Luego también se celebraron certámenes en Amberes, en Viena, en Filadelfia y en Liverpool. Londres había organizado su segunda Exposición en el 62 y París la suya en el 67 cuando Serrano de Casanova lanzó en Barcelona su propuesta. Lo que le sobraba de empuje le faltaba de capital. Barcelona atravesaba una crisis financiera de consideración y los reiterados llamamientos del promotor denodado no encontraron eco. El dinero inicial se acabó y el proyecto hubo de ser abandonado.
Serrano de Casanova acudió a ver al alcalde Rius y Taulet. En tono suave, como si se tratara de un secreto, le dijo: Debo notificar a vuecencia algo de particular gravedad; he decidido capitular, no sin profundo desconsuelo. Las obras de habilitación del parque ya habían comenzado; el suceso, entre unas cosas y otras, había recibido amplia publicidad. ¡Rayos y centellas!, exclamó Rius y Taulet; hizo repicar con insistencia una campanilla de oro y cristal que había sobre la mesa de su despacho en la alcaldía y al primero que compareció (un ordenanza) le dijo sin mirarle a la cara que tomara todas las disposiciones necesarias para convocar las personalidades barcelonesas a consejo de inmediato: al obispo, al gobernador, al capitán general, al presidente de la Diputación, al rector de la Universidad, al presidente del Ateneo, etcétera. El ordenanza se desvaneció en el despacho, el propio alcalde hubo de reanimarlo abanicándolo con su pañuelo. Reunidos por fin los prohombres hubo más palabrería que voluntad de hacer algo; todos estaban dispuestos a opinar, pero ninguno a comprometerse ni a comprometer a la institución que representaba; mucho menos lo estaba a ofrecer apoyo financiero a la empresa descabellada de Serrano de Casanova. Al final Rius y Taulet dio un golpazo en la mesa con una carpeta de cuero y cortó en seco tanta garrulería. "Hóstia, la Mare de déu¡", gritó a pleno pulmón. El vibrante exordio se oyó en la plaza de San Jaime, pasó a ser de dominio público y figura hoy, con otros dichos célebres, labrado en un costado del monumento al alcalde infatigable. El obispo no pudo menos que persignarse. Un alcalde no es cosa de tomar a risa. En menos de una hora obtuvo de todos los presentes su aquiescencia y la promesa de colaboración que precisaba para seguir adelante con el proyecto. Abandonar ahora sería un desdoro para Barcelona, les dijo, una confesión de impotencia. Acordaron seguir adelante con el proyecto bajo el patrocinio de una Junta Directiva. También se creó una Junta del Patronato integrada por autoridades civiles y militares, presidentes de asociaciones, banqueros y figuras del mundo empresarial. Con ello se involucraba a todos en aquella tarea, que tenía que ser colectiva para ser posible. Se estableció una Junta Técnica formada por arquitectos e ingenieros. Con el tiempo proliferaron las juntas y los comités (comités de enlace con empresas nacionales, comités de enlace con potenciales expositores extranjeros, comités encargados de fallar concursos y otorgar premios, etcétera), lo cual engendraba confusión y no pocos roces. Todos coincidían en calificar esta organización de "muy moderna". Otra cosa es que la opinión pública fuera unánime respecto de la viabilidad del proyecto.
"Por lo demás", apunta un diario de la época, "la población no ofrece bastantes atractivos para hacer grata la estancia al forastero en ella por algunos días". Todos pensaban que Barcelona haría un triste papel si trataba de equipararse a París o a Londres. Nadie pensaba en lo que ofrecían en aquellos años ciudades como Amberes o Liverpool, que habían montado sus respectivos certámenes sin tanto "mea culpa". O se lo planteaban, pero decían: Que otros hagan el ridículo si les viene de gusto; nosotros, no. "En Barcelona, fuera de la benignidad de su clima, de lo excelente de su situación, de sus antiguos monumentos y de algo, muy poco, debido a la iniciativa de los particulares, no estamos al nivel de las demás poblaciones de Europa de igual importancia", dice una carta aparecida en un diario de esas fechas. "Todo lo que tiene carácter administrativo", sigue diciendo la carta, "es de orden inferior. La policía urbana es en general detestable, la seguridad deja mucho, muchísimo que desear, faltan o están mal organizados gran número de servicios necesarios en una población de 250.000 habitantes, la estrechez de las calles del casco antiguo y la falta de grandes plazas en él y en el nuevo, dificultan la circulación y el desahogo, no tenemos buenos y variados paseos y carecemos de museos, bibliotecas, hospitales, hospicios, cárceles, etc., dignos de ser visitados". esta carta, que se prolongaba a lo largo de muchas páginas, decía, entre otras cosas: "Hemos gastado mucho en el Parque de la Ciudadela, pero sus dimensiones son mezquinas; falta en él un vasto bosque y un extenso paseo, y algo como el lago es eminentemente ridículo". Al decir esto el autor de la carta pensaba seguramente en los parques célebres de la época:
el "bois de Boulogne" y "Hyde park". A estas invectivas agrega la carta: "Raquitismo de concepción y ahuecamiento de la vanidad es lo que caracteriza a menudo los actos de nuestra administración local. Barcelona, de algunos años a esta parte, va volviéndose una ciudad sucia. Las fachadas de las casas algo antiguas!cuán repugnantes se presentan de ordinario¡"
Cartas similares eran frecuentes en la prensa local de entonces. Otros expresaban sus reservas de modo más conciso, como un diario del 22 de septiembre de 1866, que encabezaba su editorial con este epígrafe: "Comercialmente hablando, ¿constituye la Exposición un beneficio o una plaga?" Con todo, la oposición al certamen en general fue tenue. La mayoría de los ciudadanos estaba dispuesta aparentemente a arrostrar los riesgos de la aventura; los demás sabían por experiencia que lo que las autoridades decidían siempre se llevaba a cabo; varios siglos de absolutismo habían enseñado a la gente a no malgastar tinta y talento. También influía en la opinión pública un factor importantísimo: que la primera Exposición Universal que se celebraba en España se celebraría en Barcelona y no en Madrid. Este hecho había sido ya comentado en los periódicos de la capital. Estos mismos periódicos habían llegado a la conclusión penosa pero incuestionable de que así había de ser. "Las comunicaciones entre Barcelona y el resto del mundo, tanto por mar como por tierra, la hacen más apta que ninguna otra ciudad de la Península para la atracción de forasteros", dijeron. Con esto se quedaron contentos, como si la elección de Barcelona como sede del certamen la hubieran hecho ellos. Estos argumentos, sin embargo, no conmovieron al Gobierno. Ustedes se lo montan, ustedes se lo pagan, vinieron a decir. En esa época la economía del país estaba tan centralizada como todo lo demás; la riqueza de Cataluña, como la de cualquier otra parte del reino, iba a engrosar directamente las arcas de Madrid. Los ayuntamientos atendían a sus necesidades mediante la recaudación de contribuciones locales, pero para cualquier gasto extraordinario debían acudir al Gobierno en busca de una subvención, de un crédito o, como en el caso presente, de un chasco. Esto suscitaba entre los catalanes un sentimiento de solidaridad que acallaba las críticas. Por este lado, comentó Rius y Taulet, nos hacen un favor; por todos los demás, la puñeta. En eso no había desacuerdo. Con Madrid acabaremos a palos, pero sin Madrid no iremos a ninguna parte, dijo Manuel Girona. Era un financiero de renombre; a la sazón desempeñaba además la presidencia del Ateneo. Tenía fama de no perder jamás la compostura: Dejemos para mejor ocasión los desahogos temperamentales y hagamos frente a la realidad, propuso: hay que pactar con Madrid; será una humillación, pero la causa bien lo merece. Con estas palabras quedó zanjada la discusión y se dio por concluida la sesión, que se había celebrado un miércoles en el restaurante "Las siete puertas". El domingo siguiente, después de oír misa cantada, salieron hacia la capital dos delegados de la Junta.
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