Juan Saer - Cicatrices

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Luis Fiore, obrero metalúrgico, asesina a su mujer en la noche de un 1ª de mayo. El episodio sirve de base a las cuatro historias que integran esta novela de Juan José Saer, publicada originalmente en 1969. Una interrogación sobre el funcionamiento del mundo, sobre el conflicto entre el caos y el orden, sobre la posibilidad del conocimiento y la irrisión de la experiencia humana.

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Veo el vestíbulo ajedrezado del Tribunal, desierto.

Las oficinas y los corredores desiertos.

Y, de nuevo, por segunda vez, las llamas de altura regular, ondeando suavemente, en una extensión lisa que abarca todo el horizonte visible, sin crepitaciones.

Abro los ojos, sacudiendo la cabeza y me incorporo. Me paro. Me sirvo dos dedos de whisky y me los tomo de un trago, puro. Después me siento ante el escritorio. Esta el cuaderno abierto con la última frase escrita en letra apretada, hecha con tinta negra. “Los detalles son siempre vulgares”. El tercero, cuarto y quinto renglón de la página ciento quince, aparecen subrayados con una línea débil, entrecortada, hecha con una birome de color verde. También el diccionario esta abierto, y los lápices aparecen desparramados sobre el escritorio, entre el diccionario y el cuaderno. Comienzo a trabajar. Hago marcas, cruces, líneas-verticales y horizontales-, círculos, con tinta de todos colores, mientras la caligrafía apretada va llenando, entre los pálidos renglones azules, el espacio blanco de la hoja. Cuando entra Elvira yo estoy escribiendo la frase: “El único encanto del pasado es que es el pasado” Alzo la vista después de escribir por segunda vez la palabra “pasado”. Elvira me dice que ha venido el cobrador del Country, que ha vuelto a llamar mi madre v me pregunta si voy a comer. Queda parada quietamente cerca del escritorio, las manos a los costados del grueso cuerpo, la cabeza canosa inclinada blandamente hacia un costado, en el límite exacto en el que la esfera de claridad cálida de la lámpara comienza a perder intensidad y a mezclarse con la penumbra del recinto. Le digo que me sirva algo en el escritorio. Cuando ella sale, subrayo dos frases: The allways want a sixth act, and as soon as the interest of the play in intirely over they propose lo continue it. If they were allowed their own way, every comedy would have a tragic ending, and every tragedy would culminate in a farce. En ese momento suena el teléfono.

Es la voz de siempre, aflautada, chillona, como la de una mascarita, esforzándose por no ser reconocida. Me llama lo de siempre: hijo do mala madre, ladrón, invertido. Me dice que hable, que no me quede callado, que sabe muy bien que estoy ahí, escuchando. No abro la boca. Dice que no esta lejano el día en que voy a pagarlas todas juntas, con sangre y lágrimas. Me dice que ésta tarde, mientras yo estaba en los Tribunales, todo el mundo vio con escándalo como mi mujer entraba en un hotelito, en compañía de uno de sus padrillos. Me dice que ya hubiese yo querido, ese padrillo para mí, "¿no es verdad?". Emite una risa aguda, entrecortada. Después cuelga. Cuelgo, a mi vez.

A las dos de la mañana, me asomo al ventanal, contemplo cómo la llovizna cae sobre el parque, y después me voy para la cama. Me tiendo bocarriba, en la más completa oscuridad. Me duermo en el acto. Tengo un sueño rápido, vertiginoso, fragmentario, en el que una horda de gorilas se apresta a un sacrificio ritual. Yo soy la víctima. Veo un cuchillo ensangrentado, brillando al sol, pero no percibo mi muerte. Sé que he muerto, porque el cuchillo ya está ensangrentado, pero no puedo verme a mí mismo, ni muerto ni vivo. Después veo un espacio vacío, rodeado por un horizonte de piedras y árboles. El sol cabrillea en los confines y resbala sobre las hojas de los árboles, destellando por momentos. Un cuerpo inclinado, confuso, se reclina, de espaldas, en el tronco de uno de los árboles, en la distancia. Soy yo el que mira el cuerpo y el horizonte, pero no puedo verme a mí mismo. Después despierto. Enciendo la luz. No son todavía las tres. Ya no vuelvo a dormir.

Me levanto cuando creo que son las cinco y media. Voy, lentamente, y me afeito, oyendo el zumbido monótono de la afeitadora. Después me baño. Me dejo estar largo rato bajo la lluvia caliente. Después me visto tomo una taza de leche caliente en la cocina, y salgo a la calle.

Llovizna. Veo, más allá de los árboles del parque, en el cielo, una franja de claridad. Debo intentar varias veces con la llave antes de que el motor se encienda. Al mismo tiempo que el motor, comienza a funcionar el limpiaparabrisas. Cada vez que el motor está por encenderse, fallando, el limpiaparabrisas se mueve en un aleteo tenso, tembloroso, y después queda inmóvil. Por fin arranca el motor y el limpiaparabrisas comienza a moverse. Recorro San Martín hasta el bulevar, doblo a la derecha, llego hasta el puente colgante, atravieso la costanera vieja, después la nueva, y en la rotonda de Guadalupe, doy un rodeo y comienzo a rodar en sentido inverso, avanzando otra vez hacia el centro. En la boca del puente colgante doblo a la derecha y tomo el bulevar, en dirección oeste. Llego hasta el final y doblo a la izquierda avanzando por la Avenida del Oeste hasta la Avenida del Sur. Allí doblo a la izquierda, avanzo hacia el este, y cuando llego al Tribunal subo a la vereda y penetro en el patio trasero. Detengo la marcha y salgo del coche, sintiendo cómo la llovizna fría golpea mi cara. Recorro los corredores desiertos, atravieso el vestíbulo ajedrezado, también desierto, y comienzo a ascender la blanca escalera de mármol blanco, apoyando la mano derecha en el pasamanos. En el tercer piso, miro el vestíbulo por encima de la baranda: está vacío y las baldosas blancas y negras aparecen diminutas, regulares, pulidas. Entro en mi despacho, pasando primero por la oficina del secretario, que está vacía, y enciendo la luz. Me asomo a la ventana y miro las palmeras y los naranjos del parque, que condensan a su alrededor masas blancas de llovizna. Las gotas blancas de llovizna parecen girar en lenta rotación. Entra una luz gris, exangüe, en el despacho. La Plaza de Mayo está desierta. Los senderos rojos se entrecruzan bajo la fronda de los árboles.

Cuando llega el secretario, se para delante del escritorio, inclinando su cabeza entrecana hacia mí. "Quiero decirle algo", dice. Lo miro. Vacila. "He notado… he notado cierto rigor excesivo en el tratamiento de los testigos. Y además, ciertas irregularidades de procedimiento", dice. "¿Y entonces?", digo yo. "Pienso, doctor, que usted está muy cansado y debería tomarse unas vacaciones. No tiene buena cara. Perdone mi atrevimiento, pero estoy seguro de que le está pasando algo malo", dice. "No se preocupe, Vigo", digo yo. "Estoy perfectamente bien." "Otra cosa, doctor", dice el secretario. "Hoy de mañana pagan el mes de abril." "Me alegro", digo yo. "Haga preparar uno de los coches oficiales y busque un escribiente. Vamos a ir al lugar del hecho dentro de un momento " "Esta todo listo", dice el secretario. "Usted es muy eficiente, Vigo", digo yo. "Debería estar en mi lugar".

Salimos para el lugar del hecho. Van en el asiento delantero el chofer y el escribiente, y en el trasero el secretario y yo. Subimos al automóvil frente a la puerta principal de los Tribunales -atravesamos, el secretario y yo, el vestíbulo cuadrado en el que los primeros grupos se amontonan, en el centro del espacio ajedrezado, conversando en voz alta- y el escribiente y el chofer ya están en el interior del coche, esperándonos. Doblamos en la primera esquina, en la Avenida del Sur, y comenzamos a rodar hacia el oeste. En la esquina nos detiene la luz roja del semáforo. Cuando la luz cambia, y el resplandor verde mancha las gotas arremolinadas a su alrededor, cruzamos la bocacalle y continuamos viaje. Doblamos hacia la derecha, en la Avenida del Oeste. Poco después, los jardines del Regimiento, con el edificio gris de la intendencia detrás de los árboles, se desplazan hacia atrás, a nuestra izquierda. Doblamos en la esquina del mercado, y después comenzamos a rodar junto a su muro lateral, por una calle empedrada. Veo a través del vidrio lateral del automóvil como el muro del Mercado de Abasto se interrumpe bruscamente en la abertura del gran portón de entrada. En el patio empedrado, sobre el que se abren dos largas hileras de puestos atestados de frutas y verduras, embolsadas o en cajones, o simplemente amontonadas en el suelo, veo un montón de carros detenidos o evolucionando en el patio, conducidos por gorilas sentados en los pescantes o parados sobre el piso de madera del carro con las piernas abiertas. Algunos, cargados, muestran gorilas sentados sobre pilas inmensas de hortalizas, de bolsas de papas, de cajones de frutas. Después el Mercado de Abasto queda atrás. Recorremos seis cuadras y doblamos a la izquierda otra vez En la próxima esquina nos detenemos. Ya no hay siquiera empedrado, sino desechos de construcción apisonados sobre la calle. De cada lado de la calle hay una zanja llena de agua, entre la que crecen yuyos. Bajamos. Llegamos a la vereda de tierra -de barro- pasando por un puentecito lo bastante ancho como para que un camión pueda pasar por el. Hay una construcción de ladrillos sin revocar, rectangular, con una pequeña puerta de madera abierta en el medio y un ventanuco muy pequeño, abierto en la altura, a la derecha de la puerta. Ante la puerta esta parado un vigilante. Entre la vereda y el frente de la construcción hay un vasto espacio de tierra, limpio, sin una sola mata de pasto, lleno de pisadas. Un caminito de ladrillos semienterrados en el barro conduce desde la vereda hasta la puerta de la construcción. Atravesamos el sendero de ladrillos haciendo equilibrio, bajo la llovizna. El secretario va delante, yo lo sigo, y siento detrás de mí las pisadas del escribiente y del chofer. Cuando llegamos a la puerta, el vigilante se cuadra, haciéndose a un lado, y nos deja pasar. Entramos en el almacén.

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