Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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Tanteo en la oscuridad hasta que toco la chapa de la puerta y oigo la voz de la nena.

– Lo venía trayendo del cuello, y se murió -dice.

Palpo el picaporte y abro la puerta. Subo. La nena está sentada al volante.

– Correte -le digo, empujándola.

– ¿Qué mierda es lo que tenés ahí? -digo.

– Los patitos -dice la nena.

– ¿Tenés que andar llevando a todos lados esa porquería? -digo.

Enciendo la luz del tablero y pongo el motor en marcha.

– Eh, no me dejen -dice la voz de ella, desde detrás de la camioneta.

Acelero, sin hacer el cambio, para calentar el motor. Tengo los dientes apretados. El motor brama. El pedal del acelerador toca el piso de la cabina. Estoy así durante un momento, con los dientes apretados y los ojos cerrados, y después disminuyo gradualmente la acelerada. Arranco, moviendo la palanca de cambios, y empiezo a dar la vuelta.

– Cuidado, que yo estoy aquí -dice la voz de ella, viniendo desde algún punto en la oscuridad.

– Ya sé que estás ahí -digo.

Doy la vuelta. Avanzo muy lentamente hacia ella, que está parada con la linterna encendida apuntando hacia el suelo. El círculo de luz ilumina sus pies juntos, calzados con los zapatos llenos de barro. Hace un movimiento disponiéndose a subir, creyendo que voy a detenerme.

– -¿Dónde vas? -dice.

Paso de largo junto a ella. Los faros iluminan el sendero arenoso, entre cuyas huellas crece un pasto ralo. El sendero se interna en el campo, tortuosamente.

– ¿Dónde vas? -dice otra vez.

Avanzo unos treinta metros y me detengo. Cuando oigo que sus pasos se aproximan vuelvo a arrancar. Otros treinta metros más, y vuelvo a detenerme. La nena se ríe. Cuando oigo otra vez sus pasos, vuelvo a arrancar pero me detengo enseguida, antes de haber recorrido siquiera diez metros. Ella llega jadeando.

– Me la vas a pagar -dice.

Me tira un golpe a través de la ventanilla, alcanzándome en el hombro.

– Subí de una vez o te dejo -digo. Me tira otro golpe a través del hueco de la ventanilla y acelero, con el cambio en punto muerto. Ella pasa delante de los faros, trastabillando, rápidamente, y después desaparece otra vez en la oscuridad. Abre la puerta del otro lado y sube a la cabina. Apenas si se ha sentado que empiezo a marchar. La camioneta va dando bandazos a lo largo del sendero arenoso que va saliendo tortuosamente del pastizal.

– Me la vas a pagar -dice.

– Un día de éstos me la vas a pagar -dice.

– Ya vas a ver quién soy -dice.

– Me la vas a pagar como que hay Dios en el mundo -dice.

– Ésta, y muchas otras -dice.

Los faros iluminan el sendero arenoso y descubren bruscamente la tranquera. Freno de golpe, y nos vamos todos hacia adelante, bamboleándonos y entrechocándonos mutuamente.

Bajo. La tranquera se abre hacia adentro, y la trompa de la camioneta está demasiado cerca de su radio de acción, así que vuelvo a subir, doy marcha atrás y vuelvo a frenar con brusquedad. Bajo otra vez y abro la tranquera del todo. Después subo otra vez a la camioneta y atravieso el hueco de la tranquera. Sigo sin detenerme.

– ¿No vas a volver a cerrar la tranquera? -dice.

– Estás borracho -dice.

– El señor se cree dueño del mundo y no es más que un ladrón de sindicatos -dice.

– Tranquila, Gringa -le digo.

Porque ella quiere que yo la… Ahora hay un caserío escaso a los costados del sendero, y después veo en el cielo negro el resplandor verde y rojo del letrero luminoso del motel. Llego a la carretera y enfilo para la ciudad. Pasamos el control caminero y seguimos adelante, la raya blanca que divide en dos el camino ora a la izquierda, ora a la derecha, ora bajo las ruedas de la camioneta.

– Bajá la velocidad -dice.

– Bajá la velocidad -dice-. ¿No ves que está la nena?

– ¿No ves que está esta pobre criatura? -dice.

– ¿Es que ni de esta pobre criatura sos capaz de compadecerte? -dice.

– ¿Ni de esta pobre criatura? -dice.

Después se calla. Entro en el puente colgante, y a la salida tengo que frenar de golpe para no chocar contra un coche que me sale al cruce desde la costanera. Después seguimos recto por el bulevar hasta la Avenida del Oeste, doblamos por la avenida, entramos en la transversal, y después me meto en la calle rellenada con desechos de construcción. Freno de golpe. La casa está oscura.

– Bajen que tengo que ir a entregar la camioneta -digo.

– Mentira. ¿Dónde vas? -dice.

– Digo que bajen -digo.

– No me bajo -dice.

– Quiero bajarme -dice la nena.

– Cállese la boca -dice ella.

– Quiero hacer pis -dice la nena.

– Deja bajar esa criatura y llévala para adentro -digo.

– Yo no me bajo -dice ella.

– Me estoy haciendo pis, mami -dice la nena.

Saco las llaves del bolsillo de mi pantalón y se las doy a la nena.

– Toma -le digo-. Hace pichí y acostate.

La nena baja.

– Bajá de una vez -digo.

– No me bajo nada -dice ella.

Arranco y comienzo a avanzar a toda velocidad. Doblo en la primera esquina y sigo recto tres cuadras, sobre la calle apisonada con desechos de construcción. De golpe, veo luz que se cuela por la puerta del almacén de Jozami. Aminoro, cruzo el puentecito y atravieso la camioneta en el patio. Palpo buscando la escopeta y encuentro los patos sobre el asiento. Recojo los patos y la escopeta -el caño está frío- y bajo. Ella se ha bajado también.

– Hubieras dicho que querías tomar una copa, sin necesidad de hacer tanto lío -dice.

La luz que se cuela por la puerta entreabierta es muy débil. Resbalo en el barro y después tanteo con el pie hasta encontrar el sendero de ladrillos que lleva hasta la puerta. Ella va adelante. Entramos.

En el interior del almacén están el turco Jozami, don Gorosito, y dos mujeres. Toco a la Gringa en el brazo y le digo en voz baja:

– Ojo cómo te portas y con lo que decís.

– Ya vas a pagármelas -dice.

Saludamos en voz alta. Pido dos cañas. Dejo la escopeta y los patos encima del mostrador, cerca de la punta, y me quedo parado ahí. Veo nítidamente todo.

– ¿Anduvieron de caza? -dice Jozami.

– Saben salir muchos patos en esta época -dice don Gorosito-. Solíamos salir a cazar patos con los muchachos, en otros tiempos, y volvíamos con las bolsas llenas. Comíamos pato hasta cansarnos y todavía nos quedaba para repartirle a todo el barrio.

– Lo que es hoy -dice ella- no nos alcanza ni para nosotros. Mi marido anda mal del pulso, últimamente.

– ¿Por dónde fueron? -dije Jozami.

– Fuimos para el lado de Colastiné -dice ella.

Jozami sirve las dos cañas. Viene y deja la mía cerca de los patos y la culata de la escopeta.

– El pato al horno es muy sabroso -dice don Gorosito.

– Para usted, don Gorosito, ya irán quedando pocas cosas sabrosas en esta vida -dice una de las mujeres.

Ella me da la espalda. Los otros tres están parados en semicírculo, más allá de ella, de frente hacia mí. Jozami tiene las dos manos apoyadas sobre el mostrador.

– Pero vaya a saber lo que habrá sido don Gorosito en su juventud -dice la otra.

– Pregunte y le van a decir quién era Pedro Gorosito -dice don Gorosito.

– Lo que es los hombres de ahora -dice ella- no valen nada.

– Es la pura verdad -dice la mujer que habló primero.

– Es lo que yo siempre digo -dice la otra, que está parada más cerca del mostrador, casi rozando con su hombro el hombro de don Gorosito.

– Acérquese, amigo Fiore -dice don Gorosito-. Venga a compartir esta amable rueda con nosotros.

– Cuídese que anda con toda la bronca -dice ella.

– Es lo que yo siempre digo -dice otra vez la mujer que está parada cerca de Gorosito-. Los hombres, hoy día, no sirven para nada.

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