La señora Fletcher, detenida en Berlín o, más bien retenida, ni sales ni entras ni estás queda, aspiraba a reunirse con su marido, un profesor de Birmingham que había traspasado el Telón de acero en calidad de fugitivo y presunto espía, aunque al parecer con las manos vacías.
Podía suceder, como temía la OTAN, que la señora Fletcher se hubiera aprendido de memoria todos los datos, cálculos y explicaciones concernientes al láser B-23; pero esto podía ser también una hipótesis engendrada por el miedo.
La campaña internacional a que me había referido en la Sala de la chimenea, estaba movida, indirectamente, por instituciones subsidiarias.
La posesión del B-23 conferiría a Occidente una superioridad estratégica sobre Oriente que anularía, una vez construidas aquellas armas, todas las ventajas derivadas de los Planes intercambiados (o interrobados) a que hasta ahora me venía refiriendo.
Insisto: podía ser que la señora Fletcher almacenase en su memoria los datos; pero también que no. Si, en el primer caso, lograba pasar a Berlín Oriental, el equilibrio del terror se restablecería. Pero conviene no olvidar que, aunque sea del terror, es un equilibrio.
Finalmente: todas estas consideraciones las había hecho, en sus detalles y en sus consecuencias, durante mi permanencia dentro de la personalidad de De Blacas, pero había dejado el asunto en un segundo término de mi atención por no creerlo urgente. Mi interés súbito obedecía a una corazonada habida mientras hablaba en la Sala de la chimenea: estaba seguro de que Irina intervendría en el asunto de la señora Fletcher; más aún, de que era la persona indicada. Y la convicción que siguió a la corazonada me sacó del C. G. de aquella manera impremeditada y un poco descortés por la cual, seguramente, y después de oír a Peers, medio servicio secreto se lanzaría detrás del agente Maxwell, de modo que lo más urgente, después de averiguar los pasos de Irina, sería hacerlo desaparecer.
Me fui a casa. Irina había estado allí. Encima de la bandeja donde todavía los restos del desayuno esperaban el traslado a la máquina de lavar vajillas, había un sobre, puesto precisamente de pie en la bandejita de las tostadas, como una de ellas. Delante del reloj de la chimenea resplandecía suavemente el oro de una sortija, la de las manos enlazadas. La cogí, la dejé encima de la mesa, llevé los cacharros a la cocina, y, mientras se lavaban empecé a tomar las precauciones de quien previsiblemente va a estar algún tiempo ausente: destruí, por ejemplo, la comida perecedera y guardé la almacenable. Y preparé una maleta con las ropas indispensables para los dos o tres días inmediatos, pues ya tenía presta la adquisición de nuevas ropas. ¿Qué sabía yo de la facha y de los gustos del desconocido a quien, presumiblemente, iba a sustituir en la vida? Cada vez que me veía en un espejo, incluidas las superficies reflectantes de la cocina miraba con odio a aquella figura de Maxwell en que me sentía tan incómodo. ¿Pues no había sido casi feliz durante la hora escasa de mi parecido con W. Churchill?
La carta de Irina decía:
¿Querido quién? ¿Me atreveré a decirle todavía «querido Yuri», sólo por el recuerdo de que, cuando estábamos juntos y usted era él, le quería de veras? Ahora le escribo esta carta para decirle adiós. Durante algunas horas, olvidamos que yo también soy un agente; el servicio me ha cogido otra vez, me tiene otra vez atrapada. Me voy de París y, a lo mejor, no vuelvo más. El asunto que me aparta de usted es arriesgado, más que otros, y no parece imposible que, por eso, me hayan escogido a mí. Quizás haya gente a la que no le guste que yo acabe casándome con Yuri: yo soy uno de ellos. Tengo dos cosas que decirle: la primera que, unos días más de convivencia con De Blacas, y me hubiera acostumbrado a él. Es un caballero, me gusta su aspecto, me gusta su manera de hablar, y lo mismo que usted curioseó mis libros en mi casa, yo repasé los suyos en la suya. ¿Por qué no desear, por qué no pensar, que un día de éstos De Blacas, usted y yo coincidiríamos en el mismo verso? Con la misma franqueza le digo que me costó un esfuerzo incalculable convivir con Maxwell, y usted sabe las razones. ¡Qué lástima que todo haya salido mal!
La segunda cosa es un ruego. Vaya de vez en cuando a mi piso, en el que todavía tiembla un puñal en un rincón del techo; pase en él algún tiempo, acuérdese de mí, y encienda las velas de los iconos. Si se acaban, las encontrará iguales en la sacristía de cualquier iglesia ortodoxa. Le supongo enterado de que, para nosotros, cada vela que arde tiene el valor de una oración.
Irina
La prisa me impide dejar la vajilla lavada. Perdóneme.
El papel de la carta y el sobre eran de los míos.
Tenía ante mí una lista de tres nombres, a la que había llegado, partiendo de la treintena inicial, tras sucesivas eliminaciones aligeradas al aplicarle un corto número de criterios, inicialmente sencillos, cuya acumulación, sin embargo, bien pudiera haber resultado demasiado compleja. Contaba, en primer lugar, la facha, y fue ésta la que me sirvió para redondear el primer acopio, el de los treinta. Era evidente que a Irina le gustaban los hombres atractivos, ya por un físico espléndido, como el de Etvuchenko, ya distinguido, como el de De Blacas. Pero si, comparando sucesivamente con el uno y con el otro los treinta candidatos, se me quedó la lista reducida en doce, a la totalidad de los elegidos la tuve en consideración cuando lo que comparé fueron las cualidades morales, y aquí quedó de manifiesto la complejidad subyacente, porque nada había más opuesto a la ingenuidad encantadora de Yuri que la encantadora sabiduría de De Blacas: uno iba, otro venía, y lo único común a entrambos era el encanto. De haberme guiado sólo por esa cualidad, no hubiera eliminado en la segunda ronda a Erik Gustavson, nombre de saga antigua que tenía, yo le llamaba Erik el Rojo; fue uno de los hombres que más me hubiera gustado ser, pero tenía el defecto de sentirse comunicativamente vanidoso en el transcurso de ciertas intimidades, y es probable que eso hubiera obligado a Irina a rechazarlo. Estoy hablando como si de verdad fuese él el destinado a Irina, y no yo en su lugar: esa clase de confusiones puede evitarse con vigilancia y ascesis, pero también a mí me agrada abandonar alguna vez la guardia y dejarme correr con todo lo que corre en libertad, y, sobre todo, ignorando que corre.
De aquellos tres candidatos que me quedaban, uno, Blaise Sanders, era inglés, jugador de «criquet»: tenía un mediano pasar y un cottage en algún lugar de los Siete Reinos. Desde la fronda de sus robles, me había contado, Robin Hood acostumbraba a vigilar al enemigo, raza esta última a la que, sin embargo, Blaise pertenecía sin haber entrado en conflicto con su roble, y de tal modo consciente y satisfactorio, que mantenía relaciones de parentesco, cultivado durante siglos, con algunos normandos de la costa de enfrente, y, por propia decisión, en vez de estudiar en Oxford, lo había hecho en la Sorbona. El cottage de Blaise Sanders era un lugar excepcionalmente discreto para esconder a Irina, caso de que yo lograse arrebatársela al engranaje implacable y, sobre todo, inhumano del Servicio. A Sanders correspondía el treinta y tres por ciento de mis preferencias: ignoraba el dolor, incluso el de la derrota en el deporte.
Ernst von Bülov reclamaba con toda justicia otro treinta y tres con treinta y tres. Tenía tan buena facha como Sanders, pero de estilo opuesto: donde aquél excedía un pelín de la disciplinada flexibilidad deportiva, Bülov excedía idéntico pelín de la disciplinada rigidez castrense. Había sido militar muy joven; había conocido el campo de concentración, la enfermedad y ese desamparo del vencido a quien la guerra ha dejado sin nadie y sin nada, así, radicalmente. Sin embargo, andaba por el mundo desprovisto de rencor, había rehecho su vida, se había dedicado a la Historia, tenía algunos folletos publicados y, a mi juicio, entendía como nadie lo que pasa en el mundo. Si yo me apropiaba de todas aquellas cualidades, saberes y propósitos, a costa de dejarlo arrumbado para siempre en un rincón del bosque, si sabía mantener como cualidad dominante la absoluta naturalidad de Von Bülov, sin duda que a Irina y a mí nos esperaba una vida sencilla de profesor de provincias que pretende mantener oculto su valor, pero que tiene a su lado a quien lo estima y lo comprende. Ernst von Bülov era tímido con las mujeres, si bien, en su ánimo, la timidez quedase superada por su honda experiencia del sufrimiento.
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