Miquel de Palol - Ígur Neblí

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En las postrimerнas de este siglo iba siendo necesario un libro, con lucidez y exactitud de relojero, construyera un mundo ficticio desde el que desvelar las trampas y los secretos del nuestro. Lo ha escrito Miquel Palol con Igur Nebli, hйroe caballeresco, a la vez atбvico y posmoderno, con el que el lector sentirб la claustrofobia de un mundo que pronto reconocerб como suyo, descubrirб las oscuras estrategias del Estado bajo las intrigas de La Muta, y reconocerб el hermйtico y vertiginoso Laberinto de Gorhgrу participando en una siniestra alegorнa del Poder y de sus inextricables instrumentos de manipulaciуn de la informaciуn, de presiуn del individuo, de despersonalizaciуn y de angustia.
Para quienes siempre pensaron que la literatura es un juego con la literatura, para quienes no se conforman con la lectura de la historia y quieren tomar parte de ella y para quienes gustan de los libros que jamбs se acaban con su ъltima pбgina, Igur Nebli resultara una lectura extremadamente gratificante.
La calidad indiscutible que llevу al exito a El Jardin de los Siete Crepъsculos alcanza con Igur Nebli una envidiable madurez.
`Un texto donde Palol lleva hasta sus ъltimas consecuencias el objetivo de convertir la literatura en el medio mбs oportuno para disfrazarse de dios y jugar a la construcciуn de un mundo`. Javier Aparicio, El Pais.
`La particular `locura` narrativa de Palol es saludable para todo el conjunto de la narrativa catalana`. Marc Soler, El Temps.

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Cuimógino lo miró con ternura.

– ¡Caballero!…

Ígur recordaba la despedida de las dos hermanas.

– Así -dijo-, los motivos de la orden sobre Debrel y Guipria no son políticos…

– Caballero -lo riñó Cuimógino-, ¡todo lo que ocurre a vuestro alrededor, hasta lo que os parezca más físico, es político!

Ígur intentó desesperadamente reproducir los sentimientos que le habían conducido a salvarle la vida a Debrel y a ayudarlo a huir; ¡cómo se debía de reír! Como ante un mapa mudo, se encontró deseando con delirio volver a verlo, sintiendo por él más cariño que nunca, y a la vez una turbación aguda por querer saber, por tenerlo delante para preguntar, para estrecharlo entre sus brazos, para zarandearlo… ¡para admirarlo más que nunca! ¿Para protegerlo? ¿Para asesinarlo? Sintió horror de sí mismo preguntándose por qué lo había dejado vivir, qué habría hecho o con qué sentimiento si llega a saber lo que ahora sabía.

– ¿Queréis tomar algo más? -dijo maquinalmente.

– La cuestión -prosiguió Cuimógino- es importante que la consideréis, porque es un flanco al descubierto. -Ígur continuaba pensando en toda su relación con el geómetra y su familia, y la revisaba del derecho y del revés reinterpretando escenas, inventando magnificencias y esplendores en los puntos donde la memoria encontraba cavidades-. Pero sobre todo os quería hablar del Laberinto.

Ígur comprendía tantas cosas de Debrel y, sobre todo, de Guipria, que pensó si no empezaba a ver fantasmas. La gran pregunta continuaba: ¿estaban vivos, Debrel y Guipria? Muertos serían una amenaza para su sueño, pero vivos eran una amenaza para su vida.

– ¿Qué pasa con el Laberinto? -preguntó, completamente distraído.

– ¿No os dais cuenta con qué facilidad se os allanan los obstáculos? ¿No encontráis sospechosa esa especie de conjura administrativa para impulsaros al Laberinto? -A Ígur no se le había ocurrido tal cosa, y si en algún caso se había felicitado por su suerte, lo había atribuido a la influencia de Omolpus o de Ifact; pensó en la peregrinación hasta Lauriayan y negó con un gesto-. Pues yo he visto por dentro los mecanismos que os han permitido llegar hasta aquí, y os puedo asegurar que en ocasiones se han producido tales temporales secretos que a mí, que he visto de todo, me han dado escalofríos. Creedme, desde que entrasteis en la Capilla habéis pasado por media docena de situaciones que con una hubiera bastado para resultar tan destruido como el Caballero que hemos incinerado hoy.

– Es posible -dijo Ígur, sin atreverse a reconocer que a pesar de todo pensaba que si lo había conseguido era por méritos propios-. ¿Qué creéis que debo hacer?

Cuimógino lo miró con gravedad.

– No entréis en el Laberinto. -Ígur receló de repente; ¿y si tenía delante a un enviado de Simbri?-. Estoy convencido de que os espera una sorpresa horrible. -Se movió nerviosamente-. ¿Habéis reflexionado? ¿Qué pasó en el interior del de Bracaberbría? ¿Qué monstruosidades se cometieron, que nunca se han sabido y que convirtieron al único superviviente en un misántropo? Y eso puede ser todavía peor esta vez, porque éste es el Ultimo Laberinto; hasta ahora los anteriores se referían a los restantes y explicaban el camino a seguir, pero éste no tiene ninguno detrás, ¡su protocolo no se proyecta en ninguna parte! La clave, en caso de que lo abráis, contiene una profecía monstruosa que quién sabe hasta dónde destruirá, pero a buen seguro a vos. Cada Laberinto ha resultado más sangriento que el anterior, ¡y éste es el definitivo!

– Los Laberintos están construidos desde hace muchos años.

– Pero sus cuantificaciones, como sabéis mejor que yo, se reordenan de acuerdo con el paso del tiempo y las Entradas fallidas. -Cuimógino miró a Ígur con afabilidad-. Caballero, no me conocéis y supongo que ahora mismo soy objeto de todas las sospechas, lo que, por otra parte, no podría ser de ninguna otra forma, ya que, a pesar de lo que os he dicho, si habéis llegado hasta aquí es porque sois prudente y reflexivo, aunque -sonrió- hay pequeñas anécdotas que no dicen a vuestro favor. En fin, no os pido respuestas, no os pido nada; he expuesto lo que sé y creía conveniente, y a vos os corresponde reflexionar sobre ello, aunque no disponéis de mucho tiempo. -Abrió los brazos-. Supongo que no dejaréis de entrar en el Laberinto, y probablemente yo haría lo mismo en vuestro lugar; espero que mis palabras, por lo menos, os sirvan para después.

A Ígur le pareció oportuno aprovechar la buena voluntad del interlocutor.

– Si os puedo pedir algo -el otro le hizo un gesto de total disposición-, quisiera que me hablaseis de Arktofílax y Madame Conti.

– Se separaron poco después del Laberinto de Bracaberbría, pero se dice que han quedado ligados por pactos secretos muy fuertes.

– ¿Hasta dónde secretos?

Cuimógino lo miró con curiosidad.

– Ya veo que no lo sabéis -sonrió-; Hydene y la Conti son marido y mujer.

Quedaba poco por decir. Cuimógino había puesto el énfasis en los peligros que amenazaban a Ígur, pero lo que había impresionado al Caballero eran los detalles laterales; los antecedentes de Sadó trabajaban ineludibles en su pensamiento como una enfermedad placentera y consumidora.

– Señor, os estoy muy sinceramente reconocido por tan gentiles observaciones, y os prometo tenerlas en la más alta consideración.

Cuimógino rió afablemente.

– Dejaos de cortesías, Caballero; los designios oscuros raramente salen de una mente o de dos, sino de los residuos de lo peor de muchas mentes. He visto cómo actuáis entre tanta insidia y, guiado por un elemental sentido de la gratitud, me ha parecido que era lo mínimo que podía hacer por vos.

Fue hacia la puerta.

– Permitidme, pues, que os lo agradezca sin más.

– Caballero, estoy a vuestra disposición para todo lo que queráis. Os deseo todo el buen tino y la fortuna del mundo.

Y se despidieron.

Ígur sentía terreno pantanoso por todos lados. En las veladas alusiones de unos y de otros a Debrel y Guipria imaginaba de todo: temor y discreción cuando se quería tranquilizar, o aun ignorancia; en otros momentos, reproches, amenazas, burlas. ¿Cuántos creían que los había matado? ¿Cuántos sabían la verdad, hasta donde ni él mismo la sabía? ¿Había obrado bien dejándolos con vida, o, por lo menos, había hecho lo que ahora desearía haber hecho? Llegó la hora de ir al Palacio Conti, e Ígur se enfangaba más y más en fantasías sobre Sadó y su padre, Sadó y su cuñado, Sadó y Silamo, Sadó en toda partes desnuda y abierta, Sadó y su indiferente y delicado furor universal, y a todo eso se mezclaban los recuerdos de Lamborga, la suposición de Milana y Omolpus, el ejemplo inalcanzable de Arktofílax.

Cuando salió, el payaso de cada día revolvía en los cubos de basura, y la mirada de Ígur se cruzó con la suya, sorprendidos ambos en una inesperada inmovilidad común; Ígur se dio cuenta de que era un hombre más viejo de lo que parecía. Mientras lo miraba sorber la grasa de un papel sucio, se le antojó víctima y espía a la vez, ¡y a la vez espejo de tantas cosas! El payaso temblaba de inanición y cansancio, baba y costra aquí y allá, y de tanta lástima como le hacía a Ígur, de tanto como le despertaba el instinto de protección, de tan fuerte como era el pesar de no poder dejar pasar por alto nada, de no poderle dar todo lo que tenía y llevárselo a vivir a su casa, quería y no acababa de querer: ¿y por qué éste y no otro?; y sin embargo, pensaba, si todos lo hiciéramos, ¡vaya principio de remedio para los males del mundo!, ¡cuánto dolor ahorrado, aunque el origen y el porvenir del mal quedasen intactos! Y pensando en eso, y pensando que no lo haría, le entraban unas ganas terribles de abofetearlo hasta la sangre, de estrangularlo y descuartizarlo con la más amorosa furia con su espada de Caballero.

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