Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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Es un recinto cuadrado, con techo de zinc, y unas vigas que lo atraviesan y lo sostienen, en la altura. A la izquierda de la entrada esta el mostrador, y detrás del mostrador la estantería. En el centro del recinto, a la derecha del mostrador y casi en dirección a la puerta de entrada, hay una pirámide de latas de conserva. Entre la estantería, se abre una pequeña abertura, cubierta con una cortina de cretona, que da acceso a las habitaciones interiores. El gorila rubio esta detrás del mostrador y se para de golpe al vernos entrar. Nos saluda y nos pregunta si queremos tomar algo. "El estaba parado ahí", dice después, señalando con la cabeza el extremo del mostrador, próximo a la pared del frente, sobre el que cae la luz magra del exterior, a través del ventanuco. "Los otros estaban mas o menos ahí, donde están ustedes. Y yo estaba parado en este mismo lugar." Miro al secretario: "Arregle la cuestión de la reconstrucción para mañana a la tarde", digo. Después me dirijo al escribiente: "Haga un plano del lugar" le digo. "Son dos cuadrados", dice el escribiente, sonriendo, y echando una mirada a su alrededor. "Uno lleno, y el otro vacío. Recién pasamos por el cuadrado vacío. Ahora estamos en el cuadrado lleno. Cuando salgamos, vamos a pasar otra vez por el cuadrado vacío." "Sí", digo yo. "Pero hágalo, de todos modos." Me vuelvo hacia el gorila rubio. "¿Nadie se movió de este lugar mientras ellos estuvieron?", digo. "Que yo sepa, nadie", dice el gorila rubio. "¿Cómo es que usted llegó antes que los demás al patio, si usted estaba detrás del mostrador?" "Yo corrí", dice el gorila rubio, "y ellos se quedaron parados y después me siguieron". Camino hacia la puerta. El vigilante, que nos contempla, se hace a un lado. Me asomo. Hay un grupo de curiosos en la vereda. El patio cuadrado está vacío, lleno de rastros que se arremolinan y entrecruzan más estrechamente, hasta formar un dibujo intrincado, en las proximidades del sendero recto de ladrillos semienterrados en el barro. Ahora el patio está vacío. El gorila rubio ha dado la vuelta al mostrador y se ha puesto a mi lado. Detrás está el secretario, y el escribiente se halla haciendo el bosquejo del plano, sobre el mostrador. "Él subió con el coche hasta el patio", dice, "y lo puso mirando para allá". Hace un ademán que indica que la camioneta quedó paralela a la pared de ladrillos sin revocar, atravesada sobre el sendero. "Cuando salimos, ella estaba tirada ahí", dice el gorila rubio, y señala un punto vacío a unos tres metros de la puerta, sobre el sendero de ladrillos. "Después él dio la vuelta con la camioneta, que estaba un poco más allá, cruzó el puentecito, y dobló en la esquina. Llevaba la puerta abierta."

El patio está vacío.

Llovizna. Cuando regresamos al automóvil y cruzamos el puentecito, veo cómo la llovizna fina horada la superficie sucia del agua de la zanja. El puentecito está lleno de barro. Los curiosos se hacen a un lado para dejarnos pasar. Entre ellos, de pasada, distingo al gorila de sombrero negro que prestó declaración. Subimos al coche y volvemos a Tribunales. Pasamos otra vez junto al muro lateral del Mercado de Abasto, esta vez a nuestra derecha, junto a la fachada principal del mercado y los jardines del Regimiento, a nuestra derecha, y cuando llegamos a la Avenida del Sur doblamos a la izquierda y avanzamos hacia el oeste. Cruzamos el semáforo, doblamos en la próxima esquina, y nos detenemos frente a la puerta principal de los Tribunales. Bajamos. El secretario camina a mi lado. Subimos la ancha escalinata de mármol, y cruzamos en línea oblicua el hall, hacia la escalera. El secretario sigue de largo y dice que sube por el ascensor. El estruendo de las voces que resuenan en el vestíbulo va apagándose a medida que comienzo a subir las escaleras. Cuando llego al tercer piso, ya no se oye. Me inclino al pasar ante la baranda y veo las figuras achatadas contra el piso blanco y negro, cubierto casi enteramente por la muchedumbre. Cuando llego a la oficina, el secretario está sentado ante su escritorio. Sigo de largo hasta mi despacho y me asomo a la ventana. En la Plaza de Mayo, unos gorilas achatados contra los senderos rojizos, protegidos con impermeables, caminan en distintas direcciones, borroneados por la llovizna. Después me siento ante el escritorio. Ángel me llama por teléfono y me pide que lo deje presenciar el interrogatorio. Insiste, y al fin accedo. Colgamos. Casi enseguida llega un empleado de la habilitación, con la planilla de pago, y me hace firmar tres copias. Después me entrega el sobre. Sin abrirlo, lo guardo en el bolsillo interior de mi saco. Después salgo del despacho y le digo al secretario que voy a volver a las tres y media en punto. Salgo al corredor, bajo las escaleras, cruzo el vestíbulo ajedrezado, entre el estruendo de las voces de la muchedumbre, y salgo al patio trasero. La llovizna me da en la cara. Subo al coche, reculo lentamente hacia la calle, y después tomo la Avenida del Sur hacia el este. Al llegar a San Martín doblo a la derecha, en el momento en que la luz verde se apaga y se enciende la amarilla, Avanzo hacia la esquina de la Gobernación, cruzo la bocacalle, paso frente al Convento de San Francisco, y una cuadra y media más adelante detengo el coche junto al cordón de la vereda, frente a mi casa. La llovizna cae sobre los árboles del parque. Los troncos de los árboles, negros y llenos de hendiduras, chorrean agua. Subo la escalera y voy en dirección al estudio. Estoy sacándome el impermeable cuando entra Elvira. Me dice que apenas son las once y cuarto; si voy a comer ya o prefiero esperar. Le digo que me lleve la comida al estudio.

Me siento ante el libro, el diccionario y el cuaderno, abierto, y el montón de lápices y lapiceras de todos colores, desordenados sobre el pupitre del escritorio. No tengo ni siquiera tiempo de comenzar a escribir, que me quedo dormido. Me despiertan los sacudones de Elvira, que llega con una fuente sobre la que ha puesto un pedazo de carne hervida, un poco de pan, y el tazón de sopa dorada, que humea. "Tiene que dormir un poco más, de noche", me dice. Deja la fuente y sale. Como la carne hervida y el pan, y tomo dos o tres cucharadas de sopa. Después dejo todo sobre el escritorio, corro las cortinas -veo en el parque dos gorilas jóvenes, machos, uno de lentes, las piernas torcidas, el otro más bajo y mayor, de vientre protuberante, que pasean lentamente, protegidos por un paraguas, leyendo un libro en voz alta, uno llevando el libro y otro el paraguas, el del libro, que lleva los lentes, haciendo ademanes como si recitara- y el estudio queda en penumbra. Me recuesto en el sofá doble de terciopelo. Cierro los ojos.

El extrañamiento llega -estoy recostado en el sillón de terciopelo, en este preciso momento- y después pasa.

Después veo las manchas fosforescentes errabundear y apagarse. Después no veo nada y oigo la crepitación apagada de las llamas crecer y después desvanecerse, sin las llamas. Las llamas aparecen después -el campo inmenso de trigo- ardiendo hasta el horizonte y se apagan calladamente.

Después quedo dormido. Cuando despierto, a las tres y cuarto, apenas si tengo tiempo de lavarme la cara y salir después para el Tribunal. Estaciono el coche en el patio trasero. Cuando subo a mi despacho, están el secretario y un gorila rubio, delgado, de bigote rubio, esperándome. Dice que es el abogado de Fiore. "Está incomunicado", le digo. Lo hago sentar en una silla, frente a mi escritorio, y espero. "Le han dado un pésimo alojamiento en la jefatura", dice. "Perdóneme", digo, "pero no me corresponde esa cuestión". "Sí, supongo que no", dice. Hacemos silencio. Oigo, en la oficina del secretario, la voz de Ángel. Después entra. Me da la mano y le presento al abogado. "Apenas él declare la incomunicación va a quedar levantada", digo yo. El gorila delgado y rubio, de bigote rubio, se levanta y se va, diciendo que vuelve dentro de una hora. Le digo a Ángel que la indagatoria no es pública y no debe decir una sola palabra ni tomar notas de ninguna clase. Después viene el secretario y me dice que traen al inculpado. De golpe, el asesino aparece en la puerta. Tiene una barba de muchos días y los ojos apagados; su pelo negro está completamente revuelto. Detrás está el vigilante. Le da un empujón leve y lo hace sentar. Me deja la cédula policial y se retira. El asesino mira la ventana, por la que entra la luz gris. "¿Su nombre es Luis Fiore?", le pregunto. Sacude la cabeza. Después me mira fijamente y me dice: "Juez". Después dice no sé qué cosa y salta por la ventana. Hay un estruendo de vidrios rotos, y después nada más. Me levanto y me dirijo al corredor, caminando rápidamente. Antes de llegar a la puerta del despacho, choco contra el secretario. Lo aparto de un empujón. Bajo las escaleras y salgo por la puerta principal. Hay un grupo de gente alrededor del cuerpo, que está encogido y ensangrentado. El gorila rubio que ha estado un momento antes en mi oficina se me acerca. "¿Cómo ha podido pasar esto?", dice. "Se tiró", digo yo. "Está muerto", dice él. "Esto es gravísimo, señor juez, vaya sabiéndolo". "Venga a mi oficina", le digo. En la puerta del Tribunal nos cruzamos con Ángel. Me dice no sé qué. Le respondo algo y sigo. El gorila rubio camina rápidamente, obligándome a seguir el ritmo de su marcha. Va derecho al ascensor y subimos en él hasta el tercer piso. Recorremos el pasillo oscuro y entramos en mi despacho. El secretario ha desaparecido. Quedamos parados en medio del despacho. "Yo estaba parado en el refugio de colectivos y lo vi caer desde allá arriba", dice. "Pude oír el ruido." "El habitual de un cuerpo al caer", digo. Súbitamente me da una bofetada. "Era el cuerpo de un hombre", dice, mirándome con sus ojos celestes, que fulguran. "Es su opinión", digo. "Usted es un cobarde", me dice, y sale.

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