al andar dejaba al descubierto las rodillas; los pliegues de la tela dibujaban más arriba el perfil de los muslos. Esto atraía las miradas de los mecánicos y ponía frenético a Onofre Bouvila. El resto del vestuario era sencillo y modoso. Debería hacerle alguna indicación a este respecto, pensó con el corazón acelerado, espiándola ora a ella ora a los mecánicos. Deslumbrada por la luz del sol se detuvo unos instantes en la boca de la carpa con los ojos entrecerrados; con los dedos ordenaba la cabellera, se colocó un sombrero de alas anchas. Luego se encaminó hacia el bosque donde él se encontraba sin motivo aparente. Cielos, pensó ocultándose enteramente detrás del tronco de una encina, que no me vea. En los meses que llevaban instalados en la mansión María Belltall y su padre no había cruzado con ella más de dos o tres frases protocolarias. Con esto pretendía demostrar claramente que todo su interés giraba en torno al proyecto del inventor, de acuerdo con cuyas instrucciones había ido creciendo aquel complejo industrial peculiarísimo y con quien mantenía en cambio charlas interminables. Desde el principio Santiago Belltall y su hija habían ocupado uno de los pabellones de caza construidos de antiguo en el jardín, separados enteramente de la casa. Allí había sido acondicionada para ellos una vivienda independiente, dotada de comodidades, pero no de lujos, lo que habría podido hacer patentes los móviles ocultos de Onofre Bouvila, la razón verdadera de que hubiese decidido embarcarse a esas alturas en un proyecto descabellado. En esa vivienda, cuyo mobiliario y decoración había elegido él mismo con la máxima minuciosidad, no había puesto los pies desde que fue ocupada por Santiago y María Belltall: un propio convocaba el inventor a la biblioteca cuando ambos debían verse. La índole secreta del proyecto impedía que abandonasen la mansión los que trabajaban en él: gracias a esto sabía que ella estaba siempre allí, que por más que su relación fuera inexistente ella no pertenecía a nadie más; los dos compartían un terreno común, cohabitaban en un predio que era de su propiedad. Esto bastaba para hacerle sentir que ella también era suya, con esto era feliz por el momento. A escondidas, como ahora, espiaba todos sus movimientos. ¡Qué extraño!, pensaba agazapado detrás de la encina, admirando su forma graciosa de andar, su esbeltez y su garbo, cuando era joven tenía la vida entera por delante; entonces todo me parecía urgente. Ahora en cambio, cuando el tiempo se me va volando, no tengo prisa. He aprendido a esperar, pensó, ya sólo encuentro sentido a la espera. Y sin embargo es ahora cuando las cosas se precipitan. Miró el cielo y lo vio paradójicamente azul, sin nubes. Recordó que el día anterior había visitado las obras de la Exposición Universal.

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