Llegaban cantos de victoria apoyados en tambores.
A menos que creyera que Jembogan pudiera hacer algo por él. ¿Por qué no había de suponerlo? Pero ¿quién podía haberle puesto en antecedentes? Nadie. Jembogan, un dios. ¿Qué no podría si se lo propusiera? Si llegaba a enterarse de que Bai Pu Un había sido hecho prisionero por Den Bié Uko, intervendría, con toda su fuerza, que liberaría al preso. Bai Pu Un ignoraba el acuerdo a que había llegado con su vencedor. Si Bai Pu Un pudiera creer, hasta última hora, hasta ultimísima hora, que Jembogan lo iba a liberar. Que se iba a voltear la suerte de todo en todo…
Den Bié Uko se relame interiormente. Llama a U Ma Ni, su ayudante preferido y le da un amuleto de Jembogan, que trae atado bajo el sobaco. Le da la orden de hacerlo llegar por persona interpuesta a manos del prisionero.
Cuando supo que su orden había sido cumplida, mandó detener y ejecutar al mensajero en la plaza del fuerte para que, desde su celda subterránea, Bai Pu Un pudiera verlo. Debieron entregar el amuleto hacia las diez de la mañana, la ejecución tuvo lugar a las tres de la tarde. Den Bié Uko dejó pasar el resto del día sin hacer nada. No recibió a nadie pensando en lo que pensaba su enemigo.
Al caer la noche ordenó que al Norte, al Este y al Sur se dispararan unos cuantos tiros y, una hora después, una ráfaga de ametralladora a cosa de dos kilómetros de la fortaleza. Luego se emborrachó. Al despertar ordenó formar lo más de sus tropas disponibles como si fuesen a entrar en combate. Luego las mandó hacer un simulacro en las orillas del río. Las dos baterías no dejaron de disparar desde las diez de la mañana. Dizque se olvidaron de dar de comer al prisionero. Cuando el sol empezó a decaer hizo que sus tropas se replegaran hacia el recinto que las cobijaba sin dejar de disparar. De pronto dio la orden de suspender el fuego, de dispersarse en silencio, de formar el cuadro que había de fusilar a un vencido enemigo.
Por eso Jembogan nunca pudo explicarse el esbozo de sonrisa que apareció en la faz de Den Bié Uko, algún tiempo después -poco: las alianzas son frágiles- al enfrentarse al arbolón donde iba a ser, para lección de propios y extraños, colgado por los pies.
A mi novia, que me lo contó.
Todavía existía el carnaval. Es decir: hace muchos años. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo, Arturo Gómez Landeiro. No era mal parecido, solo una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era nariz descollante pero si una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el porqué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.
Aquello empezó el 28 de febrero de 19… Arturo cumplía aquel día -mejor dicho, aquella noche- veintitrés años, cuatro meses y unos cuantos días.
Que no se me olvide decir que era huérfano de padre, que su mamá le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que irradiaba del joven y hacía que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran con él sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Leía poco, primero porque, según la señora viuda de Gómez, aquello “estropeaba los ojos”; después porque el difunto -buen gallego- le había dado bastante quehacer con los libros, a los que fue aficionadísimo, con detrimento de otras obligaciones; burlón y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no explicaba, repentinos accesos de alegría sin base a la vista, caprichos anómalos: quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o -lo que era peor- desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince días más tarde, sin explicaciones decorosas). Doña Clotilde había tenido muy buen cuidado de preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el desaparecido, aparentó no tomarlo en cuenta. Se murió un buen día, tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareció a su digna esposa un postrer desacato; además del susto que se llevó al despertar cerca del cadáver.
Aquel último día de febrero era domingo de carnaval, que así de adelantado era el año. Arturo -el hijo- entró en el salón de baile, con su terno negro, y se puso a mirar a su alrededor con tranquilidad y cuidado. Buscaba a Rafael, a Luis o a Leopoldo. No vio a ninguno de ellos. Se disgustó. Había llegado un cuarto de hora tarde, con toda intención: para que vieran que no le importaba mucho aquello, para hacerse valer, aunque fuese un poco. Y ahora resultaba que era el primero. No supo qué partido tomar: no conocía a las muchachas. Era Rafael quien se las tenía que presentar; aquel baile se efectuaba en un barrio lejano, que a medias desconocía. Se recostó en la pared y se dispuso a esperar. Naturalmente, en este momento la vio.
Estaba sola, en el quicio de una puerta casi frontera. Los separaba el remolino. Parecía perdida, miraba como recordando, haciendo fuerza con los ojos para acostumbrarse. Su mirada recorrió la estancia, dio con él, pero sus pupilas siguieron adelante, como si arrastrara con todo, red pescadora. Arturo era tímido, lo cual le empujó a decidirse, tras una apuesta consigo mismo. La cuestión era atravesar a nado el centro del salón repleto de parejas. El mozo se proveyó del número suficiente de “ustedes perdonen”, “perdones”, y “por favores” y se lanzó a la travesía; ésta se efectuó sin males, con solo girar con cuidado y deslizarse -pensó que audazmente- reduciendo el esqueleto del pecho. Además tocaban una polca, lo que siempre ayuda. Ofreció ceremoniosamente sus servicios. La muchacha que miraba al lado contrario, volviéndose lentamente hacia él, sin pronunciar palabra, le puso la mano en el hombro. Bailaban.
La mirada de la joven tuvo sobre Arturo un efecto extraordinario. Eran ojos transparentes, de un azul absolutamente inverosímil, celestes, sin fondo, agua pura. Es decir: color aire, clarísimo, de cielo pálido, inacabable. Su cuerpo parecía sin peso. Entonces, ella sonrió. Y Arturo, felicísimo, sintió que él también, queriendo o sin querer, sonreía.
Todo daba vueltas. Vueltas y más vueltas. Y no únicamente porque se tratara de un vals. El se sentía clavado, fijo, remachado a los ojos claros de su pareja. Lo único que deseaba era seguir así, indefinidamente. Sonreía como un idiota. La muchacha parecía feliz. Bailaba divinamente. Arturo se dejaba llevar. Se daba cuenta, desde muy lejos, que nunca había bailado así, y se felicitaba. Aquello duró una eternidad. No se cansaba. Sus pies se juntaban, se volvían a separar, rodando, rodando, de una manera perfecta. Aquella muchacha era la más ligera, la más liviana bailarina que jamás había existido. Nunca supo cuándo acabó aquello. Pero es evidente que hubo un momento en el cual se encontraron sentados en dos sillas vecinas, hablando. Ya no quedaba casi nadie en la sala. Los farolillos, las cadenetas de papel, las serpentinas que adornaban trivialmente el techo parecían cansados. Las tirillas de papel de colores caían aquí, allá, desmadejadamente. Los confetis pinteaban el suelo con su viruela de colores, dándole aire de cielo al revés, cansado, inmóvil, quizá muerto. El quinteto ratonero tomaba cerveza.
Como la muchacha no quería dar ni su apellido ni su dirección -su nombre, Susana-, Arturo decidió seguir con ella pasara lo que pasara. Con esta determinación a cuestas se sintió más tranquilo. Se quedaron los últimos. El salón, de pronto, apareció desierto, más grande de lo que era, las sillas abandonadas de cualquier manera, la luz vacilante haciendo huir las paredes en cuya blancura dudosa se proyectaban, desvaídas, toda clase de sombras. El muchacho no pudo resistir el impulso de decir el “¿nos vamos?” que le estaba pujando por la garganta hacia tiempo. Susana le miró sin expresión y se fue lentamente hacia la puerta. Arturo recogió su gabardina y salieron a la calle. Llovía a cántaros, ella no tenía con qué cubrirse. Su trajecillo blanco aparecía en la penumbra como algo muy triste. Se quedaron parados un momento. Susana seguía sin querer decir dónde vivía.
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