Juan Saer - Cicatrices
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Extiende un repasador blanco en el suelo y comienza a abrir los envoltorios de repasadores sobre él. Hay milanesas frías, queso, un salamín, y media docena de huevos duros. Están también los tres panes que yo envolví en la cocina.
Golpeo el culo de la botella de vino contra el suelo, hasta que el corcho salta. Con él sale un chorro de vino que nos salpica a todos. Nos reímos.
– Es alegría -digo.
Comemos y tomamos la botella de vino.
– Volvamos -dice.
– ¿Ya? -digo-. Quiero ver si cazo algún otro pato, antes.
– Va a llover -dice.
– No sigas con eso de que va a llover, porque no va a llover nada -digo yo.
– Quiero que me lleves a dar una vueltita en canoa, papi -dice la nena.
– Cállese la boca -digo.
– Anoche soñé que ibas a cazar este pato -dice la nena-. Soñé que mami y yo nos quedábamos aquí en la camioneta y que vos ibas para la laguna y se oían tres tiros, y después volvías con el pato. Lo soñé todo.
Doy un golpe suave, con el puño, contra la puerta de la camioneta.
– Máquina poderosa -digo.
– Si vas a cazar ese pato, anda de una vez -dice ella-. Voy a volverme loca aquí si me quedo una hora más.
– Estabas loca antes de llegar -digo yo-. Antes de nacer.
– Bueno -dice-. Anda de una vez.
– ¿Te acordas, Gringa, la vez que fuimos a Buenos Aires, aquel primero de mayo? -digo- Había un millón de trabajadores, por lo menos.
– Por la parte baja -dice.
Eructo y me paro.
– Capaz que traigo otro pato -digo.
Alzo la escopeta y apunto los cañones hacia ella.
– ¿Aprieto el gatillo? -digo.
– Saca de ahí. No te hagas el estúpido -dice. Desvío los cañones.
– Si van a callarse la boca y no van a hacer ruido, pueden venir conmigo -digo.
– Sí. ¿Y quién cuida las cosas? -dice ella.
– No pasa nadie por aquí -digo.
– ¿Vamos a dar una vuelta en canoa, papi? -dice la nena.
– Y bueno, vamos -dice ella, encogiéndose de hombros.
Nos ponemos a caminar por el pastizal, en dirección a la laguna, desviándonos, de modo que cuando avanzamos un par de centenas de metros la camioneta no se ve más, oculta por el monte de eucaliptus.
Avanzo adelante. Detrás vienen ella y la nena. Oigo el chasquido que hacen nuestros zapatos al aplastar el pasto. Por momentos, el pastizal nos llega más arriba de la rodilla, y a veces nuestros pies se hunden entre los charcos que se nos aparecen de repente, ocultos por la maleza.
– Esto es una porquería -dice su voz, detrás.
– Mientras menos abras la boca, mejor -digo, sin detenerme y sin mirar para atrás.
– Soy dueña de abrir la boca todo lo que quiero -dice.
Al pararme y darme vuelta, los cañones apuntan hacia ella. Los bajo, de modo que apunten hacia la tierra.
– Dije que para venir conmigo había que tener la boca cerrada -digo.
La Gringa hace una mueca, pero no dice nada. Llegamos hasta el borde mismo de la laguna, sin que se nos haya cruzado un solo pato. Ella y la nena se quedan con la boca abierta, mirando la ciudad.
– Allá está la iglesia de Guadalupe -dice ella.
– Y el puente colgante -dice la nena.
Caminamos a lo largo de la orilla. Ahora, ellas van adelante. De pronto se paran, mirando otra vez en dirección a la ciudad. Me dan la espalda. Están a unos cinco metros de distancia. Los cañones apuntan hacia ellas. Estoy un momento como absorto, mirándolas. No pasa nada. Está la laguna que refulge, más allá la ciudad, y más acá las siluetas de ellas, recortadas nítidas contra el gran espacio abierto. Me pregunto si hay algo capaz de borrarlas. Después de todo, aunque más tarde se borren, siempre van a estar ahí. No hay manera. Van a estar siempre ahí. Pero no puedo bajar los cañones. Están paradas, solitarias, en medio del espacio abierto. Sus contornos relumbran, nítidos. Están inmóviles.
Me acuclillo, dejando descansar la culata contra el suelo y apoyando la mejilla en el caño helado. Después ellas se dan vuelta y se dirigen hacia mí.
– ¿Qué estás mirando ahí como un idiota? -dice ella.
– Nada -digo.
– Nada, no. Ya veo -dice ella.
– No hay ninguna canoa por aquí -dice la nena.
– Después. Más tarde -digo yo, incorporándome.
Llegan hasta donde yo estoy, avanzando en sentido contrario a la laguna. La nena se inclina y recoge un caracol de sobre la franja de tierra rojiza húmeda que antecede inmediatamente al agua y sobre la que se imprimen nuestras huellas.
Después la nena se inclina y recoge otro caracol, y después corre unos metros más allá y recoge otro. La veo correr, nítida, dejando unas huellas pequeñas sobre la franja rojiza, y después curvarse hacia la tierra como si hubiese sido golpeada por algo, levantarse otra vez y volver a corretear, alejándose un poco más, disminuyendo ligeramente de tamaño, y después volver a curvarse. Y después venir rápido en dirección a nosotros, creciendo de tamaño, con los tres caracoles en la mano. Ella le pega en la mano y los caracoles saltan por el aire, cayendo otra vez sobre la franja de tierra rojiza.
– Deje esa porquería y no ande ensuciándose -dice.
– No hace mal a nadie, juntando caracoles -digo yo.
– No sos vos el que tiene que ir después y lavarle la ropa toda sucia, no -dice ella.
Me inclino y recojo los caracoles y vuelvo a dárselos a la nena, que junta las manos y los recibe en el hueco formado por las dos palmas.
– Si no me llevan en la canoa como me dijeron, no los suelto y me ensucio toda -dice la nena.
– Dale todos los caprichos -dice ella.
– Por una vez que junte tres caracoles no va a pasar nada ni nadie se va a morir -digo yo.
Ella se da vuelta y se pone a mirar en dirección a la ciudad.
– ¿No son los galpones del ferrocarril, aquéllos? -dice.
– Sí -digo yo-. Son los galpones. Y aquellos que se ven más allá son los elevadores de granos del puerto.
– ¿Y aquella no es la Municipalidad? -dice.
Señala una masa blanca, borrosa, que se eleva por encima del montón abigarrado de construcciones y follaje.
– No estoy seguro -digo yo.
– Bueno -dice ella-. ¿Volvemos o nos vamos a quedar aquí hasta el año que viene?
– Quedémonos, papi -dice la nena-. Hasta el año que viene.
– Eso -digo yo-. Nos quedamos hasta el año que viene.
– ¿Qué te parece, Gringa? -digo-. ¿Nos quedamos o no hasta el que viene?
– ¿Eh? -digo-. Hasta el año que viene. ¿Eh? ¿Qué te parece?
– Bueno -digo-. No pongas esa cara.
– No pongas esa cara, que no es más que una broma -digo.
Me acerco a ella y le toco la cara con la palma de la mano. Echa la cabeza para atrás, haciendo una mueca, y después da un saltito y queda fuera de mi alcance.
– No te hagas el vivo -dice.
– Bajamos un pato más y nos vamos -digo yo.
– ¿Puedo guardarme los caracoles, mami? -dice la nena.
– Está bien. Guárdeselos -dice ella-. Pero cuidadito con andar ensuciándose la ropa porque si no va a cobrar.
Me doy vuelta. Detrás, lejos, está la franja verde del monte de eucaliptus, y antes, anchísimo, el pastizal. Avanzamos en dirección contraria al río, hacia la izquierda de los eucaliptus. Ella y la nena vienen detrás. Puedo sentir el chasquido de sus zapatos contra los pastos. De golpe, aleteando, a unos doce metros, un pato se levanta del pastizal. Aletea ruidosamente, tomando altura, pero después sube en línea recta, como una bala. Apunto. El cuerpo negro, compacto, del animal se desliza oblicuamente en el aire gris sin salirse un milímetro de la muesca de la mira. Aprieto el gatillo, sintiendo en el hombro la sacudida de la explosión. El pato sigue deslizándose en línea oblicua hacia la altura. Vuelvo a insertarlo en la muesca de la mira, ya más lejano, y aprieto por segunda vez el gatillo. Por un momento da la impresión de estar clavado contra algo en el espacio, porque aletea un momento desesperadamente, sin progresar ni caer. Después se viene a pique como en tirabuzón, aleteando y moviendo las patas, y desaparece en el pastizal. Vamos los tres rápidamente, rastreándolo, haciendo chasquear los pastos con nuestra corrida. Ella jadea, mientras la nena se nos adelanta. Nos detenemos en el punto en que nos ha parecido verlo caer, y comenzamos a girar en redondo, separando las matas con los pies. Los pastos cimbran y se quiebran, y por momentos nos hundimos en ellos hasta las rodillas.
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