Tomás Martínez - El Vuelo De La Reina

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G. M. Camargo, el todopoderoso director de un diario de Buenos Aires, se obsesiona por Reina Remis, una periodista de talento a la que dobla en edad. Su soberbia le impide ver que los sentimientos ajenos no están bajo su dominio, y esa ceguera lo sume en una historia de amor de la que saldrá transfigurado. A partir de esa intriga clásica, Tomás Eloy Martínez construye una novela irresistible sobre el deseo, el poder y la identidad. Casi todo lo que sucede, sucede dos veces, de un modo siempre más oscuro y desconcertante.La corrupción política y la impunidad en un país que se va viniendo abajo, y el creciente delirio erótico, van dibujando un friso cuyo final, imprevisible, arrastra a los lectores otra vez a la primera línea del libro, atrapados por una historia que se parece tanto a la vida.

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Eso es lo que sucede al fin. La mujer, al entrar en su dormitorio, repite algunos detalles del antiguo ritual: lucha con ahínco para desprenderse de las botas y se libera de las medias alzando las piernas, algo derechas para el gusto de Camargo y de tobillos demasiado gruesos, aunque adornados por una tenue mancha, un lunar que él se desespera por besar ahora mismo. También esta vez Reina se quita la blusa por arriba de la cabeza y explora el olor de las axilas. Quién sabe si se ha bañado antes de salir. Es posible que lo haya hecho durante una de las breves ráfagas de sueño a las que él sucumbió sin querer, pero aun así, después de un día entero de cabalgata, el perfume de los jabones se habrá disipado ya, permitiendo que regresen los humores de su piel. Una vez más, Camargo examina la cicatriz que la mujer tiene debajo del ombligo, sobre el nacimiento del vello, vestigio de una operación de apendicitis mal suturada en la niñez. La mujer es siempre elusiva cuando habla de su pasado, y respondió con hostilidad cuando Camargo se atrevió a preguntarle cuándo y con quién había perdido la virginidad o cuál era el recuerdo sexual más intenso de su vida.

Ahora la ve encender el televisor y decide llamarla, antes de que se interese en algún programa. Ella se incorpora en la cama, sorprendida de que el teléfono suene a esa hora, y después de un momento de indecisión, salta hacia el aparato. A lo mejor piensa que es el amante colombiano, ávido de perdón.

– Soy yo -dice Camargo.

– ¿Yo, quién?

– Hubo un tiempo en que no necesitabas hacer esa pregunta. Soy yo, el de siempre.

– Si sos el de siempre, ya habrás aprendido a dejarme en paz.

Está roja de cólera. Es la primera vez que Camargo ve la erupción de una cólera que ha tardado meses en fermentar. Pero no ha cortado la llamada: eso le basta. Quizás haya tocado algún flanco sensible del cuerpo de la mujer mientras tanteaba en la oscuridad.

– Si yo estuviera en paz, te dejaría en paz -dice Camargo-. Pero no puedo. No soporto la idea de que te hayas ido.

– Es patético. ¿Cómo que me fui? Me echaste.

– ¿Qué se podía hacer? Desaparecías. Faltaste más de tres días sin avisar. No te encontrábamos por ninguna parte.

– Estuve enferma. Pero no sé para qué te estoy dando explicaciones. Adiós.

– Un momento: no cortés. Podríamos volver a empezar, como si nada hubiera pasado.

– Sos vos el que está enfermo ahora. No entiendo cómo tenés todavía el coraje de llamar. Me dejaste sin trabajo. Hablaste con medio país para que me pusieran en las listas negras. Me golpeaste. Dios mío. No te deseo el mal. No te deseo nada. Sólo quiero que me dejés tranquila.

Ahora, sí, cuelga el tubo. Lo hace con fuerza, como si el golpe pudiera destruir su voz, su sombra, su recuerdo. ¿Qué habría hecho Petruccio si Katherine hubiera respondido con la insolencia de Reina? La habría encerrado, la habría dejado sin comer ni beber: la doma de la furia. Pero eso fue posible sólo porque Petruccio, seguro de sí, consintió en casarse con ella. Encontró un lazo para mantenerla atada a su yugo. El la ha dejado ir: ése fue un error de cálculo. Con la afrenta de Momir, la mujer ya habría tenido bastante. Te has pasado de revoluciones, Camargo. Deberías ofrecerle algo a lo que ella no se pueda negar. Volvés a llamarla, con la certeza de que no va a responder.

De todos modos, la ves incorporarse en la cama al oír el teléfono. El timbre enlaza, monótono, las dos ventanas. Por un momento, creés que va a taparse los oídos, porque sus manos se alzan, en un ademán de súplica o de advertencia. Luego, se cubre los pechos con las sábanas, como si presintiera que alguien la está observando. Su mensaje fluye, límpido, del contestador: «No estoy. Deje su número y la hora de su llamada».

– Reina -decís-. Queenie. Quiero empezar todo otra vez. Quiero casarme con vos. Es en serio. Quiero casarme. Por favor, contestá. Si no sé nada de vos, mañana voy a pasar por tu casa para saber qué pensás. O si no, paso dentro de dos días, de tres.

La postergación es un elemento esencial de la doma: dos días, tres. Ella esperará temblando el momento en que subas por el ascensor, des un par de pasos en el palier, te detengas ante la puerta, y golpees. Has recordado que, en un capítulo de Los siete locos sobre la humillación, Erdosain cuenta que su padre, cada vez que cometía una falta, lo mandaba a dormir diciéndole: «Mañana te pegaré La noche se le volvía interminable. Una claridad azulada entraba por los cristales. Cuando por fin el sueño lo rendía, llegaba el padre: «Vamos, ya es hora». Y obligándolo a ponerse de rodillas, le cruzaba las nalgas con latigazos crueles. Mañana, dentro de dos días. Así harás vos, Camargo. La llamarás y le repetirás: Mañana. Cuando por fin estés ante su puerta, Reina inclinará la cabeza y vos la pondrás de rodillas, sin permitirle que se levante nunca más.

Vamos, ya es hora, dice Camargo. Desde que ha llamado a Reina por teléfono, sólo puede pensar en la imagen de ella abriéndole la puerta y diciéndole: Volvamos a estar juncos. Hagamos de cuenta que nada ha sucedido. Dividir su inteligencia entre la mujer y el diario lo debilita. Ha caído una o dos veces en distracciones imperdonables. Jamás en el trabajo. Allí sólo está irritado y menos tolerante, pero su talento sigue intacto. Ha reescrito con pasión una crónica sobre el choque de dos avionetas en el cielo de Chacabuco, la ciudad de llanura que atravesó la noche en que iba al encuentro de Reina, en la Azotea de Carranza. Ha logrado que uno de sus periodistas entreviste a Vladimiro Montesinos, el monje negro del Perú, en el avión donde regresaba a Lima desde su exilio panameño. Cuando examina las ediciones de El Diario por la mañana, confirma cada día que ha derrotado a El Heraldo. No, no es allí donde su ingenio trastabilla. Es en el orden de las pequeñeces cotidianas: a veces se olvida de quién es la persona con la que debe almorzar cuando ya está camino del restaurante. Ha vuelto a inutilizar otro de los automóviles del diario: esta vez, por inadvertencia, lo ha dejado caer en un pozo de reparaciones eléctricas. El tren delantero se ha hecho pedazos. Lo desespera el deseo de regresar cuanto antes al departamento de la calle Reconquista. A cada rato examina el celular donde recibe las llamadas personales para verificar si hay algún mensaje de la mujer. Nada. Lo único que le ha deparado el lunes es la voz de Diana, para preguntarle cuándo volverá a verlo. En Navidad, le ha respondido. Antes de Navidad, hijita, te lo prometo.

Reina lleva una vida de inválida. No se baña, no despega la mirada del televisor y sólo se levanta para servirse un té, a veces con tostadas de queso. El miércoles por la mañana ha cumplido con una de las rutinarias visitas al ginecólogo. Aunque sale a la calle sin peinarse casi, el pelo recogido con una hebilla, y un vestido de algodón suelto, simple, se mueve con donaire, desafiando la hostilidad del mundo. Ah, no sabe cuánto pierde al privarse del amor de Camargo: él la tomaría por la cintura y, contándole historias felices, la haría olvidar sus tormentos. Ya todo ha pasado, Queenie, no sufras más. ¿Sentís cómo tu cuerpo está lavándose por dentro y tu sangre se rehace y el dolor se ha apagado tanto que ahora sólo requería una ceniza de dolor, una fatiga del dolor en la memoria? Caminarían juntos por la ciudad, llenos de dicha.

Al regresar del ginecólogo, la mujer examina las prendas que guarda en el armario. Contrariada, separa los breeches y los lleva a la tintorería: es la señal de que volverá a usarlos, quizás este domingo. Ya no tomará de sorpresa a Camargo. A las siete, él estará esperándola en otro de los automóviles del diario y la seguirá a donde sea. Por lo que Sicardi ha averiguado, su padre repara los vehículos del propietario de un haras, en Longchamps, y en compensación le permiten montar, los fines de semana, dos de los caballos más nobles de la colección: un alazán árabe tostado y un zaino negro.

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