Gonzalo Ballester - Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito
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Quizá Nos Lleve El Viento Al Infinito: краткое содержание, описание и аннотация
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La primera verdad que me saltó a la conciencia fue la de que mis maravillosas facultades de transformación no me servían de nada, ya que a nadie conocía en cuyo pellejo convenientemente instalado pudiera penetrar en la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse; y este conocimiento me situó, en mi propia estimación, muy por debajo de Irina, que, a aquellas horas, con toda seguridad, habría entrado ya en relación con la señora Fletcher, y hasta me atreví a pensar que, en caso de buen tiempo, le sacaría a pasear el niño. Esto lo digo, no por creer que tal fuese mi obligación, sino por dar una idea de la escasa capacidad de maniobra de un Agente extraordinario cuando sus dotes excepcionales son de utilización imposible: pues si bien es cierto que podía mudarme en viento, las ventanas estaban cerradas, y si en la lluvia, ¿quién me garantizaba la existencia de una gotera por la que pudiera entrar? Habida cuenta además de que en seguida secan el agua de las goteras. Aquellos tres sujetos que vigilaban pertenecían a organizaciones definidas de las que recibían instrucciones y ayuda. ¡Ah, si se hallase conmigo, o al menos cerca, mi fiel X9, que no me era fiel a mí, sino al capitán de navío De Blacas, con el que había corrido fortuna por los Siete Mares…! Pero yo, en tanto súbdito francés llamado Paul, por mucho que hubiera colaborado con la Legión Leclerc, carecía de relaciones en Berlín, y no podía acudir a ninguna organización especializada en las que sin embargo, en cuanto agente Maxwell, era de sobra conocido.
No había una segunda o tercera calle a la que abriese la casa alguna puerta secundaria, pero seguramente en algún lugar oscuro de las vecinas ventanas de buhardilla o tragaluz de sótano, se escondían agentes de bandos en aquel caso beligerantes y en todo caso contendientes. Cuando me detuve, en medio de la lluvia delicada y azul, y contemplé alguno de aquellos posibles escondites, pensé que muy probablemente alguien se había fijado ya en mí y se preguntaba por las razones por las que me había detenido en una esquina a encender un cigarrillo. Ningún agente avezado se apoya en una esquina para semejante operación, porque la llama de la cerilla, o del mechero, es el blanco mejor, y si una bala hubiera silbado junto a mis oídos o me hubiera perforado la piel, yo sería el responsable. Bueno. Semejante deducción no pasaba de escapatoria, de máscara verbal para disimular mi incapacidad, aquella convicción de que no podía hacer nada, que era lo que, de momento, me había paralizado en una esquina vulnerable. Más fue el instinto que mi clarividencia lo que me hizo buscar refugio en una sombra, pero sólo para quedar a cubierto de una agresión que bien podía ser meramente imaginaria, producto mental del miedo que no me atrevía a confesarme.
Había un número de teléfono, ¿quién lo duda? Figuraba en mi agenda, con los restantes datos indispensables para situar a la señora Fletcher en algún lugar concreto de Berlín Oeste: un teléfono intervenido al menos por dos potencias, o más exactamente por los Estados Mayores de sus Servicios Secretos, sucursales de Berlín. Pero, se me ocurrió de pronto que, a ese teléfono, en la guía, vendría asociado un nombre, supongo yo, o al menos unas siglas. Detrás de un nombre, hay casi siempre un hombre (la restricción obedece solamente a mi caso); detrás de unas siglas, Dios sabe cuántos, pero, en la mayor parte, alguno. Y lo que yo necesitaba era precisamente eso, un hombre, único cauce para entrar en la casa de Grossalmiralprinz- Frederikstrasse, ya que las puertas, las ventanas, e incluso las alcantarillas me estaban vedadas.
En mi cuartito de la pensión, pedí el volumen correspondiente de la Guía, pedí dos, más bien, el de la calle primero y después, el de los nombres que empezaban por W. En la casa en que vivía la señora Fletcher figuraban dos teléfonos, uno de Wolf y otro de Wagner, ¡vaya nombres singulares! Ninguno de ellos era el que yo tenía de referencia. ¡Pues también es casualidad! Detrás de Wolf había dos iniciales: P. S. Detrás de Wagner, otras dos: G. S. No había adelantado mucho, pero sí algo. En el volumen de profesiones, que requerí al devolver los otros, la cantidad de los Wolf igualaba a la de los Wagner, pero, con bastante paciencia, conseguí llegar, primero, al G. S. de los Wagner, y, después, al P. S. de los Wolf. Había siete G. S. Wagner, y diecinueve P. S. Wolf: entre los primeros figuraba Gunter S. Wagner, profesor de Física; entre los segundos, Peter S. Wolf, profesor de Física. Y ambos vivían en el mismo número de GrossalmiralprinzFrederikstrasse. Uno en la planta baja y otro en el piso alto. Mi computadora de París me hubiera dado inmediatamente los datos que necesitaba, pero yo ya no estaba en París y la computadora caía ya muy lejos de mis jurisdicciones posibles, y no digamos de las reales. En el caso de que X9 se sintiese capaz de atender a un requerimiento del Agente Maxwell, quedaba una esperanza. Pero yo no sabía lo que había sucedido en París con la señorita Gradner, con el capitán de navío, con el coronel Peers y con el agente Maxwell, tras el que andarían inútilmente todos, menos la citada señorita, que no distinguía entre Maxwell y Paul, pero que iría derecha al bulto, sin error.
Fui a la estación de la Plaza Bávara; recogí las maletas con los restos de Paul; la dejé en la consigna. En un taxi, llegué a la pensión, y le dije al señor Klaus que tenía que salir inmediatamente de Berlín, aunque sólo por unos días, y que, durante mi ausencia, que siempre sería menor de una semana, ocuparía mi lugar un caballero norteamericano llamado Maxwell, y, después de decir este nombre, acerqué al oído de Herr Klaus mis palabras, y le añadí que el señor Maxwell pertenecía a la CIA como miembro activo, y que no convenía que lo supiese nadie, ni siquiera Frau Ulrika. Herr Klaus no había experimentado jamás especial simpatía hacia los americanos, pero, como odiaba a los alemanes del Este a causa de un pariente que se le había escapado allí con su primera mujer, los prefería a la gente de más allá de un muro. Miró a Paul, hizo sobre los labios la señal que sellaba y añadió:
– Explíquele que, si alguna vez viene borracho, que no llame a la puerta, sino que tire de la falleba, usted ya sabe
– Sí.
La maleta con el gurruño de Paul empezaba a pesarme, porque, en la otra mano, llevaba también la mía. Saqué un pasaje para París, alquilé un servicio de aseo, me encerré con las maletas, dejé a disposición de Paul las ropas que con su personalidad había usado, y yo recuperé las de Maxwell. Después de esto, redacté una nota, en francés, para Paul: «En el bolsillo de la chaqueta, hallará usted un pasaje para París en el avión de las seis treinta, y un buen montón de dinero alemán y francés. Le recomiendo que no se emborrache hasta hallarse en el avión, pues no es lo mismo que le dejen tirado a uno en algún lugar de Berlín Oeste que en una sala de espera de Orly (al menos para un francés tan patriota como usted). También le aconsejo que no intente entender lo que le sucedió, porque se volvería loco o tendría que emborracharse demasiadas veces sin sacar nada en limpio. Sin embargo, si lo considera indispensable, vaya a la Comisaría (de París, de su barrio) y cuente lo que pueda, con la sospecha (que yo le infundo) de que se ve metido, sin quererlo, en un asunto de espionaje. Este papel le valdrá de mucho, sobre todo por la firma. El Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. P. S. - Le pido mil perdones por el uso y abuso de su tiempo y de su personalidad: verá que le devuelvo la medalla.» No esperé a que se espabilase del todo; allí quedó abandonado, en pernetas y sin sus colores nacionales. «Lea esto», le dije, señalando la nota, y me fui. Cogí por los pelos un autobús para Berlín. Antes de volver a la pensión, pasé por unos almacenes, compré una maleta y metí en ella mis enseres: la otra la arrojé al canal, y allí quedó flotando y navegando hasta inundarse y hundirse. Me hubieran multado, probablemente, de haberme visto, pero la niebla oscurecía a Berlín, fantasmeaba las cosas y las personas, y permitía pensar que nada es lo que parece, doctrina que, aplicada a mí mismo, me daba pie para afirmarme en la creencia de que soy el que soy y no el que parezco. Lo cual, sin embargo, no me libraba de la molestia de parecer Maxwell, de estar vinculado a Maxwell mientras no encontrase el remedio. Un taxi me llevó a casa. Durante el camino (bastante largo), una especie de revelación, o de inspiración, o como quiera llamarse el recuerdo súbito de lo que se necesita recordar y remolonea, me juntó los nombres de Gunter S. Wagner y de Peter S. Wolf: me los juntó en la memoria porque, antes, habían andado emparejados en bocas de la gente y en titulares de la Prensa: a Gunter S. Wagner y a Peter S. Wolf les había correspondido conjuntamente el Premio Nóbel de Física dos o tres años atrás, por alguna clase de investigaciones, de posible valor estratégico, llevadas en colaboración. Ambos trabajaban en una institución berlinesa, no sabía bien si en la Universidad o en otra parte. Ya era algo, ya era un punto de partida. Desde el fondo del coche, envié mi gratitud al genio, al dios o al ángel que me había inspirado.
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