– Arriba -indicaron a Gandiulunas, quien, aunque herido, trepó por la cuerda; después, al espectador retenido lo echaron del entarimado sin contemplaciones-: Y tú, lárgate.
– Te ha salvado el ser quien eres -dijo Mongrius a Ígur en voz baja-; en pleno Juego, delante de un Duque…
La música se reanuda con fondo de cromornos y el órgano, gong y redoble de timbales. Los dos portores en corvas, y el ágil del uno al otro.
– Vean, señores, la culminación del Juego de la Justicia -prosiguió el canto tenebroso de contratenor del Trujamán-; una vez convertido en leña el árbol de la fruta del bien y del mal, el usurpador mata para no ser muerto, y nada más que la imagen de la Reina es su arma: ¡Pantera entre Tigres, Reina de los Dos Corazones, maravilla de los tres mundos, sepulcro de las cuatro esperanzas, cántico de los cinco tormentos, espejo de las seis maceraciones! -Fei se lanzó una vez más, fuet, recuperó suspensión atrás y passage de jarrettes en doble superior y medio, y pies a Kiretres, que la esperaba en corvas; Kiretres llevaba dos dagas en el cinto y, en el balanceo, Fei se las quitó y, mientras que una vez más lo acariciaba de pies a cabeza, se las encajó en bayoneta en las tobilleras, sobresaliéndole la hoja un palmo de la planta de los pies; se impulsaron de nuevo, y entonces los sensores de humo y los termostatos pusieron en marcha los extractores más potentes, y un vendaval acompañó el movimiento de los trapecistas con figuras de aire»]ue ellos atravesaban bien rompiéndolas, bien modificándolas, bien complementándolas, turbulencias de colores por allí, velocísimo remolino lanzado a un orificio por allá, con grandioso agitar de polvo, de papeles, de capas y de cabelleras-: ¡Negrura de los espíritus, sangre de la gravedad, rayo sobre el mar enfurecido, estrella del desierto! ¡Escándalo de la verdad!
Esa vez nadie parecía dispuesto a detener la representación del Juego; Fei se soltó de las manos de Kiretres en salto mortal inverso, y cuando Gandiulunas se aproximó para recogerla, ella lo esquivó y con toda limpieza, al son del gong mayor le clavó los cuchillos con los pies, uno en cada plexo, justo bajo el pezón; el propio impulso los llevó a volver así enlazados, hasta que la gravedad y la distensión pendular permitió a Fei recuperar atrás, incorporarse y desasirse, para por fin volver a la banquina entre la ovación del público. Gandiulunas se quedó colgado de la barra, oscilando aún entre aplausos, y provocando con el goteo de su sangre movimientos en el público, para apartarse los elegantes, para salpicarse los supersticiosos, porque una vieja costumbre beomia sostenía que cualquier excrecencia de los perdedores en el Juego inmunizaba durante siete años contra la mala suerte. Los movimientos casi acuáticos del conjunto de la gente podían llegar a hacer creer que todos los que no querían salpicarse estaban en posición de serlo, y los que reclamaban sangre se habían colocado fuera de su alcance.
– Ahora atención -advirtió Mongrius a Ígur-, alguien puede intentar una acción imprevista.
– ¿Y tú y yo qué se supone que tenemos que hacer?
– Respecto a la chusma nada, como si se quieren triturar todos; tú y yo hemos de procurar que no se acerquen a Madame Conti y a este par -le señaló discretamente a los de la nobleza-. Si ves a alguien demasiado cerca y no te gusta, no lo pienses dos veces y córtale el cuello.
La orquesta en pleno, al bajo el clavicémbalo en lugar del órgano, crótalos, címbalos y gong, atacaba un pasacalle solemne.
– Quien todo lo quiere, nada conservará -cantaba el Trujamán-, la grieta entre ambiciones absolutas condena al hurgador impío a morir convertido en ejemplo; el tiempo no es una herencia, y se miente a sí mismo el que confía en una futura jugada. -Hizo una señal a los operarios especializados, y con láser tocaron los extremos de la barra que sostenía el cuerpo inerte de Gandiulunas, que se desprendió y cayó de cabeza, por muy poco casi sobre la gente, que con un furor sacrificial que Ígur encontró repugnante se le echó encima, hasta que la Guardia la apartó sin miramientos, para permitir que se lo llevaran con parihuelas, mientras el Trujamán acababa el recitado-: ¡Mirad el soberbio y el impío a donde puede conducir el anhelo de exhibir una arrogación, mirad cómo termina el que no tiene bastante con tener, el que se alimenta de miradas de ansia, el insaciable de devociones, el delirante de amor adorador! ¡Que por su muerte resuene la música de guerra y las pompas! -Marcha fúnebre y silbidos del público-. ¡Decimos adiós a los inmortales! ¡Marchad todos en paz, la Comedia es finita!
Por la puerta grande hicieron entrar dos enormes cisternas con ruedas, de base redonda de más de dos metros de diámetro y bastante más altas que un hombre, arrastradas de las asas por operarios de negro, máscara y turbante incluidos, y colocaron una debajo de cada banquina; acto seguido, Fei y su partenaire se columpiaron cada uno en su barra, y después se colocaron en corvas.
– Atención -dijo Madame Conti-, vámonos de aquí.
Protegidos por Ígur y Mongrius, y por cuatro Guardias de la escolta, Constanz, Boris, los otros dos nobles y la anfitriona se situaron en la puerta, justo a tiempo de ver cómo, uno tras otro, Fei y el actor que hacía el papel de Kiretres se lanzaban en salto mortal por entre las picas de afilada estrella y caían cada uno dentro de la cisterna contraria, levantando grandes salpicaduras y derramando un líquido rojo espeso que dejó rociado y goteando medio salón y a sus ocupantes, ya precipitados en el paroxismo que los sonidos triunfales de la orquesta subrayaban. Ambos actores salieron de un salto del recipiente y abandonaron el recinto por otra puerta, custodiados por la Guardia que, con las armas en mano, tenía que mantener a raya a la masa aplaudiente que, sobre todo a Fei, no se contentaba con sólo tocarlos.
– ¿Qué es? -preguntó Ígur-. ¿Sangre?
Madame Conti se echó a reír.
– En otros tiempos era sangre -abrió mucho los ojos-, de vaca, naturalmente, no te puedes ni imaginar el trabajo que suponía degollar animales y tener en marcha el descoagulante durante la función, pero ahora es agua con aditivos de textura, gusto y color; no es lo mismo, pero qué le vamos a hacer, el público quiere lo de siempre.
Aumentaba el descontrol de chillidos y empujones de la gente que Ígur miraba fascinado, y los que no estaban por los suelos o se encaramaban a cualquier sitio, corrían de acá para allá. De repente se le acercó el hombre que había intentado ayudar a Gandiulunas; Ígur temió una agresión y se puso en guardia, pero con gran sorpresa suya el hombre le besó la mano con un temblor que parecía ajeno al naufragio envolvente.
– Caballero, os quiero dar las gracias por lo que habéis hecho.
– ¿De qué habláis? ¿Quién sois?
– Soy Yamini Cuimógino, administrativo de carrera, y el actor que vos y yo hemos intentado salvar era mi hermano.
En ese momento, un vaivén de los más desbocados se les echó encima, y Madame Conti y los nobles desaparecieron por la puerta.
– ¿Qué ha hecho vuestro hermano? ¿Por qué han querido matarlo? ¿Había participado en un Juego?
Tuvieron que quitarse de encima a dos mujeres que se empujaban entre aullidos.
– No os lo puedo explicar ahora con detalle; sabed tan sólo que os quedo en deuda de honor y agradecimiento para toda la vida, y os buscaré para regraciaros, aunque por más que haga siempre será en ínfima medida.
Otra oleada sin control de frenéticos aullantes se llevó a Cuimógino, y aunque Ígur intentó retenerlo por el brazo, la fuerza de siete u ocho era excesiva; también él hubiera acabado en medio del salón si Mongrius, ancorado en el marco de la puerta, no lo llega a sujetar.
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