La comitiva se detuvo a unos cinco metros delante de él, y el Comandante de la Guardia, que la encabezaba, dio un taconazo y se apartó a un lado, y después de que sus hombres abriesen la fila, avanzó el personaje custodiado.
– ¡Su Excelencia el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto! -anunció el Comandante.
El dignatario avanzó hasta quedar a tres metros de donde esperaban Francis, Ígur y Arktofilax, y se dirigió a ellos con gravedad.
– Magisterpraedi, Secretario, Caballero, sed bienvenidos al Atrio. ¿Lo tenéis todo dispuesto para la Entrada?
– Así es, Excelencia -respondió Arktofilax.
– ¿A qué hora tenéis prevista la Apertura de la Puerta?
– A las nueve y un minuto.
El Secretario de la Agonía se volvió hacia un ayudante que se mantenía dos pasos detrás de él, y que a un gesto suyo avanzó, y tuvieron una breve conversación en voz baja.
– Disponéis hasta el mediodía -dijo al acabar- para las observaciones y los preparativos que consideréis convenientes. A partir de entonces los Entradores os constituiréis en Guardianes de vuestra Entrada, y a las siete de la tarde desalojaremos el Atrio.
Y se retiraron. Los Guardias que habían acompañado a Ígur y a Arktofilax se situaron en dos grupos en los extremos, uno en cada puerta. El Secretario Francis tuvo unas palabras de cortesía y confianza para los expedicionarios, y también salió. Una vez solos, Ígur y Arktofilax estudiaron el Rotor para determinar la ranura por la que se tenía que insertar el disco y estudiaron la operación hasta en sus mínimos detalles para evitar improvisaciones de última hora. Una vez establecida la ranura y la orientación, Ígur comprobó que ni siquiera una mota de polvo obturase los orificios del disco por donde la luz de las estrellas tenía que abrir la Última Puerta.
Al acabar les quedaba aún mucho tiempo muerto, e Ígur y Arktofilax se sentaron en las sillas plegables que llevaban en el equipaje y tomaron algunas provisiones. Ígur se tranquilizó, y, sin ninguna distracción exterior, vagó por el recuerdo desordenadamente al principio, después de forma selectiva y con complacencia, rememorando una vez y otra la escena preferida, al final modificándola de acuerdo a sus deseos, distorsionando las posibilidades reales, olvidos que más hubiera valido no inquietar, haciendo jugar a los demás el papel que le convenía. El transcurso de las horas le resultó insoportablemente largo a veces, otras felizmente corto, inquietantemente corto. Faltaba un cuarto de hora para las siete de la tarde cuando se abrió la Primera Puerta, y sin cruzar el umbral, un ujier tocó una campana transportada por un carrito. La Guardia se colocó en formación, y con un Oficial al frente se retiró marcando el paso. A las siete en punto, Ígur y Arktofilax se quedaron absolutamente solos en el Atrio, y tras doce toques de campana la Primera Puerta se cerró pesadamente tras el Mundo.
– Caballero, si ahora te arrepientes ya no estás a tiempo -dijo Arktofilax.
– He tenido mejores ocasiones para arrepentirme. ¿Dudáis de los cálculos? Siempre me habéis parecido confiado.
– ¡Confiado! -rió Arktofilax-. ¿Quieres saber por qué me siento confiado?
– Sí; ¿por qué?
– Porque me da exactamente igual que los cálculos de Debrel estén bien o no. Lo mismo me da que el láser del Atrio me achicharre dentro de dos horas como que me achicharre otra cosa dentro de dos años.
El Magisterpraedi había hablado sin acritud, con una dulzura que desarmaba, hasta con una sonrisa que había inquietado a Ígur como no lo habría hecho con aire tremendista. De repente se imaginó en firme la posibilidad de morir fulminado en el plazo de dos horas. ¿Qué sentido habría tenido entonces tanta movilización de esfuerzos? Ígur intentó distraerse charlando, y cuando descubrió que Arktofilax ya había estado en el Atrio anteriormente y que había diferencias, se interesó por ellas; así descubrió, por ejemplo, que la cabeza que colgaba del órgano había sido modificada, y antes no llevaba ni barba ni turbante, y que ese tocado le había sido añadido para ocultar que en lugar de pelo tenía serpientes. El tiempo transcurría más lentamente que nunca cuando Ígur miraba hacia adelante, y a la vez más deprisa que nunca cuando miraba hacia atrás, y cuando faltaba un cuarto de hora para las nueve, cogió el disco que Debrel había preparado.
– ¿Estáis listo? -preguntó, presentándolo a la rendija; el Rotor tenía pinta de estar fuera de servicio hacía años, e Ígur se sentía escéptico respecto a que fuera capaz de moverse.
– No lo introduzcas aún, no sabemos la porquería que puede haber dentro del Rotor.
Arktofilax se situó en el centro de la plataforma entre el Rotor y la Última Puerta, y cuando faltaban nueve minutos para las nueve, Ígur metió el disco, que se acopló con un clac metálico grave y resonante, y se situó al lado del Magisterpraedi. Lentamente, el Rotor se elevó, y acelerándose pesadamente, ascendió por las guías hacia la chimenea, y cuando atravesó el orificio del techo, lo hizo desapareciendo de la vista a una velocidad considerable. La sensación de ausencia y la espera se volvía extraña y perturbadora, e Ígur no le quitaba ojo a la señal húmeda que el Rotor había dejado en el suelo, ni a los residuos de su alrededor, un perfecto molde de un barrizal negruzco. Arktofilax se volvió hacia la Puerta, y una sacudida impresionante les llegó a través de la chimenea; eran las nueve en punto, y el Rotor debía de haber llegado arriba. De repente, el pleno del órgano emitió seis acordes menores atronadores en su registro más grave, que sobrecogieron a Ígur; sentía el retumbar en el pecho, como si le faltase aire, y cuando pararon, aún resonaban una y otra vez por las paredes del Atrio; contuvo la respiración con delicadeza, porque un Caballero de Capilla no permite que ninguna contingencia le altere el pulso. Pasaban los segundos sin que ninguno de los dos mirase el reloj, e Ígur sintió celos de la expresión impasible del Magisterpraedi. Por fin, con la más silenciosa lentitud, se abrió la Última Puerta.
Tal y como habían previsto, el pasillo inicial del Laberinto era una larga escalinata descendente sumida en la oscuridad total, y aproximadamente del ancho de la Puerta, es decir, de tres metros veinte. Ígur y Arktofilax se adentraron en ella, cargados con todo el equipaje y con las linternas encendidas. La escalera no tenía rellanos, y como la trayectoria presentaba pequeñas sinuosidades, no había forma de ver el final; de vez en cuando se apreciaba una interrupción en la continuidad de las paredes: otro camino de escaleras, idéntico al que transitaban, que se añadía a ése. Ígur no se fijó al principio, y después los contaba intentando memorizar el orden, si procedían de la derecha o de la izquierda, hasta que se descontó y se dio cuenta de que si la intención de los constructores era complicar, por no decir impedir, un posible retroceso, lo habían conseguido plenamente, porque pasada una bifurcación, un vistazo atrás mostraba ambos caminos confluyentes exactamente iguales. Poco a poco el recorrido se iba volviendo más sinuoso, el techo era más bajo y el ámbito más estrecho. Las goteras y el calor se volvían asfixiantes, y en algún que otro lugar caían los líquidos a chorro. El hedor era monstruoso.
– Debería haberlo imaginado -se quejó Arktofilax-. El Laberinto de los Pantanos era un jardín de prodigios, y éste es una cloaca. ¿Qué se puede esperar de la Reforma?
El trazado se había vuelto tan angosto que tenían que caminar no tan sólo uno detrás del otro, sino a menudo de perfil o agachados. Finalmente tuvieron que caminar a gatas, lo que por la pendiente del terreno hizo del camino un suplicio inacabable. Ígur iba delante, y llegó un momento en que no pudo pasar.
Читать дальше